Ya dije que siempre fui diferente. El punto de referencia eran mis primas y mi hermana, ya que, a pesar de llevarnos pocos meses, había un abismo de diferencia entre ellas y yo. Tardé en nacer, tuvieron que provocarle el parto a mi mamá porque habían pasado varios días desde la fecha prevista y yo no hacía nada por salir, quizá presintiendo el mundo que me esperaba afuera. Tardé en dar mis primeros pasos, cuando ellas, cumplido el año, ya caminaban y corrían. Mientras iban por la vida con pie firme, yo tambaleaba y caía, como si desde tan chica supiera que seguiría así de insegura el resto del camino. Tardé en hablar, mientras los otros disfrutaban los días compartiendo secretos y aventuras, pudiendo expresar sus sentimientos, yo ni siquiera decía «ajó». No porque fuera lerda o tonta, simplemente no quería. Lo que la gente llamaba progreso, para mí era un esfuerzo, un sacrificio. Sólo quería volver el tiempo atrás y meterme de nuevo en la panza de mamá. ¿Para qué me habían obligado a nacer si, definitivamente, yo no quena hacerlo? Las diferencias se notaron aún más cuando mi hermana, a los tres años, empezó el jardín de infantes. Mis papas también quisieron anotarme, aprovechando que iríamos juntas, ya que me lleva sólo un año de edad, pero me dio un terrible panic attack que los hizo cambiar de idea. En cambio ella, tan sociable y simpática (todo lo que nunca fui), estaba feliz, tenía millones de amigos, hablaba y jugaba con todos. Yo, en cambio, prefería quedarme en casa, donde me sentía segura, cerca de mi mamá. Los pocos amigos que tenía no eran míos, sino de ella, y cuando íbamos a jugar a la casa de mi abuela, me aislaba. Siempre fui una solitaria, pero nunca me gustó serlo, sabía que no estaban ahí por mí, yo era la aburrida, la distinta. Buscaba un refugio donde esconderme, algún cuarto o debajo de la mesa, ahí les inventaba historias a mis Barbies. Ya desde entonces se manifestaba mi atracción por lo trágico, por lo dramático, y lo expresaba en los cuentos que les hacía vivir a mis muñecas. Mi entretenimiento favorito era jugar al velorio: les revolvía el ropero a mis abuelos hasta encontrar una caja de zapatos (si no estaba vacía, tiraba lo que tenía adentro y la usaba igual) para poner dentro a la Barbie novia, que se había suicidado porque nadie la quería y la habían abandonado, la tapaba toda como si estuviera en un ataúd, cortaba flores y hojas del jardín para adornarle el cajón, y veía cómo su familia lloraba por ella. Recreaba lo que quería que me pasara a mí; siempre quise morir para ver quiénes me lloraban, sin duda tan pocos... Eso era lo que más me dolía. Mi mamá, que presentía que algo andaba mal conmigo, me llevó al médico; quena saber por qué jugaba sola, por qué estaba siempre callada, por qué éramos tan diferentes mi hermana y yo (la eterna pregunta con la que cargo hasta hoy). «Despreocúpate, ella es así, tranquilita, calladita, no te hagas problema. A la que deberías prestarle atención es a tu hija mayor, ya que no está bien, ¿no lo notas, con lo inquieta que es?». Eso le decía el genio de mi pediatra. A los cinco años, no me quedó otra y tuve que ir al prees-colar. Por más que pataleé antes de subir al micro, mi mamá me empujó adentro y me dejó. Nunca lo pude superar; me sentaba sola, en el fondo, golpeándome contra la ventanilla durante todo el viaje, me golpeaba una y otra vez, con la fantasía de romper el vidrio, y de paso, también mi cabeza. Como no lo conseguía, me arañaba la cara, me arrancaba los pelos, era muy chica y ya sentía esa necesidad de destruirme. Me atormentaba pensar que tenía que relacionarme con otros, no me sentía capaz de tener amigos. Sin duda mi timidez, sumada a mi antisociabilidad, hacían una combinación decadente en mí que derivaba en angustia y soledad. Una cosa llevaba a la otra, era antisocial por tímida, por lo tanto me angustiaba, y así aparece la soledad, que sólo me aislaba de los demás. El jardín era fantástico, con una cantidad de juegos que me parecía estar en Disney, pero no podía disfrutarlos. Obviamente, yo no participaba en nada, sino que me sentaba en un rincón del salón, o del patio, mirando a los demás divertirse; no me soltaba de la mano de la maestra, y las pocas actividades que realizaba, las hacía con ella. Esas tres horas diarias eran para mí una tortura. Sólo esperaba que tocaran el timbre para irme a casa y abrazar a mamá. Era tal la angustia de saber que al día siguiente debía volver que me encerraba en mi cuarto, me tiraba en la cama, y me ahogaba con la almohada tratando de quedarme sin respirar el mayor tiempo posible. Quena aliviar mi dolor interno, el de mi soledad, sintiendo dolor físico. Quizás era la última nena de mi edad que pensaba en morir porque eso era mejor que vivir sufriendo como lo hacía. Como mi comportamiento no era normal, sumado a que me hacía pis encima, le avisaron a mis padres que debía ver a la psicopedagoga del colegio (la primera de más de una docena por las que pasé). La normalidad a esa edad pasaba por jugar, saltar, compartir, relacionarse, cosas que, por supuesto, yo no hacía. Y si eso significaba ser anormal, okey, admito que lo era. Se preguntarán qué hacía entonces. Bueno, yo comía. Devoraba todo lo que encontraba a mi paso; mi cuerpo se iba ensanchando cada vez más, y mi saciedad iba perdiendo límites. La comida era el camino que utilizaba mi familia para calmarme cuando lloraba, me daban un chocolate o papas fritas y mi cara cambiaba, junto con mi anatomía, claro, al convertirse eso en rutina. Era así: al primer llanto me encajaban un vaso de Coca y me preparaban unos sandwiches de milanesa con mayonesa y limón. Listo, ésa era la manera que usaban para callarme, masticando. Es lo único que me atrevo a reprocharle a mis padres, no se daban cuenta de que, en lugar de una hija, estaban criando a un chancho insaciable y abominable. Empecé la primaria, y fue igual. En realidad fue peor, porque tomé conciencia (me la hicieron tomar de la manera más dolorosa) de mi gordura. Yo creía que era graciosa, en casa todos me decían lo bonita que era. Pero los chicos son muy crueles, y a esa edad desatan su lado maldito. Estaba en uno de los pocos cumpleaños a los que recuerdo haber ido, sintiéndome una extraterrestre. Todas las nenas estaban preciosas, con unos lindos vestidos a la última moda. Yo, en cambio, tenía un trapo cruzado horrible, lo único más parecido a un vestido que podía conseguirse para mi edad y mis diez kilos de sobrepeso, y veía cómo todos se reían de mí. Mi vergüenza y yo, como siempre, en un rincón, sintiéndome incómoda y con ganas de desaparecer cuando los otros nenes comenzaron a llamarme «gorda». Podrá parecer una boludez, pero para mí eso era lo peor que me podía pasar. No podía dejar de llorar. Por eso es que siempre acostumbraba quedarme en casa, para evitar que la primera persona con la que me cruzara me pudiera destrozar con sus comentarios.
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F.I.L.O.S
Fiksi RemajaFea, inútil, loca, obesa y suicida, así es como Giuliana, con sus escasos dieciocho años, se describe a sí misma. Pero no es sólo una sigla que coloca en su computadora como protector de pantalla para expresar lo que piensa de ella, sino que es un r...