La chica perfecta

54 0 0
                                    


1

En «La Biblioteca», pequeño pero elegante bar que curiosamente está diseñado con una temática literaria, se encuentran dos jóvenes alicorados, que gracias a la efervescencia del alcohol platican con cierta tonalidad risueña. Hugo y su amigo Heriberto, acostumbran reunirse cada fin de semana para sostener una tertulia bohemia, en la que hablan del arte en todas sus expresiones; obras de teatro, pinturas, libros y museos. Pláticas de dos sujetos con interés por lo intelectual, quienes entre copas de vino —Boone de fresa para Hugo, pues solo soporta bebidas alcohólicas dulces— y cerveza para Heriberto —es adicto a las míticas toñas— terminan siempre haciendo el ridículo.

Comienzan tertuliando acerca de poemas y comentando una que otra obra maestra recién escrita por la poetisa salvadoreña Portillo, contrastando lo culto y elevado de sus versos, en los que la mitología juega un rol preponderante, para luego —al pasar unas rondas de vino y toña— comentar qué mascota es mejor, entre los perros y gatos. Ya para las diez de la noche, las bebidas han hecho cortocircuito en sus aturdidas neuronas que les hacen pensar mayoritariamente en temas anodinos y vulgares, en un irónico contraste con los debates supuestamente sublimes para los que conciertan sus coloquios.

Inevitablemente, Heriberto trata el tema de todas las historias habidas y por haber: el amor. De un ingeniero en sistema, serio y rígido, amante de los cálculos y los formalismos, sorpresivamente sufre una metamorfosis que le hace devenir en una improbable tía, que llena de curiosidad, pregunta a su sobrino la legendaria interrogante: «¿Para cuándo la novia?».

—Y dime Hugo, ¿cuánto tiempo más piensas estar soltero?, la juventud solo es una y si necesitas uno que otro consejo, déjamelo a mí, porque yo a tu edad ya había conquistado hasta a alguna señora cuarentona.

—Amigo, ¿cuántas latas llevas ya?, parece que siempre terminamos hablando de mujeres, como borrachos de los que abundan aquí, y en la China. Pero para tu información, hace años tuve a una diosa en mis manos...—dijo Hugo, jugando con una copa en la que quedaba poco vino, haciendo que el rosáceo líquido de su interior bailase de un lado al otro.

—Seguro que el señor Boones ya te está haciendo inventar cosas— respondió Heriberto, en risas.

A la distancia, viéndolos por el rabillo del ojo, y acarreando órdenes diligentemente estaba Lucía, la mesera que usualmente atiende a ambos jóvenes, quien escuchó lo último que dijo Heriberto y soltó una pequeña risa. Les tenía dentro de su radar por lo que de vez en cuando interceptaba una que otra palabra en el aire cuando aquellos clientes se exaltaban en sus conversaciones y subían la voz. Pensó: «Ya comienzan con sus historias de amoríos imposibles, esto es mejor que ver telenovelas», por lo que se acercó a la mesa para poner más atención a las locuritas de Hugo.

—Oye Hugo —les interrumpe la guapa mesera, que con su encantador aspecto de gitana se les ha acercado silenciosamente—. Antes de que comiences con tu relato aventurero acerca de la diosa —por poco y no aguanta la risa— dime quién ganó, entre los perros y gatos. A como me digan que los gatos son mejores que los canes, perderán muchos puntos conmigo.

—Mejor no hablemos de eso —responde Heriberto—. Está empeñado en defender a sus felinos hasta el fin de los tiempos, a pesar de que le he dicho hasta el cansancio que por algo la expresión el mejor amigo del hombre, hace referencia a nuestros peludos y ladradores acompañantes.

—Ah, ustedes no lo entenderían... —responde Hugo sulfurado—. Es un tema filosófico y conceptual que sus pequeñas mentes todavía no han asimilado, ¡tener un gato es como disfrutar del placer de tener a un león en casa!, solo que en miniatura. Nunca comprenderán el placer de pasar la mano en el suave pelaje del rey de la selva, solo que en modelo a escala.

LéemeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora