LA EXTRAÑA DESAPARICIÓN DE ALICIA

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Daniel me envió por internet las cinco fotos que tenía de Alonso. En efecto, detrás desu sonrisa traviesa y de unos ojos verdes que parecían auscultarlo todo a su alrededorhabía algo en él que era mío, un aire, una atmósfera, una energía que me recordabamis propias fotografías de infancia. Curiosamente, ese terror a ser duplicado, esepánico que desde siempre había sentido a verme reflejado en ciertos objetos o enotros seres de la familia, desapareció por completo apenas pude contemplar a mi hijode cerca, poniendo las fotografías casi pegadas a mi nariz. No sé si la impresiónhubiera sido distinta en el caso de que él no estuviera muerto. No lo sé. Lo cierto esque pasé mis dedos por su rostro, por sus manos diminutas, por su cabeza de juguete,y murmuré su nombre como un exorcismo, como si fuera una palabra sagrada quepudiera liberarme de tanto dolor y tanta culpa. Alonso...En la segunda llamada con Daniel hablamos cerca de cuatro horasininterrumpidas. Nos concentramos esta vez en él, en lo que había sido su primerajuventud, al poco tiempo de habernos separado y antes de su viaje a Europa.Lo más difícil para mi amigo por aquel entonces, por supuesto, había sido laseparación con Carmen. Estaba acostumbrado a ella, a su tono de voz, a susopiniones, a sus caricias, a sus llamadas de horas enteras en el teléfono, a los textosque escribía, a su olor y al sexo extraordinario que tenían juntos, tanto en la casa deDaniel como en moteles, donde los fines de semana solían solazarse a su antojo. Eseconjunto de situaciones y de afectos entrecruzados lo habían convertido en un adictoa su novia, en una especie de yonqui que necesitaba oírla, verla o tocarla para podertranquilizarse. Por eso el viaje de Carmen lo hizo pedazos y él pudo comprobar encarne propia que estaba sufriendo de un síndrome de abstinencia. Se levantaba a lamadrugada y olía como un animal las camisetas que alguna vez ella se había puesto,buscando entre la tela algún rastro, aunque fuera mínimo, de ese cuerpo que él amabacon desesperación. Y cuando, en efecto, reconocía ese aroma frutal de muchacha enpleno despertar hormonal, entonces se masturbaba una y otra vez hasta quedaragotado, hasta que le dolía el sexo y, con la pijama mojada de semen y los ojos llenosde lágrimas, podía recuperar el sueño hasta la mañana siguiente. La llamaba cada diezo quince minutos, le preguntaba por ella a la empleada del servicio o a cualquiera quelevantara la bocina, y no sentía vergüenza cuando cualquiera, por enésima vez, lerepetía: No, Daniel, no ha llegado todavía. Por fin ella entraba a su casa y pasaba alteléfono a saludarlo. Solo entonces podía respirar con tranquilidad, calmarse,recuperar algo de control sobre sí mismo.El paso de las semanas fue acostumbrando su cuerpo a la ausencia, enseñándole avivir sin ella, a no tenerla a su lado. Pero fue un aprendizaje doloroso, cruel, que ledejó heridas imborrables de allí en adelante.Luego de graduarse en la universidad con una tesis genial, cuando Daniel creíaque ya estaba al otro lado y que su vida volvía a ser suya después de la brutalseparación de Carmen, un buen día, sin previo aviso, sin notas de explicación, sinllamadas, sin nada, Alicia, su madre, desapareció sin dejar rastros. La ropa estaba intacta, las cuentas bancarias no habían sido tocadas y las maletas que acostumbrabausar para viajar estaban en el mismo armario de siempre.En las horas de la tarde se había encontrado con una amiga para tomar el té, habíacomprado una torta para la casa en una pastelería francesa en la calle 85 con lacarrera 15, y después se había esfumado en el aire. Las compañías de taxis noreportaban ninguna carrera desde esas coordenadas hasta Santa Bárbara norte, dondevivía la familia de Daniel. Los conductores de buses tampoco recordaban haberrecogido a una señora elegante con una torta en la mano. Fueron unas horas muyamargas sin saber el paradero de Alicia y con el presentimiento de que una desgraciaestaba a punto de manifestarse: un accidente, un robo o incluso un secuestro.Daniel hizo un largo paréntesis y me contó que para que yo entendiera bien lasituación tenía que explicarme cómo era la relación con su padre. Karl Klein habíallegado de Alemania recién terminada la Segunda Guerra. Se había casado con Aliciaunos años después. La colonia de inmigrantes de su país lo había protegido y apoyadomientras él ponía unos negocios de importación de herramientas de ferretería. Desdeel comienzo de su matrimonio, Karl se había mostrado como un individuo déspota,arrogante y violento. Alicia, criada en colegios de monjas y educada en unauniversidad católica, tenía una inclinación a ser resignada, a creer que un matrimonioera una prueba espiritual, a esperar que su esposo cambiara en algún momento suconducta. Ese tipo de psicología lo que hizo fue agravar la situación y multiplicar eldesprecio que Karl sentía por ella. El embarazo de Daniel fue una pesadilla, sinatenciones, sin cuidados médicos, sin la ternura necesaria para soportar los dolores ylas depresiones. Karl no hacía sino alabar la fortaleza de las mujeres alemanas, de sumadre y de sus abuelas, mujeres que no se quejaban y que parían incluso en loscampos de batalla, mientras las ciudades eran arrasadas y bombardeadas. Aliciaaguantó como pudo y desde entonces Daniel fue su ilusión, la dulzura que le hacíafalta, la dosis de candor y de afecto que necesitaba para equilibrar esa vida hosca yáspera de un marido intratable.Daniel recordaba que desde niño había sentido miedo hacia ese hombre alto y depelo rubio que gritaba a voz en cuello, que manoteaba por cualquier cosa, quelanzaba las cosas al piso hasta hacerlas pedazos. Muchas veces vio cómo agarraba asu madre del cabello, la golpeaba brutalmente y después la encerraba con llave en elcuarto principal para que no pudiera pedir ayuda por teléfono a amigos o familiares.También la emprendía en contra de Daniel y solía darle unas palizas salvajes con uncinturón de cuero que guardaba especialmente para esas ocasiones. En esos casosAlicia se metía entre el niño y él, y le suplicaba entre sollozos:—Al niño no, Karl, por favor, déjalo en paz, no le vayas a pegar.Eso enardecía aún más al gigante rubio que, con el pretexto de que su hijo nofuera a ser maricón en el futuro, se lanzaba contra él y le propinaba latigazos a diestray siniestra hasta quedar él mismo agotado y sudoroso. Así fue creciendo dentro de Daniel un odio visceral, profundo, enquistado en lomás íntimo de su ser. Ese hombre que era su padre nunca tuvo hacia él un gesto decariño, un detalle, una voz de aliento. Para ese juez poseído y demoníaco ningunabuena calificación en el colegio era suficiente, ningún logro deportivo era pararesaltar, ninguna carta de felicitación de sus maestros era sincera. Para Karl Kleinvivir en Colombia había sido un castigo de los dioses, una auténtica tortura, y casarsey tener un hijo con esta sangre infame los consideraba el acto de degradación másvergonzante de toda su existencia. Si los colombianos eran ladrones, pícaros, flojos ytraicioneros, su mujer y su hijo, como buenos exponentes de esta tierra, eran el mejorejemplo de una raza menor, bruta y perezosa, que él tenía que soportar como un malkarma que le venía quién sabe de qué deidad infernal.Con esa mentalidad, como es de suponer, el señor Klein maltrató a sus empleadosdesde un comienzo, los trataba de hampones y estafadores, les cancelaba loscontratos en cualquier arranque de mal genio y los echaba a la calle sin pagarles lasprestaciones a las cuales tenían derecho. Las empleadas del servicio domésticotampoco duraban en la casa, pues tarde o temprano les gritaba que eran unas putas,unas mañosas, unas perras de la peor calaña, y les levantaba el puño en el aireamenazándolas con que las golpearía en el caso de que siguieran haciendo los oficiosmal o a medias.Muchas veces, conversando con algún otro exiliado por teléfono, Karl Kleindejaba de hablar en español y se pasaba al alemán (idioma que Daniel entendía a laperfección) para decirle que maldita la hora en que se había venido a este agujerosubdesarrollado a tener descendencia con una mujerzuela que, en lugar de darle unhijo brillante y atlético, lo que había hecho era engendrar un maricón fracasado ydébil de carácter. Para empeorar aún más la situación, decía que no podía teneramigos entre esta gentuza ignorante y tramposa, y que por eso estaba empezando aenvejecer solo, sin poder hablar con nadie, perdido en la mitad de un territorio demierda y alejado de cualquier atisbo de auténtica civilización.La realidad era que Klein tenía una conciencia exagerada de su propio valor, tantoa nivel físico como a nivel intelectual, y que sufría de una megalomanía enfermiza. Ycon ese argumento, diciendo que era un paciente psiquiátrico que no se dejabadiagnosticar para poder ayudarlo, la madre de Daniel, Alicia, terminaba excusándoletodos los maltratos que sufrían no solo ella y su hijo, sino también los vecinos, eljardinero, los cajeros de los supermercados o los obreros cuando tenían que taparunas goteras o arreglar cualquier daño casero.Fue así como al interior de Daniel se fueron creando unos deseos de enfrentar aese ser engreído y narcisista que se había aprovechado de su debilidad infantil paramasacrarlo como le había dado la gana. Desde los doce o trece años soñaba conmatarlo, acariciaba la idea una y otra vez, lo planeaba con meticulosidad. Aún nopodía porque no había crecido lo suficiente, pero ya llegaría el momento. Y, en efecto, llegó. Fue justo el día de su cumpleaños número dieciséis. KarlKlein, siguiendo la tradición que él mismo había impuesto, no solo no le dio nada deregalo a su hijo, sino que prohibió comprar la torta y celebrar la fecha. Alicia sugirióentonces salir a comer a un restaurante en las horas de la noche.—¿Pero es que estamos acaso para botar la plata como si fuéramos millonarios?—gritó él enfurecido, con ese acento alemán que no había perdido aún después devivir tantos años en Colombia—. Que trabaje, ya es hora, que se busque un empleocomo cualquier hombre hecho y derecho, y que no se crea que yo lo voy a mantenertoda la vida. Es un vago, un sinvergüenza, y con ese pelo largo no parece un hombre,sino un maricón, una colegiala.Daniel estaba en su cuarto escuchando a una banda de rock pesado, pero se habíaacercado a las escaleras del segundo piso y alcanzó a oír la perorata en contra suya.Las manos le temblaban de la rabia. Ya medía un metro con noventa y se la pasabalevantando pesas dos horas diarias cuando llegaba del colegio. Bajó las escaleras endos saltos y se plantó frente a su padre en la cocina, donde el viejo estabamaldiciendo y manoteando. Lo miró a los ojos y se le hizo a un metro de distancia,con todos los músculos del cuerpo tensos y listos para entrar en combate.—Escúcheme bien, pedazo de hijueputa —le dijo Daniel en voz baja,controlándose al máximo para no agarrarse con él a puñetazos—. Es usted el quetiene que agradecer que no lo hayan dejado solo. Agradezca que le hacen un plato decomida todos los días y que le arreglan su ropa. Porque un día nos iremos de aquí yusted va a envejecer como un indigente, como lo que es, un miserable de mierda.Mientras llega ese día, si vuelve a pegarle a mi mamá o si intenta pegarme a mí,prepárese, porque le voy a romper todos los huesos del cuerpo. Queda advertido,maestro...Y Daniel lo señaló con el dedo índice, después se señaló él mismo sus ojos y ledijo respirando como un animal enjaulado, como una bestia hambrienta de sangre:—Le estoy respirando en la nuca.Karl Klein se dio cuenta de que su hijo no estaba alardeando y se quedó quieto,sin decir una sola palabra, sin golpear una puerta, sin arrojar un solo plato al suelo,como era su costumbre.Rememorando cada detalle de ese momento, Daniel me dijo en el teléfono en untono de voz que dejaba traslucir la ira extrema que por entonces lo había embargado:—¡Miegda!, ese día me hice hombre, Mario. Ingresé en la adultez a punto deconvertirme en un asesino.A partir de ese cumpleaños de su hijo, el viejo Klein se aisló aún más, se apropióde un cuarto en el primer piso, una especie de estudio que tenía para hacer suscuentas y escribir a máquina, y se mudó a ese lugar sin darle explicaciones a nadie.Fue un alivio para todos, aunque seguía farfullando sus insultos y maldiciendo al paísentero. Alicia, por su parte, agradeció esa tregua que se le presentaba, construyó su tallerde pintura y escultura al fondo del patio, y se matriculó en ciertos cursos de Cábala ymisticismo antiguo que enriquecían su trabajo como artista plástica.Por eso, cuando ella desapareció, el viejo Klein apenas se preocupó e hizo comosi el asunto no fuera con él. Cumplió con los requisitos mínimos haciendo cara deaburrido y mirando el reloj a cada rato, como si buscar a esa mujer le estuvieraimpidiendo estar cómodamente instalado en su casa, disfrutando de una buena cena yde una cama bien abrigada.El que estuvo a cargo en realidad de la búsqueda de Alicia fue Daniel. Llamó a lapolicía, puso los denuncios obligatorios, visitó las comisarías de policía y lasmorgues de los hospitales, y nada, su madre no apareció por ninguna parte. Investigópistas reales (la cita con la amiga, la compra de la torta) y pistas falsas que la gente,en actos de irresponsabilidad, inventaba solo para darse aires de importancia. Todofue en vano. Entonces mandó imprimir mil fotografías de Alicia en unos cartelesdonde estaban el nombre completo de ella, el número telefónico de la casa, y ofrecióuna recompensa que no sabía de dónde la iba a sacar, porque cuando el viejo Klein seenteró del monto, le dijo con ese aire de suficiencia que nunca lo abandonaba:—Espero que pueda pagar la recompensa, porque yo no tengo plata.—Si nos toca pagar esa plata —le respondió Daniel haciéndosele cerca ymirándolo a los ojos— usted la consigue como sea, aunque nos toque vender la casa.Así es que vaya preparándose.Klein se encerró en su cuarto murmurando maldiciones y no volvió a haceralusión al tema.Una noche, hacia las once, el teléfono timbró y Daniel contestó. Era una vozfemenina muy asustada que hablaba en secreto, como si temiera ser escuchada porotros: —¿Casa de la familia Klein?—Sí, soy Daniel Klein, qué se le ofrece.—Tengo información sobre el paradero de la señora Alicia Klein.—Sí, dígame.—¿La recompensa me la van a pagar en efectivo?Daniel recordó las palabras de su padre y dijo con la mayor seguridad de la quefue capaz:—Como usted lo prefiera. Si quiere en efectivo, hacemos un retiro en el banco yle entregamos la plata peso sobre peso. Y si prefiere un cheque a su nombre, no hayproblema, así lo haremos.—Sé dónde está esa señora.—Si la información es correcta, cuente con la recompensa.Entonces Daniel tomó los datos de la informante con número de cédula y copióuna dirección en el centro de la ciudad, el dato de un apartamento en un edificio viejode la zona de tolerancia. —Ahí la tienen encerrada —dijo la mujer en voz baja—. La vi esta mañana através de las cortinas. Solo la dejan acercarse de vez en cuando a tomar un poco desol en la ventana.Daniel llamó a la policía enseguida y esa misma noche se montó un operativo. Miamigo viajó en una de las patrullas hasta el lugar donde supuestamente estabasecuestrada su madre. Era un antro sobre la Avenida Caracas, un inquilinato dondevivían prostitutas, travestis y traficantes de poca monta de cocaína y de bazuco. Elallanamiento fue una acción relámpago en la que dieron con varias bolsas de droga enel primer piso, justo a la entrada de la edificación. Luego subieron las escaleras y enel segundo piso, en el apartamento señalado por la informante, encontraron a unamujer con las mismas características de Alicia amarrada a una cama. Los agentesllamaron a Daniel para que hiciera un reconocimiento. El parecido era asombroso: lamisma estatura, los mismos rasgos, la misma cabellera. Parecía un doble de AliciaKlein. Más tarde se aclararía la situación: se trataba de un marido celoso quetrabajaba de noche y que prefería amarrar a su mujer y cerrar la puerta con candadoque correr posibles riesgos de infidelidades. La mujer no quiso presentar cargoscontra su esposo y los agentes detuvieron a los traficantes del primer piso y tuvieronque dejar tranquilos tanto al celoso compulsivo como a su víctima.Daniel se quedó afuera, en la calle, tomando aire. Nunca había entrado en unlugar donde los olores fueran tan agrios y donde la pobreza saltara a la vista en lospisos aceitosos, en las paredes descascaradas, en esa atmósfera de sordidez y declandestinidad que se respiraba por los corredores oscuros del viejo edificio. El solohecho de suponer que su madre podía estar en un lugar similar le hizo temblar laspiernas y le dio mareo. Esa escena había sido su primera incursión en los bajosfondos, su primer contacto real con la miserable condición humana de su ciudad.Otro día llamó el dueño de un almacén en el mercado público de San Victorino yaseguró que tenía los datos de la mujer de los carteles. Exigió también la recompensaen el caso de que la información fuera correcta. Daniel aseguró, como siempre, elpago. El hombre dijo con cierto desparpajo:—Yo creo que la emburundangaron, hermanito. Venga a las cinco aquí, alalmacén. Ella pide limosna a esa hora en esta calle y después duerme en un lote vacíoque queda a la vuelta. Traiga la platica completa, eso sí.La sola alusión a que su madre había sido drogada con escopolamina le llenó losojos de lágrimas a Daniel. Después se le ocurrió que podía tratarse de una trampapara robarlo y entonces prefirió llamar a la policía e ir escoltado por ellos. Sinembargo, cuando ya estuvo en el lugar para el reconocimiento, resultó ser una falsaalarma: de nuevo era una mujer parecida a Alicia, con un aire de alcurnia venida amenos. La mujer dijo que le habían asesinado a su familia, que era adicta al bazuco yque no se mataba porque era creyente y no quería irse para el infierno. Daniel saliódel lugar harto de tanto horror, con la cabeza a punto de estallar, y cuando nadie lovio se recostó en una pared y vomitó. Cada día había una llamada o un mensaje que lo lanzaba sobre pistas falsas.Mientras tanto, la única verdad era que Alicia no aparecía y que cada vez se alejabamás la posibilidad de encontrarla y de saber qué le había sucedido.Lo curioso de ese tiempo fue que Daniel se empezó a conectar con el país real,con el dolor de los otros, con la pobreza, con el hambre, con la necesidad. Variasveces se perdió entre barrios marginales, recorriendo las calles al azar con la secretaesperanza de encontrar a su madre, de verla, de reconocerla. Lo único con lo que setropezaba era una sociedad que aguantaba como podía la marginación y eldesempleo, calles polvorientas, casas improvisadas sobre barrancos y canteras,refugios de cartón y de metal, basureros, rostros de niños subalimentados que lomiraban con curiosidad, pues su estatura y su melena rubia lo convertían en un sujetoraro, en una extravagancia. En varias ocasiones tuvo que salir corriendo porquejóvenes pandilleros lo veían como un extranjero perdido al que podían robar confacilidad.Recuerdo que en esa conversación Daniel me dijo con algo de tristeza en la voz:—El vacío que dejó en mí la ausencia de mi madre me sacó de la burbuja en laque había vivido hasta entonces y me obligó a salir a la calle y a reconocer dóndevivía yo en realidad, quiénes eran mis compatriotas, qué era eso que se llamabaAmérica Latina, mi continente. Perder a mi madre fue salir por segunda vez del útero,nacer de nuevo, iniciarme en un misterio: cuáles son los rostros de los otros, cómo sellaman, qué piensan. Y gracias a ese viaje en busca de mi propia gente, me pudepreguntar lo que hasta entonces no había sido capaz de preguntarme: ¿quién era yo,qué quería hacer en la vida, cuál era el sentido profundo de mi existencia? Como silos otros me hubieran servido de espejo para poder mirar de cerca mi propia cara.Daniel solía acercarse a los barrios periféricos de Bogotá, tomarse un café enalguna tienda, sentarse por ahí en los parques, e intentaba hablar con los vecinos decierta edad (que eran más dados a conversar) para ver si conseguía cualquierinformación clave que lo condujera al paradero de Alicia. Después de que ya eraconocido por algunos de los habitantes del sector, pegaba entonces sus carteles con lafoto de su madre y hacía correr la voz de la recompensa. Era en ese momento cuandotenía que salir corriendo para evitar que las pandillas y los ladrones profesionales loagarraran para robarlo o incluso detenerlo.Una tarde, sentado en un banco con los carteles sobre las piernas, vio un grafitisencillo que, sin embargo, lo impactó. Decía: ¿Dónde está Jesús? Se preguntó quiénhabía escrito en el muro esa frase tan sencilla y tan punzante al mismo tiempo.Entendió perfectamente el asunto: ¿Dónde estaban la justicia, el amor, la paz, laigualdad? ¿Dónde estaban la posibilidad de redención, la solidaridad, el perdón? ¿Nohabía dicho Jesús que los últimos serían los primeros? ¿No había enunciado el hijo deDios que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja, que un ricoentrara en el reino de los cielos? Bien, ¿dónde estaba ese paraíso de los pobres, dóndeestaba ese cielo para los desposeídos? Era una pregunta inquietante. ¿Se había olvidado Jesús de lugares como ese barrio, cordones de miseria que no existían en losmapas? ¿Visitaba Jesús el Tercer Mundo? Era una pregunta puntual, precisa, sinarandelas. Y lo peor: una pregunta que no había cómo responder.A lo largo de esos meses agobiantes lo más difícil para Daniel fue lidiar con untipo de delincuentes complejos y retorcidos: los estafadores que, aprovechándose dela situación, fingían un secuestro para ver si podían alzarse con un buen dinero. Laprimera llamada de ese estilo la recibió a la madrugada. Era una voz fingida quehablaba seguramente a través de un trapo y que pretendía ser amenazante:—¿Familia Klein?—Sí, habla Daniel.—¿Qué es usted de Alicia Klein?—Soy su único hijo.—Tenemos a su mamá, hijueputa, y si no pagan el rescate se la vamos a regresaren pedacitos.—¿Ella está bien?—No por mucho tiempo, hermanito. Necesitamos un billete largo. Y rápido, noestamos para maricadas.—¿Cómo sé que sí está bien de salud?—Váyase a la mierda, riquito. Necesitamos un millón de dólares, en efectivo, sintrampas porque o si no su mamacita se muere. Hable con su papá, dígale que consigael billete para pasado mañana. Nosotros lo llamamos mañana y le decimos dónde esel cruce.—Está bien.—Y pilas con avisarle a la policía si no quiere que su vieja se muera como unperro.Ese era el tono de las conversaciones. También estaban los que fingían que ellaestaba al fondo y ponían a gritar y a suplicar a una mujer. Torturaban a Daniel en elteléfono diciéndole que la estaban manoseando y que si no conseguían el dinero laiban a violar y a descuartizar. Eran noches espantosas, infernales, en las que habíaque aguantar de la mejor manera posible para no enloquecerse. De todos modos, eldesgaste era evidente y la salud de Daniel se resintió después de tantos meses de estarbajo una presión semejante.Un teniente de la policía le dio la clave a Daniel para poder avanzar en lasconversaciones con los supuestos secuestradores: era imprescindible una prueba desupervivencia, una foto, una prenda, un anillo, una grabación donde quedara claroque ella sí estaba secuestrada y aún con vida. A esa estrategia se ciñó mi amigo parapoder aguantar los insultos y las amenazas de esa horda de desconocidos quedisfrutaba martirizándolo por teléfono.—Malparido, la que va a pagar su posecita de sobrado es su mamá —le repetíanen la línea cuando él exigía la prueba.—Sin prueba no hay negociación —decía Daniel impertérrito una y otra vez. —La vamos a violar, cabrón, y después le mandamos la prueba de que sí nos lacomimos entre todos —decían esas voces masculinas que gozaban con la situación yque seguramente se excitaban mientras amenazaban a ese hijo que recorría la ciudada pie pegando carteles en busca de su madre.—¡Miegda!, hagan lo que les dé la gana —gritaba Daniel exasperado y colgaba.Luego desenchufaba el teléfono para poder dormir.Una tarde la propia empleada del servicio doméstico de la casa de Daniel seacercó a él y, después de muchos titubeos, le confesó que unos tipos que habíanvivido en su barrio la habían contactado para decirle que tenían a su patrona y que lanecesitaban para que sirviera de enlace con la familia.—¿Hace cuánto fue esto, Rosa? —le preguntó Daniel tomándose más en serio lasituación porque se trataba de alguien que hacía parte de la casa.—El domingo, don Daniel —dijo la mujer nerviosa, con las manos apretadas enel delantal.—¿Qué más dijeron?—Que ellos la habían capturado y que yo tenía que hablar con ustedes para pedirel rescate.—¿Tienen pruebas de supervivencia?—Yo no sé nada, don Daniel.—¿Y dónde viven esos tipos?—No sé, don Daniel. Antes vivían en el barrio, pero ya no.—¿Quiénes son?—Malandros, don Daniel.—Bueno, ponme mucha atención, Rosa: diles que sí, que les vamos a pagar loque ellos digan, pero que primero necesitamos una prueba de que ella está viva. Unafoto sería ideal, pero si no cualquier cosa: su saco, un zapato, el collar que llevaba esedía. ¿Entiendes, Rosa?—Sí, señor.—Diles eso, diles que esa prueba la pueden mandar contigo.—Yo no quiero terminar metida en la cárcel, don Daniel —aseguró Rosa con lacabeza baja, a punto de llorar.—Tranquila, nadie te va a meter en problemas. Yo no le voy a decir nada a lapolicía. Solo necesitamos confirmar que ellos sí la tienen. ¿Me vas a ayudar?—Sí, señor, cómo no...Unos días después esa empleada desapareció por completo y la policía solo pudoaveriguar que se había ido para el campo en busca de su casa paterna. Los supuestossecuestradores nunca se pusieron en contacto.Una idea que atormentaba a Daniel era que su madre hubiera muerto, en efecto,secuestrada, y que los captores la hubieran enterrado por ahí en algún loteabandonado con tal de no dejar huellas. El solo hecho de imaginarla amarrada oencadenada en un sótano maloliente, violada, torturada, sin comer, chapoteando entre sus propios excrementos, lo hacía llorar horas enteras con la cabeza enterrada en laalmohada.Una noche, exasperado por la presión y sintiéndose muy solo en esa batalla endonde solo había derrotas, Daniel buscó acercarse a su padre en busca de un poco deapoyo. La frase del viejo Klein lo dejó sin aliento:—Se habrá ido con otro. Casos hay muchos.No supo qué contestar. Le dieron ganas de lanzarse sobre él y desahogarse atrompadas en ese miserable que era capaz de pensar una canallada semejante porparte de Alicia. Pero luego, en cuestión de segundos, una profunda depresión lo dejóhundido en el sillón donde estaba. No se sintió capaz ni siquiera de ponerse de pie,sentía que las piernas no lo iban a sostener. Sin planearlo, el viejo Klein habíarevivido en un instante la historia de Carmen y había metido el bisturí hasta el fondode esa herida. ¿Era capaz Alicia de comportarse como Carmen y de emprender unafuga dejando atrás a su hijo bienamado? ¿Tanto su novia como su madre se habíancansado de él y habían preferido ser felices en otro país, lejos de su compañía? ¿Eranlas mujeres así, impredecibles en sus afectos y dadas a escapar de un día para otro sinescuchar razones y sin sentirse culpables? ¿Era posible que Alicia tuviera un amante,una relación secreta, y hubiera tomado la decisión, después de ver a su hijo ya grandey universitario, de rehacer su vida en brazos de ese desconocido? Lo que hería aDaniel de esa hipótesis planteada por su padre era que él no solo hubiera aprobadoesa fuga, sino que la hubiera celebrado. Huir de Karl Klein y de esa vida miserableera un gesto de salud física y psicológica, ¿pero por qué tenía que alejarse de él, suhijo, que tanto la amaba? Y esa sombra del doble abandono, el de Carmen y el deAlicia, lo terminó de hundir en unos estados de ánimo depresivos que lo acercaronpeligrosamente a una crisis nerviosa.Fue por esos días que Daniel recordó la peor escena de su infancia. Era unepisodio que le había revelado una faceta, hasta entonces ignorada por él, de esaturbia relación entre sus padres. El pequeño Daniel tenía diez años y Alicia, como decostumbre, acababa de ser abofeteada por su marido. La diferencia estuvo en que, enlugar de acobardarse y de quedarse callada, en esa ocasión se defendió y le arrojó a lacara lo que fue encontrando a su paso: floreros, ceniceros, platos, un teléfono. Alicialloraba pero al mismo tiempo se enfrentaba como podía a ese enemigo que no habíahecho sino humillarla y golpearla a lo largo de sus años de matrimonio. Finalmente seatrincheró en el cuarto del servicio y cerró la puerta con candado. El viejo Kleinintentó echar la puerta abajo, pero no pudo. Del otro lado se escuchaban los gemidostambién de la empleada, que seguramente estaba muerta de pánico. El alemán, yacansado de vociferar y de patear la puerta, se rindió y dijo antes de subir al segundopiso a descansar:—Eso, quédese ahí, ese es el lugar que le corresponde.Daniel había sido testigo de la pelea desde su cuarto, agazapado detrás de su camay escuchando los insultos mientras temblaba de miedo. Luego se había ido a la cama y, al rato, cuando creyó que su padre ya estaba dormido, bajó las escaleras concuidado, caminó hasta el cuarto de la empleada y tocó a la puerta con suavidad:—Mamá, soy yo.Alicia abrió enseguida, lo abrazó, lo besó y le dijo que se cambiara de afánporque se iban de la casa. En efecto, con su hijo en una mano y con la empleada delservicio en la otra, Alicia agarró su cartera y salió de la casa sin hacer ruido. Luegotomaron un taxi en la calle y ella le explicó al taxista que necesitaba ir a Cajicá, en lasafueras de la ciudad. Este le pidió una paga extra porque era una carrera por fuera delperímetro urbano y ella le contestó que sí, que no había problema.La casa de Cajicá era un lugar para pasar los fines de semana y las vacaciones.Karl Klein había descubierto que era más barato tener esa propiedad y aprovecharlatres o cuatro meses al año, que pagar tiquetes de avión, hoteles y restaurantes. Ledaba un salario miserable a una pareja de campesinos que vivían al lado para que sela cuidaran, y a veces, los fines de semana y los puentes, se iba solo para allá con talde alejarse de esa vida familiar que lo asfixiaba en Bogotá.Alicia despertó a los campesinos para que le abrieran la casa, se excusó por lahora, les prometió una bonificación por semejante molestia y se instaló con laempleada y con Daniel en los cuartos del segundo piso. En las horas de la madrugadase escuchó el ruido de un auto y el viejo Klein apareció enfurecido a continuar lapelea. Alegaba que esa era su casa, su refugio, el único lugar del mundo que teníapara estar solo, y que era el colmo que a Alicia se le hubiera ocurrido usurpar de esamanera tan vulgar y tan grosera su privacidad. Otra vez llegaron los manotazos y losalaridos, y, en medio del fragor del nuevo enfrentamiento, surgieron esas frases queDaniel nunca olvidaría y que tanto daño le harían a lo largo de su vida.—Mañana mismo empiezo los trámites del divorcio —dijo Alicia con las mejillasinflamadas y los labios reventados.—Levantada, usted lo que quiere es mi dinero, ¿me cree estúpido? —respondió elviejo con ese acento alemán que le impregnaba al español una dosis de dureza militar.—Yo solo quiero paz para mi vida y la de mi hijo —dijo Alicia mientras selimpiaba la sangre de la boca.—Usted planeó todo esto para ascender socialmente, pero se equivocó, yo no soyningún idiota útil —vociferó el alemán con los ojos encendidos aún por la rabia.—Es mejor divorciarnos antes de que usted me mate a mí o al niño —dijo Aliciacon la voz apagada.—En Alemania usted no sería más que una sirvienta o una cocinera —gritó Kleincon desprecio.—Váyase, Karl, váyase para Bogotá y hablamos mañana con calma —suplicóAlicia temiendo que la situación se agravara aún más.—A mí no me diga lo que tengo que hacer —dijo el viejo manoteando de nuevopor encima de la cabeza de su esposa—. Lo que me faltaba, que una mujer de su claseme venga a estas alturas a mandar. La madre de Daniel guardó silencio para evitar que la temperatura de la peleacontinuara caldeándose y uno de los dos perdiera la cabeza e hiriera de gravedad omatara al otro. Ese silencio exasperó a Klein y fue entonces cuando aseguró entreescupitajos que caían al suelo como una muestra de su desprecio:—Usted es como todas las mestizas de este país de mierda: una oportunistacazando extranjeros, una puta que se deja preñar de algún extranjero adinerado.Abren las piernas con una sonrisa, mienten, engañan, logran quedar preñadas a puntade artimañas y después se hacen las víctimas para alcanzar sus objetivos. ¿Pero sabequé? No le va a quedar un solo centavo, ni usted ni ese bastardo heredarán un peso.—Daniel no es ningún bastardo —reviró Alicia ofendida por el insulto—. Ustedes su padre, le guste o no.—Yo no sé de quién es hijo este miserable —gritó de nuevo el alemán mientrasescupía muy cerca del niño—. Usted, con sus mañas, me engañó y quedó preñadasolo para chantajearme. Le dije mil veces que abortara y usted se negó. Claro, creyóque me había agarrado y que había logrado dinero y ascenso social. Pero se equivocó,yo no soy como los demás ingenuos que se dejan chantajear de por vida. Un día mevoy a largar de este hueco con toda mi plata y la voy a dejar con ese bastardo paraque busquen al verdadero padre y le saquen hasta el hígado.Alicia se dio cuenta de que Daniel acababa de escuchar toda la pelea parado en unrincón, con la boca abierta y registrando esas palabras que lo acompañarían demanera vergonzante a lo largo de toda su vida.—Haga lo que quiera —dijo sollozando—. Lárguese y déjenos en paz.—¡Mierda!, no sé por qué no la maté cuando pude —vociferó el viejo Kleindando un paso hacia atrás—. Debí eliminarla cuando estaba embarazada, así mehubiera librado de ustedes dos al tiempo.Fue ese día que Daniel descubrió que era un hijo no deseado y que su padrehubiera preferido un aborto a tenerlo a él como su descendencia.En algún momento me pregunté si el trauma de ese día no se reflejaba en lapronunciación nerviosa de Daniel cuando decía «¡Miegda!», pues quizás su padrehabía pronunciado esa palabra con la ere gutural, como tantos otros alemanes. No erauna pose afrancesada que imitara a Cortázar, sino el reflejo de un miedo infantil, deuna humillación que había sentido al ser no solo negado por su padre, sinoconsiderado como un lastre, como un obstáculo.Ahora, Klein tenía todo el derecho de no quererlo, de no sentir nada hacia esevástago que era producto de una decisión unilateral, no concertada, pero no podíanegar que era hijo suyo: la altura, la melena rubia, la dureza en la mirada, los gestos,la nariz protuberante y la sonrisa de una cierta melancolía oculta delataban laprofunda relación que existía entre padre e hijo. Podía no quererlo, pues el afecto nose puede decretar, no se impone. Pero había mucha bajeza en llamarlo bastardo. Kleinse rebajaba a sí mismo y mostraba un exceso de ruindad al negar de esa maneradespiadada a su propio hijo. Por eso ahora, mientras Daniel recorría la ciudad poniendo sus carteles en buscade Alicia e intentando de una forma o de otra dar con el paradero de su madredesaparecida, recordó ese episodio de su infancia y se dijo algo que no había queridoenfrentar: que Karl Klein era un sospechoso como cualquier otro en el caso, que lahabía amenazado de muerte, que la detestaba, que quizás era el cerebro que estabadetrás de ese misterio indescifrable. La actitud despreocupada que había asumido y latranquilidad casi jovial lo delataban como alguien que podía estar implicado de unmodo directo o indirecto.A partir del día en que hizo esa reflexión, Daniel se propuso seguir a su padre sinque este se diera cuenta, vigilarlo, escuchar sus conversaciones, mirar con quiénestaba en contacto, con quién se reunía, qué planes tenía para el futuro, descubrir siescondía alguna amante con quien pensara fugarse del país para rehacer su vida enotra parte.Las primeras pesquisas no mostraron nada irregular. Klein se limitaba a trabajar, areunirse con los socios alemanes con los cuales importaba herramientas de Alemania,a revisar las bodegas donde almacenaban la mercancía, a discutir con los repartidoresque entregaban el material tarde en los almacenes, a pagar sobornos para que lasautoridades aduaneras le otorgaran los permisos correspondientes. Era la vidacaracterística de un comerciante que defendía su espacio para hacer un poco defortuna.Sin embargo, la noche de un viernes el viejo Klein sacó el carro en horas de lanoche y salió de la casa sin anunciar para dónde se iba ni con quién. Daniel agarró untaxi en la esquina de su casa y le dio la orden al taxista de que siguiera el carro de supadre. El tipo, feliz con la situación, le pidió un dinero extra alegando que si lapolicía lo pillaba haciendo seguimientos ilegales lo podían encerrar en la cárcel.Daniel aceptó enseguida con tal de no perder el rastro que estaba dejando el alemán.El viejo Klein empezó a dar vueltas alrededor de las calles de El Lago,recorriendo la carrera 15 una y otra vez, acelerando y desacelerando en las esquinas,yendo y viniendo, repitiendo la misma ruta de manera incansable, subiendo y bajandocomo si se tratara de un ejercicio maquinal. El taxista sonrió con socarronería y dijo:—Tenaz, viejito, el cucho está de cacería.Al principio, por estar con los ojos atentos al carro de su padre, Daniel noentendió la expresión. Después desvió la mirada hacia los andenes y comprendió.Parados debajo de los parasoles de los almacenes de ropa o de calzado, agazapadosen las entradas de los bancos, caminando desprevenidamente por las aceras osentados en los paraderos de servicio público había una multitud de muchachos conjeans apretados y chaquetas de colores esperando algún cliente que los recogiera. Noera una zona de tolerancia como tal. Todo sucedía casualmente, como si se tratara dejóvenes que acabaran de salir de las tabernas del sector, o de estudiantes queaguardaran por un taxi o por otros amigos que llegarían en cualquier momento paraseguir de juerga en las discotecas del barrio. Daniel no tenía experiencia en la vida callejera. Se la pasaba metido entre suslibros, y la verdad es que las drogas, el alcohol y las experiencias marginales no lellamaban la atención. Por eso no tenía ni idea de lo que estaba pasando en esas callesni supo interpretar los movimientos tan extraños de su padre. Fue de nuevo la voz deltaxista la que lo ubicó en la escena:—Fresco, viejito, esto es normal. Hay ciertos veteranos que con los años les dejande atraer las nenas y les empiezan a gustar los sardinos.Daniel no podía creer lo que estaba mirando. Jamás se le hubiera ocurrido que supadre, ese viejo alemán autoritario que hacía la apología de la fuerza y la virilidad atoda hora, tuviera esos gustos y escondiera una vida de homosexual clandestino. Eraimposible. Tenía que existir otra explicación. Pero no, los hechos demostraban, comodecía el taxista, que el viejo Klein estaba buscando entre los jovencitos del sectoralguno que le gustara de verdad para recogerlo en su carro. Y así lo hizo a los veinteminutos de estar rondando esas calles de un lado para el otro.En la esquina de la carrera 15 con la calle 76 paró el carro y un jovencito de unosdieciséis años vestido con unos jeans ajustados y una camiseta a la altura del ombligose acercó a la ventana del copiloto. El alemán bajó el vidrio y conversó con elmuchacho.—El cucho está negociando, maestro —dijo el taxista, divertido con la situación—. Se nota que es tacaño: eligió a uno de los más baratos.Daniel sentía que la cabeza se le iba a estallar. Un dolor agudo le recorrió la frentey parte de la cara.—Si tiene cámara, hermanito, es el momento de cogerlo con las manos en la masa—siguió diciendo el taxista con ánimo detectivesco.Klein abrió la puerta del copiloto y el joven se subió. El carro bajó por la calle 76para tomar la Avenida Caracas hacia el sur. A la altura de la calle 60 dobló a manoderecha y entró sorpresivamente en un motel.—A la camita —dijo el taxista frenando en la esquina y esperando órdenes deDaniel, que pagó la carrera más el excedente y se bajó ahí mismo. No sabía paradónde coger, pero sí estaba seguro de algo: quería deshacerse del taxista, de esetestigo incómodo de un suceso tan bochornoso como el homosexualismo oculto de supadre.Esa noche Daniel permaneció caminando por esas calles mientras su padre sequedaba dentro del motel con el menor de edad. La zona era recorrida por travestis ypor jóvenes gay que esperaban clientes recorriendo los andenes entre bromas yconversaciones apacibles. Mi amigo se dio cuenta de que el motel no era para parejasheterosexuales, sino solo para parejas de hombres que entraban a pasar un ratoagradable aprovechando la oscuridad de esas calles. Al final cruzó la AvenidaCaracas, tomó otro taxi y regresó a su casa con la cabeza embotada y el ánimo por elsuelo. A partir de ese día, Daniel sospechó aún más del viejo Klein y se dijo que ahoraentendía por qué su padre había aceptado casarse con Alicia y mantener a un hijo nodeseado: porque una familia le servía para tapar su vida secreta y ser aceptado sinproblemas en una sociedad tan conservadora y mojigata como la bogotana. Unaesposa y un hijo le fueron útiles para fingir de puertas para afuera que era unindividuo normal, casero, rutinario y digno de confianza en los negocios.Lo más difícil fue seguir viviendo con ese hombre en la misma casa, verlo,desayunar con él, recibir de sus manos la mesada semanal para sus gastos. Un cúmulode preguntas desagradables atormentó a Daniel por esos días: ¿Era su padre solo gay,o era también bisexual? ¿Salía con mujeres de vez en cuando? ¿Cómo había hechoentonces para tener relaciones con Alicia y engendrar un hijo? Y cuando iban losamigos de Daniel a la casa, ¿los miraba con deseo, se sentía atraído por ellos?¿Golpeaba a Alicia y a Daniel de esa forma tan brutal, los torturaba, los odiabaporque en su mentalidad enferma creía que ellos eran los culpables de su infelicidad,los que le impedían gozar de la vida al lado de sus amantes jóvenes? ¿O golpeaba asu esposa y a su hijo para sentirse, al menos momentáneamente, poderoso y viril?No fue fácil para Daniel contarme este descubrimiento que había hecho de unamanera indirecta, pues el objetivo real no había sido escudriñar en la vida sexual desu padre, sino encontrar pistas que lo condujeran al paradero de su madre. Variasveces se le fue la voz y noté que los recuerdos le dolían hasta el punto de dejarlo sinaire. Pero después se recobraba y continuaba hablando con las fuerzas renovadasgracias a la indignación y a la rabia.—Bien, ahora espérame un minuto —me dijo cuando acabó de narrar esteepisodio—. Voy a servirme un trago.—Yo voy a hacer lo mismo —contesté abriendo una botella de ron y dejando caerun chorro en un vaso con hielo.—¡Miegda!, menos mal que estoy solo —comentó Daniel mientras bebía ytomaba un poco de aire—. Mi esposa y mis hijos se fueron a Madrid.—No debimos habernos alejado tantos años —dije sintiendo de repente unatristeza acumulada por ese tiempo en que me había perdido del placer de disfrutar deuna amistad como la de Daniel.—Ahora prepárate —me anunció él suspirando—, porque te voy a contar unahistoria loquísima: mis años místicos, mi búsqueda de Dios. Como había perdido a mipadre en la Tierra, lo empecé a buscar en el cielo.Me senté de nuevo en un sillón de la sala con el vaso de ron en la mano izquierday el teléfono en la derecha. Afuera, las primeras gotas de un fuerte aguaceroempezaron a golpear los ventanales del apartamento.

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