1 - Aquí estoy, aquí siempre he estado

22 1 0
                                    


No fueron pocas las razones de Mérida para irse de aquella casa, cada día sentía más y más que Armando la atacaba, se sentía constantemente amenazada, ella veía sus gestos de desagrado cada dos por tres y no sólo de él, también de la gente que vivía en torno a ellos, su suegra, su cuñada, así que no dudó nunca de que hablaban mal de ella a sus espaldas y esto, más que molestarla la hacía sentirse horrible, sucia. Y por supuesto, esta sensación trajo, entre otras consecuencias, la constante impresión de estar siendo juzgada por todas las personas, ¿hasta dónde podía llegar la satánica red del chisme? Iba por la calle y notaba cómo algunas personas la miraban con cierto desdén, algunos comentarios incluso llegaban a sus oídos.

Mérida pasaba horas y horas llorando, lamentándose y reprochándose constantemente no por haberle hecho caso a esa vocecita en su cabeza que le decía con insistencia que no lo hiciera, que no se fuera con ese hombre, que todo iba a salir mal, que estaba cometiendo un error; ahora la voz le gritaba que era una estúpida, que lo sabía desde el principio, que ahora asumiera sus consecuencias. Qué horrible sensación, esa de estar perdidamente enamorada de un miserable, porque sí, lo amaba a pesar de todo lo que ella sentía que le había hecho, pero tenía que darse su lugar por una vez en su vida y en contra del corazón, pero muy de acuerdo con su mente, por primera vez en su vida, tomó sus propias riendas, como nunca lo había hecho y se fue.

Consiguió una casa en alquiler a muy bien precio, completamente amueblada. El fin de semana en que se mudó fue acompañada por su amiga Amanda en todo momento, como había hecho toda la vida. Conocía toda la tragedia de su amiga, de principio a fin, a ella no le parecía que Armando fuera el monstruo que Mérida dibujaba, pero tampoco se quiso a aventurar a conocerlo mejor, ya que sabía que eso podía traerle algunos problemas, especialmente con Mérida que, por otro lado, a veces llegaba a exagerar las cosas, pero como era su amiga, al fin y al cabo, ella la apoyaría hasta el final en todo.

—Bueno, Mérida —dijo Amanda colocando una caja en la sala—, esto será un nuevo comienzo —se paró junto a su amiga, que estaba al inicio de un largo pasillo que iba de la sala a la cocina, y la estrechó—, sé que vas a estar bien, esta noche me quedaré contigo y...

—No, Mandy, gracias —dijo Mérida cortando a Amanda—, quiero estar sola, disculpa...

—Entiendo... ¿estás segura, Mérida? Yo podría quedarme en otro cuarto, si quieres, así no te molesto, no me parece buena idea que te quedes sola.

—No, Mandy, estoy segura, por favor, hoy quiero de verdad quedarme sola.

—Bueno... está bien... —Amanda miró en torno— ¿Me voy más tarde o prefieres que me vaya ahora?

Mérida miraba con inquietud hacia el fondo del pasillo, en total silencio y con los ojos cristalizados de tanto llorar. Amanda no quiso insistir y sólo se despidió dándole un pequeño beso en la mejilla a su amiga, no dejando de recordarle que si necesitaba algo que la llamara, sin importar la hora, ella acudiría lo antes posible y con su partida cayó la noche en la casa.

Una incipiente oscuridad reptaba por cada rincón, mientras que el pasillo, ante el espectro de la oscuridad, se mostraba cada vez más profundo. Mérida, envuelta en penumbras, sintió algo de temor y comenzó a respirar intensamente, mientras buscaba a tientas para prender las luces, palpaba las paredes pero no encontraba el switch, buscaba y buscaba y nada, de pronto la dureza de las paredes comenzó a ceder, sintiéndose bastante suaves y también mojadas, daba la sensación de estar tocando carne, no podía ver nada, se sintió desesperada, ahogada, el corazón le latía fuertemente, intento gritar, pero de su garganta no salió sonido alguno y de pronto sintió cómo un par de manos la agarraban por el cuello, asfixiándola, trató de zafarse, pero donde debían estar las manos no había nada.

De pronto Mérida se despertó agitada, respirando con desespero, estaba tirada en el piso. No supo cuánto tiempo estuvo allí inconsciente, la oscuridad no era total, la luz de la luna que entraba por la ventana se encargó de dibujar de azul los contornos de los muebles, las puertas, las ventanas, las paredes. Pensó por un momento en llamar a Amanda, pero se levantó y encontró rápidamente el switch en la pared. La luz inundó la sala y medio pasillo con generosidad, la otra mitad del pasillo y la cocina, en el fondo, sumidas en la oscuridad lucían ahora menos amigables, Mérida decidió que esa noche no iría a explorar para allá, había tenido suficiente con aquel episodio y no quería sufrir de algún ataque de pánico o ansiedad. Abrió la puerta de su habitación, prendiendo la luz inmediatamente. Comenzó a meter algunas cosas: la cartera, la maleta, un par de cajas. Fue a pasar llave a la puerta principal para encerrarse en el cuarto, y de regreso a la habitación, frente a su puerta, miró hacia el fondo del pasillo... se sentía observada, como si algo estuviera allí al final, acechándola... sintió temor otra vez, la oscuridad parecía querer venir de nuevo, pero no se dejó y entró rápidamente a la habitación.

Una vez adentro comenzó a acomodar sus cosas, poco a poco. Recordando, como no quería, el momento en que se fue de casa de Armando, pensó en la relación, cómo se fue deteriorando con el tiempo, se lamentó de que todo aquello ocurriera, especialmente porque amaba desenfrenadamente a ese hombre, trató de pensar en los momentos que ella consideró hermosos y tiernos... y lloró... lloró desconsolada, porque no tardó en darse cuenta de cuán lejos habían quedado aquellos momentos y cómo los últimos dos años de relación no había sido más que un rosario de lamentos, llantos y angustias.

Se sentó a la peinadora que había frente a la cama. Se miró fijamente. Estudiando ese lamentable retrato que dibujaba su reflejo, donde alguna vez cayó una graciosa y brillante cabellera castaña, larga y lisa, ahora estaba un cabello recortado a la altura del cuello, enredado y reseco; donde alguna vez se dibujaron unas hermosas cejas de pinceles naturales, ahora se marcaban unas fuertes líneas de tensión, rabia y tristeza; sus labios que alguna vez fueron divinas fresas delineadas por los mismos dioses, que dejaba un rastro de corazones derretidos a su paso cuando sonreía, ahora eran unas lamentables ruinas marchitas casi sin memoria de las glorias del pasado, que ahora no deja ningún rastro más que el de la amargura que ahora le lastimaba; donde alguna vez estuvo una bellísima piel tersa, clara y sonrosada de amor y sueños, ahora estaba una dolorosa y triste palidez, reseca y áspera; y ahora esos profundos ojos cafés, que alguna vez rezumaron esperanzas y deseos, que abrigaron anhelos de una vida llena de alegría, pasión y amor sin par, esos que alguna vez paralizaron a los más osados pretendientes y embelesaron a los más indiferentes... ahora se ahogaban en unas ojeras profundas y oscuras, y rezumaban desesperanza y desgana, abrigando una resignación llena de tristeza, frialdad y tal vez algo de odio, un profundo temor para las fieras más osadas y un embeleso para nadie, «¿Dónde estoy?, ¿para dónde me fui?», se preguntó a sí misma.

Mérida se miraba, se tocaba el rostro, intentó sonreír a ver si de pronto el gesto mejoraba un poco el cuadro... sí lo mejoraba, aunque mucho menos que un poco. «Estoy horrible», pensó «De verdad, ni yo soporto verme... yo fui hermosa... yo fui muy hermosa... era la más hermosa de todas, yo lo sé... cómo pudo pasarme esto... ¿Por qué me dejé decaer así? ¿Por qué? Dejé de arreglarme tanto, porque a Armando no le gustaba, decía que yo al natural ya era hermosa y que no debía estarme arreglando porque si ya yo le parecía hermosa, entonces para qué iba a arreglarme, que si lo hacía era para sacarle cuadro a otro hombre... qué tonta he sido todo este tiempo... ese tipo no me merece», así que decidida sacó su bolsa de maquillaje, tenía años sin utilizarla, así que muchas cosas debían estar completas todavía.

Recogió rápidamente su cabello y comenzó: Primero se puso la base con presteza en toda la cara, el cuello, sus clavículas y el inicio de su pecho, que era del color natural de su piel, ya allí comenzaba a notar el cambio porque borró toda esa palidez extrema que tenía. Luego aplicó el corrector de ojeras y así sus ojos salieron de aquella triste fosa. Dibujó sus cejas suavemente, y luego las peinó amorosamente, quedando como unas perfectas pinceladas. Delineó la parte superior de los ojos con delicadeza, sin exagerar la marca y con muchísimo más cuidado la parte inferior, a veces menos es más y en esta ocasión haría que sus ojos fueran más. Aplicó un rubor muy suave en sus mejillas y finalmente un labial rosado recorrió por completo su boca, junto los labios para emparejar y terminó lanzándose un beso como en los viejos tiempos. Se soltó el cabello y comenzó a peinarlo, lo mojó un poco y aplicó una crema de peinar, hasta que cayó dibujando unas hondas tiernas. Se miró, se sintió, se convenció «Aquí estoy, aquí siempre he estado...» se dijo con un nuevo aire de esperanza.

La sombraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora