EL HIJO

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La misma noche en que leí el mensaje de Daniel Klein entré a Google, escribí su
nombre en el buscador y revisé su hoja de vida. Era un profesor muy reconocido en
Barcelona y encontré varias publicaciones suyas sobre pedagogía y arte, sobre las
modificaciones que sufre la conciencia del aprendiz por medio de la sensibilidad
artística. Me di cuenta de que era un tipo muy consultado por los ministerios de
Educación europeos, y cuando busqué fotos suyas para saber qué aspecto tenía ahora,
una oleada de nostalgia me inundó de manera intempestiva. Daniel aparecía siempre
con sacos formales, con camisetas sin cuello de colores vistosos (anaranjado, morado,
verde limón) y con un sombrero ladeado hacia la izquierda. Seguía siendo delgado y
su enorme estatura le otorgaba a su rostro de hombre maduro un aspecto como de
ogro bueno. Su sonrisa seguía teniendo ese aire de bondad a toda prueba que lo
desarmaba a uno de inmediato cuando lo tenía al frente. Me pregunté mil veces cómo
había sido capaz durante los años universitarios de hacer semejante canallada, cómo
diablos se me había ocurrido enamorarme de su novia, de esa muchacha encantadora
que había sido su primer amor.
Recordé también que a veces, cuando las conversaciones se ponían acaloradas, él
solía soltar un «¡Mierda!» pronunciado de una manera curiosa, gutural, como si fuera
un francés al que le costara mucho trabajo ubicar la lengua contra el paladar. Sonaba
entonces como «¡Miegda!» y algunos de nuestros compañeros creían que se trataba
de una pose afrancesada, como si estuviera imitando ese tono misterioso que tenía
Cortázar en sus entrevistas o cuando leía alguno de sus textos. Pero no, la verdad es
que se trataba de una muestra de su pasión al hablar, pues si decía esa misma palabra
en otro contexto la pronunciaba normalmente.
Luego busqué a Carmen y mi sorpresa fue mayúscula. La encontré reseñada en
varios blogs como una fotógrafa de culto, misteriosa, al margen de modas y de los
vaivenes del mercado. No tenía ni idea de que Carmen había abandonado la literatura
y que se había dedicado a tomar fotos. De todos nosotros, tal vez ella era la que tenía
el futuro literario más prometedor. Por aquel entonces yo escribía y reescribía mis
primeros cuentos, pero no había publicado nada todavía ni sobresalía entre los demás
estudiantes de la facultad que también querían escribir.
Vi en la pantalla de mi computador unas fotos suyas colgadas en una exposición
colectiva en Madrid, en el Palacio de Bellas Artes. Eran imágenes en blanco y negro
de desiertos inconmensurables, infinitos, inverosímiles, con tres o cuatro nubes arriba
que le recordaban al espectador que eran escenas reales, que se trataba de nuestro
propio mundo. No sé por qué me desalentaron tanto. Sentí un agobio que iba
creciendo poco a poco dentro de mí mientras observaba su trabajo. Una soledad
impactante, devastadora, se tomaba todo el espacio, como si la arena, el aire y el cielo
se introdujeran en el espectador a través de la retina. Uno se sentía afectado
físicamente, como si le acabaran de clavar un bisturí en el ojo. Nunca había
experimentado algo similar.
Encontré un sitio en la red especializado en tatuajes, en diseños y en la
importancia de ciertos símbolos, y se destacaba el nombre de Carmen Andreu como
una artista plástica que había decidido convertir su propio cuerpo en un museo. En las
fotos, casi desnuda, aparecía ella con la gran mayoría de su piel tatuada de mil
colores. Una serie de figuras mezcladas obligaban al espectador a concentrarse para
empezar a diferenciar cada uno de los dibujos. Lo curioso es que ver el conjunto
general daba la impresión de estar frente a un universo donde formas, objetos y seres
vivos conformaban una especie de amalgama mística, de huevo original a punto de
estallar. Recuerdo algunas de esas figuras porque en una de ellas yo estaba implicado:
Antebrazo izquierdo: una serpiente multicolor devorándose su propia cola. El
eterno retorno de lo idéntico, según los mitos antiguos.
Brazo derecho: un verso de Jaime Gil de Biedma con el cual ella tenía que
sentirse identificada porque define su propia posición de vida y su obra como artista:
Porque hay siempre algo más, algo espectral...
Torso: dibujos enredados de animales fabulosos citados en distintas mitologías.
Un minotauro, un ave fénix, centauros, dragones, varios basiliscos.
Senos: dos girasoles soberbios.
Espalda: imágenes de hadas y de enanos viviendo en un bosque frondoso.
Piernas: pájaros de todos los colores y tamaños mezclándose unos con otros en las
pantorrillas, los muslos, las rodillas, los tobillos.
Pie izquierdo: una foto de Daniel cuando estaba joven en la universidad, con su
cabellera rubia a la altura de los hombros.
Pie derecho: una foto mía en la que estoy pensativo mirando algo a lo lejos. Creo
que fue una foto que me tomó ella misma en la casita de campo, alguna tarde en que
me quedé ensimismado contemplando el valle.
Nalga izquierda: Sancho Panza en uno de los grabados de Doré con su burro al
lado. Y, envolviéndolo, otro tatuaje mezclado con este: Teseo frente al Minotauro
sorprendido, mirándolo sin poderlo atacar todavía.
Nalga derecha: el famoso grabado en el que se ve a Don Quijote haciendo
piruetas en la soledad de Sierra Morena.
Cuello: una enredadera tomándose centímetro a centímetro cada pedazo de piel
hasta las orejas y la nuca.
Vientre: un desierto con un cactus, y unas ligeras colinas a lo lejos se extendían
hasta introducirse en la tanga que ella tenía puesta en la foto, y uno suponía que la
arena de ese paisaje desértico bajaba y se apoderaba de todo su sexo. Hice una
relación rápida: quien quisiera penetrarla tenía primero que adentrarse en ese mundo
donde solo sobrevivían animales salvajes acostumbrados a la soledad y el silencio.
Ver a Carmen casi completamente desnuda, impregnada de sus imágenes
sagradas, convertida ella misma en templo y santuario, me impactó sobremanera.
Además, sus ojos gatunos seguían teniendo ese aire de salvajismo que la hacía tan
atractiva, tan distante, tan imposible de poseer. Por un momento me pregunté si en el
fondo de mí mismo no había seguido enamorado de ella todos estos años.
En una página web de un fanático de sus fotos estaba colgada una larga reseña
sobre ella. Decía que desde muy joven Carmen había optado por la búsqueda de otra
realidad. Tenía la certeza de que esto que vemos y tocamos y oímos es solo una
dimensión, quizás la más aburrida de todas. Por eso se propuso dar con otras, cruzar
el umbral e ingresar en esos otros planos donde la estaba esperando una alegría que
esta realidad no le proporcionaba.
Su primer intento fue con las drogas. Probó desde alucinógenos suaves hasta
LSD, heroína y peyote mexicano. Los viajes de mescalina les dieron a sus fotos ese
aire surrealista, esa atmósfera como de estar en otro planeta. Fue una época dura para
Carmen. La detuvieron en dos ocasiones por posesión de sustancias ilícitas y la
policía la fichó como una yonqui que tal vez traficaba también pequeñas cantidades.
Un juez de Alabama la obligó a someterse a un tratamiento de desintoxicación en una
clínica especializada. Carmen aceptó con tal de no ir a la cárcel. Estuvo seis meses
recluida en una institución bajo observación médica. Fue un tiempo muerto en el que
no hizo nada sino cumplir con las terapias, hacer las dietas respectivas, leer uno que
otro libro y escuchar las historias repetitivas de sus compañeros drogadictos, historias
que no la conmovían en absoluto y que lo único que hacían era multiplicar su desdén.
Salió con su cuerpo recuperado, pero con su mente ávida de nuevos escapes. Esta
vez probó con la religión y se volvió adepta de un grupo religioso que se preparaba
para el Apocalipsis en el año 2012. Vivía en una granja donde cultivaba tomates y
leía la Biblia todo el día. Las fotos de esa época son, en efecto, místicas, como si lo
que el desierto ocultara detrás de ese vacío fuera una presencia divina invisible, un
espacio privilegiado donde Dios nos está esperando a todos para revelarnos nuestro
destino. Finalmente se aburrió de la vida campesina y se retiró un día cualquiera. El
motivo fue claro: la comunidad la presionaba para que hiciera un hogar, para que se
casara y tuviera hijos. En una entrevista que le hizo por esos días una revista cultural,
ella aseguró:

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