Una de mis primeras supuestas «amigas» se llamaba Micaela. Me invitaba bastante seguido a su casa, grande y hermosa con una pileta espectacular, pero sólo para que llevara a mi hermana, obvio, mi compañía era casi tan divertida como ir al dentista. Siempre íbamos a casa de las demás nenas, ya que, como si fuera una tara familiar, mi hermana y yo nos avergonzábamos del lugar donde vivíamos; era una casita común de barrio, antigua, tipo chorizo y en una planta, que había pertenecido a mis abuelos y a la que se fueron a vivir mis padres cuando se casaron. Pero, a diferencia de ella, yo no me quedaba a dormir en casa de nadie. ¿Por qué? Porque a mi dependencia con mi mamá, que hacía impensable que pudiera pasar una noche lejos de ella, había que agregarle un pequeño ingrediente: me hacía pis de noche. No sé cuál era el motivo, no lo hacía a propósito, pero, por las mañanas cuando me despertaba, ahí estaba la aureola delatora en mis sábanas y el olor a zorrino en el colchón y en mi pijama. Mágicamente, este problema desapareció cuando nos mudamos a la casa en la que vivimos actualmente, dándole otro tema más para devanarse los sesos a la multitud de analistas que me trataron. Retomo con lo de Micaela. Mi hermana tenía el mismo sobrepeso que yo, signo de que mis padres nos alimentaban como a hipopótamos enanos (y digo enanos porque nadie en mi familia podría jugar al básquet) con la antigua leyenda urbana de que los chicos gordos son sanos, pero a ella le importaba un reverendo pepino, lo disimulaba con su carácter alegre y sociable. Era gordita, pero bella. Ella tenía sonrisa, yo sólo lloraba. Ella quería vivir, yo no quería nada. No se juntaba mucho conmigo cuando estaban sus amigas, se alejaba aún más; sentía que lo hacía porque se avergonzaba de mí, aunque yo estuviera orgullosa de ella, y hasta, quizás, un poquito envidiosa. Así que, junto con Micaela, y a veces otras chicas más a las que invitaba, se divertían bailando y jugando, mientras yo, como siempre, me apartaba con mis muñecas. En verano, los días de pileta eran peor que un dolor de ovarios. Todas tenían un cuerpo escultural, bello, yo no. Ellas eran re cool, y yo re cool ona me ocultaba detrás de remeras largas, aunque me cocinara viva, grandes joggings y camperas extra-super-large. Ni ahí me ponía una malla como las demás, esa ropa abolsada era mi uniforme eterno, aun en la playa. Había momentos en los que no soportaba más tener que ser diferente, y me escondía a llorar en la terraza. Alguna venía de vez en cuando, de pasada, a ver cómo estaba, pero sentía que nadie lo hacía con verdadero interés, sino por compromiso o, aun peor, por lástima. Me veían llorar, y no entendían porqué. Nadie notaba que yo moría por ser como ellas; nadie notaba la envidia que les tenía. Quena ser bonita, para estar en el grupo de las lindas, quería ser flaca, para poder entrar en los torneos de gimnasia, porque convengamos que no había nada más humillante que caer en la segunda de las cuatro vueltas, muriendo de un paro cardíaco en el intento, o que, durante la práctica de softball, te gritaran «Agárrala estúpida», porque la pelota se te escapaba al no correr para alcanzarla. Quería ser buena, para tener amigas. Quería ser, para pertenecer. Pero sabía que nunca iba a llegar a ser normal. Y aunque me decían que no era imposible, que dependía sólo de mí, no se daban cuenta de que ése era el motivo que me aseguraba que jamás lo lograría, la falta de confianza en mí misma (mi poca autoestima, como me enseñaron a decir mis psicólogos). También mis otros «auto»: autocrítica (yo era la peor), autodescalificación (yo no valía nada) y, principalmente, «autorrechazo» (antes de hacer algo estaba convencida de que lo haría mal). Una psicóloga me aseguró que eso se llama «profecía autocumplida», que es que si pensamos que algo va a salir mal o bien, acaba por suceder como lo pensamos. Estaba cansada de ser discriminada por no poseer la belleza perfecta de esas «Barbies». Si bien era bastante graciosa y llamativa, eso no alcanzaba para ser aceptada en el colegio Modelo Montes de Oca. Escuchaba cualquier tipo de «piropos», desde vaca, chancho y mondongo, hasta reina de las feas y enano colorado. Imagínense la angustia que me agobiaba, aun con mi corta edad, por lucir diez kilos de más y no tener la capacidad de gustarle a todo el mundo. Sentía un constante rechazo de parte de mis compañeros, me daban vuelta la cara, por ser gordita, tímida e introvertida. En esos interminables y odiosos recreos, donde lo pasaba sola, muchas veces mi hermana me hacía compañía. Pero el mundo dio un nuevo giro cuando mi hermana se propuso ser una más del resto. Al principio, yo estaba feliz porque notaba el cambio interno que su nueva belleza (fruto de un estricto régimen) le había traído, la veía más contenta, como si se hubiera aceptado a sí misma. Se convirtió en una «American top model, 90-60-90 sus medidas, gracias a los veintisiete kilos que bajó en dos meses. ¿Cómo hizo? No lo sé. Nunca me dijo si llegó a vomitan lo que sí sé es que se pasó esos meses sin probar bocado. Ella ayunaba, y yo me comía todo su desayuno, almuerzo y cena. Odiaba que ella pudiera dejar de comer, sabiendo cómo amábamos la comida, odiaba la fuerza de voluntad que tenía. ¿Por qué ella y yo no? Ahora deduzco que por caprichosa; si me decían comé una sola empanada», iba y me comía seis o siete a propósito, de bronca porque no quería que me dieran órdenes, que se metieran en mi vida. Se convirtió en una nueva «Barbie», pero para mí pasó a estar pintada. Fue ahí cuando me quedé completamente sola por primera vez. Les recuerdo que nunca había tenido amigas y, hasta ese momento la única compañera que tenía se había ido al «mundo aceptable», y me había dejado afuera. A mi hermana se la llevó la luna; vivía ahí, no se daba cuenta de cuánto necesitaba un «te quiero» o un abrazo. No se daba cuenta de nada, colgada de su nuevo universo en el que no entraba una (gorda) inútil como yo. Ella estaba feliz, y yo, completamente vacía. Vivía pendiente de lo que decían los demás, me afectaba todo, no me quería, me odiaba (y queda claro el motivo, ¿verdad?). Era gorda, fea, horriblemente estúpida. No entendía cómo Dios había permitido nacerá un ser tan feo. ¡Vamos, mírenme! Era un cuadrado al cubo. Redondo, redondo, sin fondo, sin fondo. Ajam, un barril. Pero, ojo, colorado. El pelo siempre me salvaba, en vez de decir «miren qué linda nena!>, decían «¡miren qué lindo pelo!» Por fin tenía ESO que mi hermana no tenía, ya que, pobrecita, el pelo de ella era horrible. Quise imitarla, ser como ella, pero los esfuerzos por hacer dieta me duraban dos días. No podía apartarme de la comida, me autosaboteaba (otro auto más, ¿vieron?), comprándome chocolates a escondidas, con el dinero que me daban mis padres para los recreos, o comiendo golosinas en casa de mis abuelos. ¿Creen que no me daba cuenta de que estaba como un chancho? Sí, sí que me daba cuenta y no lo soportaba. Quería desaparecer, romperme La piel, salir de mi cuerpo. No aguantaba estar encerrada en él, prisionera de la grasa. Esperaba que, por milagro, alguien bajara del cielo a sacarme los kilos de más y la fealdad, así, tan mágico, en un abrir y cerrar de ojos, ya que no podía aguantar sin comer. La comida llena los espacios vacíos que hay en mí. Es terapéutico, como y al segundo estoy feliz (exagero, lo sé). Pero después viene la contrapartida de saber que no podes mirara los ojos a alguien por la vergüenza y la culpa que te provoca el hecho de saberte un engendro horripilante, lleno de calorías sin quemar y sentimientos en llamas. Pasé al grupo de las recluidas (las losers), mientras mi hermana, a la que tanto adoraba, formaba parte de las más populares de la escuela (las winners). Sentía que la había perdido para siempre, que se había transformado en una princesa superficial, sin nada en la cabeza, más bien en el corazón porque sabía cuánto me lastimaba el seguir siendo la reina de los ravioles. Pasaba noches sin dormir, atormentándome con una frase que ella, en su nueva imagen de diosa, me había dicho «obvio que mis amigas son más importantes que vos», palabras tan crueles que hasta el día de hoy perturban mi sueño. Pero mi pesadilla aún no había llegado a su punto máximo, que fue cuando, en su nuevo papel de «señorita perfecta», mi hermana se puso de novia con Leo. Es un buen chico y pasó a formar parte de la familia, convirtiéndose en un hermano más para mí, pero el golpe de la novedad me dejó helada. No porque a mí me interesara tener novio, ya que siempre me consideré una nena, pero sí porque nos alejaba todavía más, ya casi no quedaba nada que pudiéramos compartir. Mi refugio, entonces, fueron las calorías, y mi mamá, por supuesto. Pero ella también me dejó. Cuando yo tenía doce años, tuvo un accidente, se cayó de un colectivo y golpeó su cabeza contra el cordón de la vereda. Recuerdo que, con mi hermana, habíamos vuelto de la escuela y estábamos en casa de mis abuelos. Por casualidad, mi tía Betiana contó que vio a una chica que se había caído del colectivo a dos cuadras de casa. Al rato, llamaron a mi papá por teléfono para darle la noticia, pero él, no queriendo asustarnos, nos dijo que tenía que salir a hacer unos trámites, que nos quedáramos ahí hasta que volviera a buscarnos. Era de noche y aún no había vuelto, cuando nos avisó por teléfono que mamá estaba internada. Durante los diez días que estuvo en el hospital, viví en casa de mis abuelos y no me dejaron visitarla. Cuando volvió a casa, mamá había dejado de ser ella, estaba perdida, no sabía hacer nada. No podía prender la televisión, no sabía encender la hornalla, ni bañarse, ni cambiarse por sí sola, tenía que ayudarla mi papá o mi tía Ana. Le costaba hablar, y cuando lo hacía se le trababan las palabras. La llevaron a los mejores médicos del país y, después de muchos estudios y pilas de remedios, fue, de a poco, incorporándose a la rutina y volvió a parecerse a la de siempre, pero una parte de ella quedó encerrada en la oscuridad, y aún lucha por salir... Creo que, a pesar de la desgracia, esa mujer a medias con un costado oscuro se parecía más a una madre para mí. Ella debido a una tragedia al igual que yo, sólo que la mía fue haber nacido y ella junto con mi papá eran los responsables.
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F.I.L.O.S
Teen FictionFea, inútil, loca, obesa y suicida, así es como Giuliana, con sus escasos dieciocho años, se describe a sí misma. Pero no es sólo una sigla que coloca en su computadora como protector de pantalla para expresar lo que piensa de ella, sino que es un r...