Al viernes siguiente, en las horas de la noche, Karl Klein sacó el carro y se dirigióexactamente al mismo lugar que la vez pasada, al barrio El Lago, y volvió arecorrerlo con igual parsimonia que la primera vez. Daniel había tomado un taxi y sehabía bajado en la carrera 15 con la calle 76, luego se escondió detrás de unos árbolesy desde allí vigiló lo que pasaba en esas calles que alcanzaba a divisar desde suescondite. Su padre pasó varias veces a escasa velocidad, pero no se detuvo aconversar con ninguno de los muchachos. Al fin, media hora después, el mismojovencito de la primera vez apareció de la nada y se ubicó junto a unos compañerosque saludó con efusividad. Daniel pudo detallarlo: delgado, pero vigoroso, de rasgosaindiados, de un metro con setenta centímetros y el cabello negro a la altura de loshombros. Klein lo recogió en la siguiente pasada y se dirigieron otra vez a la zona delos moteles gay de Chapinero. Daniel no quiso seguirlos y regresó a la casa.Le pareció curioso que el viejo Klein eligiera de amante a un joven mestizo, depiel oscura, cuando decía odiar a esa raza. Si hubiera sido consecuente con lo quepredicaba, debía elegir a un joven blanco, rubio y preferentemente de ojos azules. Detodos modos, Daniel decidió hacer caso omiso de la vida de su padre y continuarbuscando a Alicia. Sabía que tenía que rehacer su vida, buscar una beca y largarse delpaís. No podía seguir en esa casa bajo la tutela de ese hombre que no solo no loconsideraba su hijo, sino que lo detestaba y seguramente lo quería lejos. Pero no sesentía capaz de abandonar la búsqueda de su madre, creía que aún no había hecho losuficiente. Así que, con las fuerzas redobladas, reimprimió más carteles y continuócon sus largas caminatas por los barrios más marginales de Bogotá.Y fue entonces cuando el destino le jugó una carta extraña: una tarde, desde unbus que estaba llegando a su paradero en Patio Bonito, Daniel creyó ver al joven queera el amante de su padre, el muchacho que se paraba en la carrera 15 con la calle 76a esperar que lo recogiera algún cliente adinerado. Se bajó enseguida del bus y corriópara alcanzarlo. Lo divisó a una cuadra de distancia. Si no era el mismo se trataba dealguien casi idéntico, pues la manera de caminar, los jeans ajustados, la cabelleranegra hasta los hombros y la edad que reflejaba lo convertían en un doble perfecto.Daniel lo persiguió unos metros más y el joven se encontró con otros muchachos enun parque del barrio. Sí, era el mismo, no cabía duda.Daniel no sabía si ese joven conocía el nombre real de su padre, su residencia, suocupación, si sabía que era casado y que tenía un hijo: él. Aun así, decidió arriesgarsey, como solía hacerlo con los vecinos de un sector al que acababa de llegar, se acercóal grupo de jóvenes (los contó con rapidez: cuatro) y les explicó que su madre habíadesaparecido, que su familia estaba ofreciendo una jugosa recompensa, que iba apegar unos cuantos carteles en la zona y que les encargaba mucho si llegaban aenterarse de alguna noticia que sirviera para dar con el paradero de Alicia.Curiosamente, el más interesado fue el muchacho aindiado de cabellera abundante:hizo preguntas, se conmovió con la historia de Daniel y le aseguró que estaríanatentos para ayudarle. Mi amigo supo que se llamaba Cristóbal Mojica y le pidió, si no le molestaba, un número para llamarlo después a preguntarle si había algunanoticia positiva. Con la mayor despreocupación, Cristóbal le dictó el número de sucasa y le dijo que si él se enteraba de algo, le marcaría también para avisarle. Danielle dio la mano y sintió un escalofrío al estrechársela: no pudo evitar pensar que supadre había puesto también las manos en ese cuerpo, pero no de la misma forma, sinocon deseo, con ansiedad, con lujuria. Luego les dijo a manera de despedida:—Gracias, sardinos, han sido ustedes muy amables. Ojalá todo el mundo fueraigual.Pegó, en efecto, los carteles en el barrio y se regresó a su casa con la cabezaconfundida. Lo había sorprendido el encuentro, por supuesto, pero por encima detodo le pareció muy rara la manera de ser de Cristóbal: su bondad, su gentileza, elmodo como se había conmovido al escuchar la historia de la desaparición de Alicia.Daniel no creía que el joven supiera quién era él. Es cierto que había un parecido consu padre, pero también había diferencias notables: el cabello largo, la delgadez, ciertasuavidad en los gestos. Daniel estaba seguro de que sencillamente Cristóbal era unjoven afectuoso, gentil, de buen corazón. Quizás por eso mismo lo había elegido elviejo Klein: porque era su opuesto, porque lo podía dominar a su antojo, porque lopodía maltratar como le diera la gana. Y entonces el odio de Daniel se acrecentó, sehizo más interno, echó raíces hasta contaminarle las horas del sueño, en las que veíaal viejo manchado de sangre y pidiendo perdón de rodillas.Una tarde, Daniel decidió llamar a Cristóbal y preguntarle si había alguna buenanueva, si alguien del barrio tenía noticias acerca de su madre. El joven le dijo que no,que nadie daba noticias sobre los carteles, pero lo invitó al barrio a una misa que seiba a celebrar el siguiente domingo, un oficio religioso en el que el cura les habíaprometido que haría alusión a la situación por la que estaba pasando la familia de esamujer cuya foto estaba esparcida en varias de las calles de la localidad. Daniel aceptó,le dio las gracias y quedaron de encontrarse en el mismo parque donde se habíanconocido.A partir de esa misa se empezó a generar en Daniel una curiosa transformación.Descubrió que Cristóbal era un joven creyente, muy devoto, que vivía en unapartamento humilde donde él solo sostenía a un hermanito menor y a un primo decatorce años al que habían abandonado sus familiares. Los padres de Cristóbal vivíanlejos, en el campo, y los dos niños se habían fugado para evitar las palizas y loscastigos salvajes a los cuales los sometía el padre todos los días.—¿Y cómo haces para pagar el arriendo, los colegios y hacer mercado? —lepreguntó mi amigo sin malicia, sin querer ahondar mucho en la situación.—Me las arreglo con trabajos ocasionales —respondió Cristóbal sin darle muchaimportancia al asunto.—¿Y tú mismo estudias?—Sí, estoy en noveno, en dos años me gradúo. Evidentemente, mi amigo sabía muy bien que el joven se prostituía los fines desemana para poder cumplir con las obligaciones de ese hogar donde él era el padreprotector. Y entonces no solo lo admiró, sino que el odio que ya sentía hacia el viejoKlein se acrecentó, se hizo más agudo, y se preguntó si algún día sería capaz deenfrentar a ese sujeto y de destruirlo, como se merecía.El sacerdote del barrio resultó ser un hombre joven que estaba terminando susestudios en filosofía. Daniel habló con él después de la misa y le agradeció laspalabras que había dicho sobre la desgracia por la que estaba pasando su familia. Elreligioso no era un tipo apocado, ni mojigato ni heredero de esa rancia tradición desacerdotes católicos inclinados a la doble moral. Todo lo contrario: pertenecía a unala radical de curas combativos socialmente que no creían en una religión alejada deldolor de la gran mayoría de sus compatriotas. En esa conversación, la fría inteligenciade Daniel se había visto cuestionada por la fe apasionada del sacerdote.—Pero es imposible que usted, que estudió filosofía, crea en la existencia de Dios—le había dicho Daniel en esa entrevista—. No puede ser que usted esté convencidode que arriba, en el cielo, hay un hombre que nos observa y que todo lo sabe.—No, Daniel, eso es ridiculizar la fe —le respondió el cura con una sonrisa—. Lopintas todo de una manera muy infantil. El problema de la fe no es la existencia deDios, sino la fe en el otro, el amor por el otro, la entrega que eres capaz de hacer paraque el otro mejore sus condiciones. Jesús no está a la diestra de Dios Padre, allá, en elcielo, Jesús es tu vecino, la señora que está enferma al frente de tu casa, estos jóvenesde este barrio que se han conmovido con tu historia. Jesús es la comunidad, Daniel, yla pregunta es si tienes o no la suficiente fe como para luchar por ellos.Ese tipo de religiosidad cogió a Daniel por sorpresa y no supo cómo argumentaren contra de una posición tan sólida y admirable.—No sé si comprendes lo que te quiero decir —siguió diciendo el sacerdote—. Sipones a Dios allá, en el cielo, es fácil entonces ser cruel aquí abajo, en la Tierra. Es loque les pasa a muchos feligreses católicos que se dan golpes de pecho y rezan y van amisa todos los días, y después, cuando tienen que dar de sí para ayudar a los demás,se cierran a la banda y no solo no lo hacen, sino que son capaces incluso de explotar yde segregar a los otros. Nadie les ha explicado que Jesús es su empleada del serviciodoméstico, su portero, el obrero que les arregla sus casas. Bajar la religión,encarnarla, es un proceso muy complejo porque nos compromete con la comunidad,nos exige una ética social, nos cuestiona nuestros privilegios y nuestro egoísmo.Daniel no sabía qué decir. El joven sacerdote cerró la conversación acorralándoloun poco:—Por ejemplo, tú, Daniel, yo te pregunto: ¿de qué te sirve tu clase social, tueducación, todo lo que has leído, si no haces nada por tu país, por tu gente, por estepueblo que aguanta hambre desde el amanecer hasta el anochecer? ¿Para qué serinteligente si esa inteligencia no es capaz de enfrentarse a la injusticia y a lasestructuras que detentan el poder de manera inmoral? ¿De qué sirve tanta cultura si uno no es capaz de echarle una mano al otro? Y es ahí cuando Jesús te responde: todolo que hagas es inútil si no eres capaz de amar al otro.Era obvio que el religioso estaba dando en el clavo. Desde la desaparición deAlicia, y mientras Daniel recorría los barrios periféricos de Bogotá, se venía gestandoen su interior una metamorfosis provocada por un descubrimiento inquietante: que el90% de la población vivía en unas condiciones infrahumanas. De alguna manera, eldolor de la desaparición de Alicia lo había conectado con el dolor de los otros, lohabía enchufado a una realidad que hasta ese entonces él desconocía por completo.Salir de su clase social y conocer las vidas de personas como Cristóbal, por ejemplo,lo habían sensibilizado hasta el punto de cuestionarse su propia vida, su propiamediocridad acomodada.El sacerdote se llamaba Eduardo Gaitán y poco a poco se fue gestando entre él yDaniel un vínculo sólido. Pertenecía a una corriente de religiosos católicos viradoshacia la izquierda, la famosa Teología de la Liberación, que creían que era posibleliberar a los pueblos latinoamericanos de ese yugo asfixiante que les habían impuestolas clases oligárquicas. Eran sacerdotes de ideas socialistas y comunistas muypeligrosos para el establecimiento, combativos políticamente, y Daniel, que por esosdías estaba sufriendo de una manera particular, muy pronto se sintió atraído por estaideología.Quizás no sobre recordar que Daniel había perdido su relación sentimental de unaforma abrupta y que su novia vivía ahora en otro país y acababa de tener un hijo deotro hombre; me había perdido a mí, su mejor amigo; había perdido a su madre, queestaba desaparecida; y lo único que le quedaba en la vida era ese padre arrogante ydéspota al que le hubiera encantado asesinar. Fue una época de total aislamiento, desoledad inconmensurable, y quizás por eso mismo fue que empezó a hacersepreguntas trascendentales y a buscar un sentido profundo para su existencia. De algúnlado tenía que agarrarse para aguantar.El grafiti que había visto en otro de los barrios marginales le parecía cada día másrevelador: ¿Dónde está Jesús?El padre Gaitán le habló una tarde de Camilo Torres y le prestó una biografía.Daniel quedó fascinado con ese hombre y leyó y releyó ese libro mil veces hasta casiaprendérselo de memoria. Torres, un sacerdote ya mítico en América Latina, se habíagraduado de la Universidad de Lovaina como sociólogo y había fundado grupos deinvestigación para ahondar en una problemática que a él no solo lo obsesionaba, sinoque le dolía como cristiano: la enorme crueldad que practicaban las clases adineradasal aplastar y someter a las clases trabajadoras. ¿Por qué? ¿Por qué no se afectabancon semejantes dosis de exclusión y de miseria? ¿Cómo era posible que se llamaranseguidores de Jesús, que fueran a misa, que rezaran, que leyeran la Biblia, queeducaran a sus hijos en esa misma fe, y que al mismo tiempo no les interesaran enabsoluto la marginalidad, la falta de educación y la extrema miseria de la granmayoría de sus congéneres? En 1959 Torres regresó a Colombia y fue nombrado capellán de la UniversidadNacional de Bogotá. Junto a otros de sus colegas, fundó la primera facultad deSociología de América Latina, en 1960, y ejerció allí como profesor. Y fue entoncescuando se volvió un elemento peligroso para el establecimiento. Empezó a recorrerlos barrios periféricos de la ciudad y organizó grupos de apoyo, trabajo social con lascomunidades. Sus inquietudes fundamentales eran: ¿Si Jesús había estado entrepescadores humildes, carpinteros y prostitutas, un seguidor suyo no debía imitar suejemplo y hacer lo mismo? ¿Debía un sacerdote realmente comprometido con suinmediatez andar solo entre gente adinerada, políticos y militares, como era yatradicional en la historia de la Iglesia católica? ¿No era lo más fácil y mediocrerepetir frases de las Sagradas Escrituras sin ningún tipo de acción directa, sincomprometerse a fondo, sin jugarse su propia vida? No, lo que Camilo deseaba contodo su ser era exactamente lo contrario: estar él mismo metido entre los humildes,amarlos con la misma fuerza con la que Jesús había amado a sus discípulos,compartir con los desposeídos, hombro a hombro, su miseria, su exclusión, suesclavitud heredada de generaciones atrás.Por esos años estaba en plena vigencia el Frente Nacional, esa aberración políticapor medio de la cual los conservadores y los liberales se turnaban el poder cadacuatro años, obstruyendo las dinámicas propias de una auténtica democracia. Camilofundó entonces el Frente Unido del Pueblo y decidió oponerse políticamente a esaoligarquía dominante que se repartía el poder entre integrantes de su misma clasesocial sin el más mínimo reparo moral. Salió a la calle con sus estudiantes y protestópúblicamente en contra de ese tipo de democracia restringida. El problema fue que elFrente Unido obtuvo un apoyo mínimo en las siguientes votaciones y Camilo se diocuenta de que era preciso radicalizarse aún más. Ya el establecimiento lo tenía en lamira, recelaba de él como sacerdote y lo consideraba un sujeto peligroso.El paso que le faltaba dar fue inevitable: ¿No había entrado Jesús al templofuribundo, en un ataque de ira, y se había liado a trompadas con los mercaderes hastaecharlos de allí a patadas? ¿No demostraba esa escena que si era preciso usar lafuerza física, la violencia misma, estaba permitida como una forma de sanear unestablecimiento corrupto y mañoso? ¿No se había opuesto Jesús a los otrossacerdotes, al oficialismo, a los sepulcros blanqueados? ¿No era Jesús un renegado,un marginal, un hombre poseído por un amor fuera de lo normal, un combatiente quehabía llegado hasta el punto de ser perseguido por la justicia, capturado, torturado yfinalmente crucificado? Camilo se hizo la pregunta que ya era ineludible: ¿Estaba éldispuesto también a dar su vida por una causa, a entregar lo más preciado que teníacon tal de ser fiel a unos ideales? Y fue entonces cuando escribió aquella frase quedefiniría su destino: Si Jesús viviera sería guerrillero.Es preciso aclarar que por esos años los Estados Unidos veían con auténticapreocupación el fenómeno de una Iglesia católica virada hacia las ideas de izquierda.La Teología de la Liberación era analizada en los servicios de inteligencia norteamericanos como un verdadero peligro geopolítico en la zona. Ya Cuba habíatriunfado en su revolución, el Che quería levantar a más pueblos en un movimientointegral que cubriera a toda la América Latina, y si había algo que unía a estasnaciones era precisamente su fe católica. Unos sacerdotes como Camilo eran vistosno solo como una amenaza política, sino como objetivos militares. Por eso unos añosmás tarde el Vaticano recibió fuertes presiones para que metiera en cintura a esoscuras revoltosos, y la CIA decidió penetrar en Centroamérica y Suramérica conpredicadores de extrema derecha del puritanismo anglosajón, pastoresfundamentalistas que se dedicarían a shows mediáticos, a generar estados alteradosde conciencia mediante éxtasis verbales y a reunir millones de dólares que serviríanpara la nueva causa: alienar al pueblo latinoamericano a nivel religioso y alejarlo deuna lucha por sus derechos civiles.Camilo empezó a hacer contactos con el ELN (Ejército de Liberación Nacional),un ala radical de la guerrilla que tenía a varios de sus militantes estudiando en laUniversidad Nacional. Y se enroló primero como un miembro más, como un soldadocualquiera, y después se dedicó a prestar servicios religiosos desde un punto de vistacristiano marxista, una línea por la cual estaba luchando justamente. Sin embargo,Camilo no era un hombre de armas, un estratega militar, un guerrero que disfrutara laviolencia. El 15 de febrero de 1966, el frente al cual pertenecía emboscó a las tropasde la Quinta Brigada en Patio Cemento y hombres al mando del entonces coronelValencia Tovar lo dieron de baja. Murió en su primera experiencia en combate.Mil veces Daniel imaginó ese momento final: los matorrales, el viento, lasensación de tener un arma en la mano, de poder quebrantar un mandamientofundamental (no matar), los silbidos de las balas pasando cerca, los estallidos demortero, los gritos tanto de soldados como de guerrilleros buscando guarecerse ysalvar el pellejo. Y de pronto, sin saber de dónde, la ráfaga que da en el blanco, eldolor de la bala entrando en su cuerpo, la caída en la hojarasca, la visión de un cieloazul allá lejos, desvaneciéndose, la sonrisa al tener la certeza de estar muriendoclavado en la cruz. Y seguramente, con los labios resecos y sintiendo ya los chorrosde sangre que salían de su cuerpo, murmuró solo para él una frase que loemparentaba con el Carpintero: Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?Era una frase que Daniel entendía a la perfección.Como algo curioso, esos militares escondieron su cadáver y unos años más tarde,también en secreto, lo trasladaron a Bucaramanga y sobre él edificaron el panteónmilitar de la Quinta Brigada, una jugada sucia del establecimiento por medio de lacual lo condenaban a permanecer de por vida en el lugar equivocado, en territorioenemigo, entre las huestes que defendían a esa clase política corrupta contra la cual sehabía levantado en armas el sacerdote.Esta biografía de Camilo Torres conmovió profundamente a Daniel y empezó areunirse con el padre Gaitán y a visitar con cada vez mayor frecuencia a Cristóbal, ese jovencito que sostenía a su hermanito y a su primo prostituyéndose los fines desemana con clientes tenebrosos como el viejo Karl Klein.Por esos mismos días, investigando en la biblioteca Luis Ángel Arango, Daniel,descubrió una foto del Che en la cual aparecía su cadáver el día en que había sidoasesinado en Bolivia, en 1967, al año siguiente de la muerte de Camilo Torres. Elrostro demacrado por la fatiga y el dolor, el cabello largo y la barba crecida loasemejaban a una postal de Jesucristo. Donde se hubiera popularizado esa imagen, yno las otras que hicieron tan famoso al Che Guevara, la Teología de la Liberaciónhubiera recibido un aire que le habría ayudado a resistir unos años más las presionesque recibía para ser exterminada.Como es de suponer, Daniel no volvió a vigilar a su padre ni quiso enterarse denada más. Por respeto a Cristóbal se mantuvo al margen y estrechó los lazos conjóvenes cristianos muy combativos que estaban empezando a trabajar encomunidades de base. El objetivo era crear conciencia entre la clase trabajadora deque era posible un cambio, era posible exigir mejores salarios, servicios públicos,salud. Con la Biblia en la mano, y ajustados a los preceptos del Nuevo Testamento,una ola de colegiales y de universitarios soñaban con crear un nuevo país.Esta nueva vida de militancia religiosa y política no pasó desapercibida para elviejo Klein, quien una tarde, enfurecido, le gritó a Daniel desde la cocina con suacento de siempre:—Solo los cobardes buscan refugio en la Biblia. Parece una vieja rezandera conese libro bajo el brazo todo el día.—Usted nunca entenderá nada referente a la vida espiritual —le contestó Danielprocurando no perder los estribos.—La vida es fuerza y determinación. Tiene que sobreponerse a la desaparición desu mamá, en lugar de volverse un curita delicado y sensiblero.—Me interesa ayudar a los demás, algo que usted jamás va a entender porque losdemás no existen en su mundo. Su ego no le deja ver a nadie más sino a usted.—Esto es una jungla donde triunfa el más fuerte, que le quede claro, Daniel. Losdemás no están ahí para ayudarlo, sino para comérselo vivo. Es usted o ellos.—Ahí se le nota su educación nazi —dijo Daniel haciendo una mueca dedesprecio.Entonces al viejo Klein se le salieron los ojos de las órbitas y se le brotaron lasvenas de la frente. Se le acercó a Daniel en un ataque de ira súbita y le gritó en lacara:—¡El ejército nazi ha sido el mejor del mundo! Nunca me avergonzaré de mi paísni de mi pueblo. Si hubiéramos ganado la guerra, este mundo no sería esta porquería,esta decadencia que tanto apesta.Daniel se puso de pie, listo para irse a los golpes, y entonces el viejo se dio lavuelta y se retiró sin decir nada más. Aunque Alicia ya no estaba en la casa, él seguíadurmiendo en su refugio del primer piso. Mientras tanto, mi amigo hizo parte de protestas multitudinarias convocadas porlas universidades públicas, militó en grupos urbanos de apoyo a la guerrilla del ELN,tomó una cátedra de marxismo en la Universidad Nacional y poco a poco se fuevinculando cada vez más a una juventud radical que estaba dispuesta a todo con tal delograr un cambio social en el país.Los escándalos de una clase política asociada a los carteles de la droga, amafiosos, sicarios y grupos paramilitares encendieron aún más los ánimos de esosmuchachos revolucionarios que veían entonces justificada su lucha.Por esa época Daniel escribió febrilmente una serie de cuentos sobre Bogotá endonde estaba esa realidad caótica y marginal que no había visto retratada hastaentonces. Una nueva América Latina estaba en ebullición, ritmos frenéticos setomaban las grandes metrópolis desde Ciudad de México hasta Buenos Aires, y erapreciso que esa nueva realidad fuera narrada. Trabajó en esos textos con la claraconciencia de que no quería denunciar, sino crear una nueva estética, obligar a loslectores a que metieran la nariz en un continente vertiginoso al que le tenían miedo.Algunos de esos relatos los publicó en revistas universitarias y en periódicosregionales.Sin embargo, no le pareció suficiente. Había algo lento, paquidérmico, en laliteratura, una parsimonia que lo exasperaba. Él quería cambiar el mundo y paralograrlo las palabras no son suficientes, se necesita actuar, hacer, combatir.El paso siguiente Daniel lo dio casi sin darse cuenta: decidió militar en un frentedel ELN donde jóvenes cristianos universitarios enseñaban primero a la tropa,alfabetizaban y cumplían labores menores de suministro de provisiones y de contactocon los centros urbanos. Además, no hay que olvidar que esta guerrilla estaba dirigidaentonces por un sacerdote: el cura Pérez, un ideólogo español de la Teología de laLiberación que había llegado a Colombia, justamente, atraído por la historia deCamilo Torres.Daniel estaba cansado de buscar a Alicia por todas partes sin ningún resultado y,antes de asesinar cualquier día a su padre, prefirió empacar una maleta y largarse deesa casa donde nunca había sido bienvenido. Estaba harto de todo, no quería seguirextrañando a Carmen, no soportaba más las llamadas a la madrugada de genteinescrupulosa que fingía conocer la guarida donde estaba secuestrada Alicia, noaguantaba más saber que todos los viernes Cristóbal, su nuevo amigo, se paraba enuna esquina para que el viejo Klein lo recogiera para llevárselo a un motel y hacercon él quién sabe qué atrocidades. Si se moría en combate le parecía bien, sería unalivio, una forma de terminar con una vida que no le satisfacía en absoluto.El día que se despidió de Cristóbal, el muchacho, con los ojos llorosos, se quitóun escapulario de su cuello, lo puso en el cuello de Daniel y le dijo al oído mientraslo abrazaba:—Te protegerá, está bendito en la iglesia del Divino Niño... Apenas puedas, vena verme... —Claro que sí, es lo primero que haré —le contestó mi amigo abrazándolo confuerza.Antes de partir le escribió una nota al viejo Klein explicándole que habíaaceptado un trabajo fuera de Bogotá. El tipo, como era de esperarse, ni se tomó eltrabajo siquiera de despedirse de él.La estadía de Daniel en ese frente del ELN que patrullaba las sabanas de Córdobaduró apenas unos meses. En un principio se ajustó bien a la disciplina militar, apreparar el fuego para cocinar, a las clases con sus nuevos discípulos campesinos queapenas sabían leer y a las largas caminatas cargando un morral al hombro. Aprendió adisparar fusiles AK-47 y Galil, algunos revólveres de distintos calibres y pistolasBeretta y Sig Sauer que solo eran para los comandantes. Cumplía con los patrullajesde rigor y nunca se quejó ni pidió condiciones especiales para sí mismo. Sabía que loconsideraban un universitario, un niño rico, y no estaba dispuesto a que se burlarande él. Así que apretó los dientes y aguantó. Los comandantes se sorprendieron con sucomportamiento y lo respetaron a las pocas semanas.El problema fue que a la columna donde militaba Daniel le encomendaron quecuidara a un secuestrado, un político de la zona que estaba denunciado por manejosirregulares de dineros públicos. Era un hombre de unos cuarenta años, simpático,inteligente, culto, que llegó con el cabello por los hombros y la barba larga,encadenado, con unos zapatos de caucho hechos pedazos, con los dientes amarillos,la ropa sucia, sin bañar y con principios de una infección estomacal. Como senecesitaba la tropa experimentada para repeler unos ataques del ejército en su afánpor recuperar el control de los Montes de María, le ordenaron a Daniel que cuidara alsecuestrado. El tipo no tenía ni idea de que su nuevo carcelero era un joven egresadode Filosofía y Letras, culto como pocos y que había llegado a ese punto por puradesesperación, por soledad y por un fuerte sentimiento de culpa debido a la cantidadde privilegios que había tenido en su vida, en comparación con la mayoría depersonas de un país pobre y atrasado como el nuestro.La amistad entre Daniel y el político fue inmediata. Se la pasaban conversando,discutiendo, argumentando políticamente, hablando de libros que habían leído y deautores que el otro no conocía. Daniel le pasó varios libros para que pudieradistraerse en sus largas horas de soledad y el hombre no sabía cómo agradecerlesemejante actitud deferente y respetuosa. En las noches, cuando Daniel tenía queencadenarlo a un cepo, mi amigo le decía con sincera vergüenza:—Perdón, perdón por esto.En ese poco tiempo que había estado al interior de las filas del ELN, Danieldescubrió que había manejos extraños de transporte de droga hasta la costa, negocioscon grandes cultivadores de coca y de amapola, servicio de vigilancia de laboratorios,custodia de políticos comprados en la zona, interferencia en las elecciones dealcaldes, gobernadores y presidente de la República, extorsiones a pequeñoscomerciantes y a campesinos, y lo peor de todo: secuestros de ciertos sujetos con fines estrictamente económicos. Un listado de miserias y de horrores que no teníannada que ver con la pretendida lucha política en favor de los desposeídos y losmenesterosos. Entre los ideales pregonados por la Teología de la Liberación y lapráctica diaria en las filas había una distancia insalvable. No había para dónde coger:el sistema era corrupto y cruel, y los opositores al sistema eran idénticos a susenemigos. Lo que había que hacer, entonces, era fugarse justo por el medio, planearuna estrategia de escape y dejar atrás tanto a los unos como a los otros.Una idea atormentaba también a Daniel: que al coger un fusil y dispararlo habíaterminado pareciéndose a su padre, quien pregonaba a todas horas la apología de lafuerza, del coraje, de sobreponerse a los otros a las buenas o a las malas. Eralamentable acabar asemejándose a lo que más odiaba, a lo que detestaba. Y de algo síestaba seguro: él no había estudiado una carrera de humanidades para al finalencadenar a seres humanos a unos grilletes, y degradarlos y vejarlos en su dignidadhasta dejarles secuelas de ese maltrato de por vida. No, él no era como el viejo Klein,él era un humanista, y aún tenía tiempo para enmendar ese error y reparar sus faltas,que eran muy graves.También se dijo que la moral de los guerreros es la misma independientementedel bando en el cual militen: se trata de la ley de las armas, del más fuerte, del simiomás grande que tenga el garrote más adecuado. La feria de la testosterona. Y el paísno había logrado sostenerse gracias a esos matones de izquierda o de derecha, sino ala gente que madrugaba a trabajar y pagaba sus impuestos año tras año. El país nohabía naufragado gracias a los maestros, a los médicos, a los arquitectos, a losartistas. Y él aún estaba a tiempo de corregir el rumbo y regresar a ese tercer bandoclave: la sociedad civil. Si en el país todos los caminos parecían conducir al odio, éldebía inventar nuevas rutas que condujeran al respeto, el perdón y la fraternidad.Una noche se acercó al secuestrado y lo encadenó:—Esta es la última —le dijo haciéndole un guiño.El tipo se puso pálido y le dijo en un susurro:—¿Por qué, me van a trasladar? Yo no quiero irme. Gracias a su compañía me hemejorado de salud y de ánimo.—Mañana nos vamos —le aseguró Daniel en voz baja.—¿Nos movemos todos en bloque? —preguntó el hombre con verdaderaansiedad en la voz.—No, nos escapamos los dos mañana en la noche —le dijo Daniel con seguridad,sin un rastro de duda en la voz.—¿Qué? —dijo el tipo abriendo los ojos de par en par.—No puedo más. No puedo verlo más así.—¿Y si nos agarran?—Tengo todo estudiado. Por la mañana, cuando descubran la fuga en la guardiade las cinco, ya estaremos en la carretera. Tranquilo, todo saldrá bien. El hombre lo miraba como si no creyera lo que estaba escuchando. Respiraba condificultad, ahogado, a punto de entrar en un shock, y se le llenaron los ojos delágrimas. Daniel siguió hablando con un aplomo que no sabía de dónde le venía:—Tranquilícese porque le puede dar algo. Por eso no le había querido decir nada.Duerma bien porque mañana en la noche tendremos que caminar sin parar.—No voy a tener cómo pagarle esto.—Descanse. Mañana por la mañana hablamos.Lo curioso de esa situación es que Daniel se dio cuenta de un paralelo macabro:quizás su madre había sido secuestrada, y él ahora se había transformado en unagresor, en un secuestrador, en lugar de estar del lado contrario, del lado de lasvíctimas. Así que la fuga ponía todo en su lugar, como quien corrige una ecuaciónmatemática a la que le falta un factor clave: no había podido liberar a su madre, peroahora podía liberar a ese hombre, y lo iba a hacer aunque en ello se le fuera la vida.A la mañana siguiente, Daniel fingió la rutina de siempre. La verdad es que yatenía provisiones y un buen mapa por si llegaba a extraviarse. Pero por fortuna no setrataba de un paraje muy retirado de la civilización y no había selva de por medio.Calculaba que caminando a un buen paso unas siete u ocho horas, alcanzarían a lamadrugada la carretera principal.El secuestrado, a la hora del desayuno, lo llamó por su alias dentro de la columna,y le dijo:—Camilo, cuando haya regresado al mundo, dígame qué puedo hacer por usted.Pídame lo que sea. Yo sé que si nos cogen, a usted lo fusilan.—Sí quiero algo: necesito irme del país —le respondió Daniel mientras le soltabael candado para que pudiera moverse con mayor libertad.—Listo, délo por hecho —le dijo el hombre mirándolo a los ojos.—Si usted me delata, me voy para la cárcel —siguió explicándole Daniel con lacadena en la mano—. Me la tengo bien merecida por crédulo, por imbécil. Allá usted.Lo dejo en sus manos.—Por nada del mundo. Usted fue el único que se apiadó de mí, el único que medio medicinas, libros, el único que me dio buena comida para recuperarme. Le debomi vida y eso no lo voy a olvidar nunca.—Tenga, desayune bien —le dijo Daniel entregándole un plato con calentado,arepa y café, y se quitó su reloj y lo puso en la muñeca del hombre—. Y almuercetambién lo mejor que pueda porque vamos a tener que caminar varias horas sin pararesta noche. Ojalá que no nos llueva.En el transcurso del día la rutina se cumplió sin cambios de ninguna clase. A lascinco de la tarde tanto los guerrilleros como el secuestrado comieron agua de panelacon pan, nada más. A esa hora, con la taza humeante y el pedazo de pan duro, Danielle entregó al hombre la llave del candado.—A las nueve en punto abra el candado —le ordenó mi amigo en voz baja—. Loespero detrás de los matorrales, justo para bajar a la cañada. Yo distraigo al centinela unos minutos antes.El hombre asintió. A las nueve menos cinco, Daniel llamó al centinela, un costeñoalegre y dicharachero, y le entregó media botella de aguardiente.—Tenga, hermano, ahí se la guardé para el frío de la noche —le dijo con unasonrisa.—No joda..., qué bacanería, mi hermano —respondió el costeño frotándose lasmanos—. Esta es la prueba de que a veces los cachacos tienen swing.A las nueve en punto, con las provisiones y el mapa listos, Daniel llegó al sitio delencuentro. El hombre ya estaba esperándolo, acurrucado entre los matorrales. Miamigo se dio cuenta de que el tipo estaba temblando de pánico.—Fresco, piense en algo —le dijo para calmarlo—: si lo matan es más digno queseguir en ese estado.El hombre asintió y empezaron a bajar hacia una cañada que era la ruta de escape.Daniel se orientó bien. Conocía el camino porque tres o cuatro veces al mes tenía queir hasta el pueblo más cercano a entregar instrucciones para los grupos de apoyourbanos. Cruzaron dos riachuelos, atravesaron montañas entre pedruscos ydesfiladeros, bordearon zonas de pantanos donde nidos de serpientes se desvanecían asu paso. Solo se detuvieron una vez, a las dos de la madrugada, para abrir una lata desalchichas y beber agua de panela de una cantimplora. A las cinco de la mañana,todavía de noche, alcanzaron la carretera. Daniel le entregó al hombre una muda deropa y él también se cambió el uniforme. Pararon un camión y Daniel dijo que erandos secuestrados que acababan de fugarse, que no podían quedarse en la zona porquesi los encontraban los asesinaban, que tenían que llegar cuanto antes a un pueblogrande o a una ciudad. El conductor los llevó sin rechistar.Daniel les dijo a las autoridades que lo habían secuestrado hacía unos meses yque no sabía si su madre, también desaparecida, había sido el primer intento porextorsionar a su familia. Como el político secuestrado corroboró esa versión, nadiedudó de él. Mi amigo no quiso volver a su casa y tener que verle la cara a Karl Klein:era tal su asco por ese individuo, que temía que sus impulsos lo traicionaran y queterminara dándole una paliza o incluso matándolo. El político cumplió con su palabray le ofreció un apartamento en Bogotá mientras gestionaba sus papeles para irse delpaís. También le consignó un dinero en una cuenta para pasajes y gastos menores.La verdad fue que Daniel escapó primero para Suiza, donde gracias a una becagestionada por una ONG pudo retomar sus estudios de postgrado. El político y élguardaron un contacto durante años, y alguna vez, en un viaje que este hizo a Europa,se encontraron y pudieron conversar largamente sobre su extraña historia. DespuésDaniel, que extrañaba su idioma y unas costumbres más acordes con su propiaidiosincrasia, hizo trámites para cursar un doctorado en la Universidad de Barcelona,donde terminó quedándose a vivir y donde se casó e hizo una familia.A grandes rasgos y resumiendo nuestra conversación, esa fue la historia queDaniel me contó aquella noche. Quedé muy impactado. De alguna manera, tanto la vida de Carmen como la de Daniel habían sido intensas, asumidas a tope, con unafuerza inusitada que las cargaba de un sentido especial. Pensé que quizás yo habíaterminado siendo el escritor precisamente porque mi confianza no estaba depositadaen la acción, sino en las palabras.Antes de despedirnos y colgar, le pregunté a Daniel a bocajarro:—¿Qué ha sido de tu viejo? ¿Está vivo todavía?—Te anticipas al relato —me dijo en un tono de voz en el que pude imaginar unasonrisa.—Yo solo hablé con él una vez por teléfono —dije rememorando la ocasión.—Sí, está vivo, y sigue viviendo en Bogotá —aseguró Daniel con una ciertadureza en la voz.—¿Qué? ¿En la misma casa de siempre?—No, viejo, el tipo hizo toda la plata del mundo importando materiales paraferreterías y almacenes eléctricos. Pero está medio loco. Vive en un caserón en elcentro, en la calle 16 abajo de la Caracas, solo, como un indigente.—¿En una casa él solo? ¿Y en esa zona?—No, viejo, en una casa no, en un caserón enorme de tres pisos que ocupa mediacuadra —me repitió Daniel malhumorado—. Todo el inmueble es de él y estádesocupado. El tipo se instaló en el tercer piso, el último, y ahí vive como unpordiosero. Compra lo del día y se lo prepara en una sartén vieja. Todo huele a aceiterefrito y anda en sandalias y con la ropa manchada.—¿Viniste a verlo?—Solo una vez y fue suficiente. Me llamó dizque para poner ciertos inmuebles ami nombre porque ya había sufrido un infarto. Le dije que no, que gracias, que nonecesitaba nada suyo.—No sé —le dije en un movimiento un tanto maquiavélico—, piénsalo, de prontoa tus hijos sí les viene bien esa herencia.—Lo mismo dice mi esposa —me confesó Daniel dejando escapar un suspiro.—¿Y no has vuelto a hablar con él?—No. Anda en pijama casi todo el día, sin afeitarse, se orina en unas materas quetiene en una terraza y me imagino que se bañará una vez a la semana. Allá él, es suvida, no me importa cómo termine.—Dame la dirección del sitio —le pedí sin pensarlo.—¡Miegda!, ¿para qué? ¿Vas a ir a verlo? —me preguntó con recelo. Por primeravez sentí en su voz una entonación de angustia, de auténtica desesperación.—No, fresco, solo quiero echar un vistazo desde afuera.Daniel me dio la dirección y no tuve que anotarla en ninguna parte. Me lamemoricé enseguida.—Listo —le dije con una voz despreocupada para tranquilizarlo—. Luego tecuento.—Ten cuidado. Es un viejo zorro muy peligroso. —Solo miraré el lugar, nada más.—Bueno, te llamo el próximo sábado para que hablemos con calma. ¿A las seis teviene bien?—Perfecto, yo arreglo mis cosas para estar aquí y esperar tu llamada. Si quieres temarco yo. O nos vemos por Skype.—A mí me sale más barato. Y prefiero obviar la imagen. Me gusta el teléfono, ala antigua.—Nos estamos haciendo viejos —dije yo suspirando.—Mañana te voy a enviar a tu correo, por archivo adjunto, una serie dedocumentos para que los estudies con cuidado.—Okay. De ahora en adelante nos toca conversaciones con bibliografía —le dijepara tomarle el pelo un poco.—¿Recuerdas un artículo que publicaste hace unos años en la revista Gatopardo,un reportaje sobre un joven nazi que había estado en el búnker con Hitler y quedespués se había exiliado en Colombia? —me preguntó Daniel obligándome a hacermemoria.—Sí, claro, fue en el primer ejemplar de esa revista. Venía con fotos de sus perrospastores alemanes y todo. La esposa me contó la historia y a los pocos días se murió.—Exactamente. Yo leí esa crónica y a partir de entonces me di cuenta de que noestábamos tan lejos el uno del otro, que sin saberlo nos íbamos acercando.—No sé a qué te refieres...—Ya entenderás, fresco. Lo raro es que, llevando vidas tan distintas, hemosreflexionado más o menos sobre las mismas cosas. Por eso me atreví a buscarte y aescribirte.—No volví a escribir nada sobre el tema. Fue solo un reportaje pasajero.—Te equivocas, viejo. Lo que te preocupa en todos tus libros es la maldad, eseextraño talento que tenemos todos para hacer daño, para lesionar a otros, paravolverlos una mierda.—No sé...—Desde distintos ángulos y contando historias diferentes, vuelves una y otra vezsobre este asunto, obsesionado, trastornado casi por dar con la clave. Pareces unamariposa revoloteando alrededor del fuego.Guardé silencio. No sabía qué responder a eso. Para la mayoría de los escritoreses desagradable andar disertando sobre sí mismos. Daniel remató diciéndome entrebostezos:—Es importante que leas ese material con detenimiento. Ya sabrás por qué.—Bien, así quedamos. Vamos a descansar...Nos despedimos con frases afectuosas y colgamos.Afuera, la ciudad estaba despejada y un viento helado bajaba de las montañas yrecorría las calles desoladas. Una imagen se me había quedado incrustada en el cerebro: Daniel con uniforme militar, con un fusil en la mano y un escapulario en elcuello, luchando para ver si algún día Jesús se decidía a visitar el Tercer Mundo.
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EL DIARIO DEL FIN DEL MUNDO
De TodoDOS AMANTES DE CARMEN ANDREU NOS HABLAN DE SU ADICCIÓN A LAS DROGAS, DE SU ESTADÍA EN UNA SECTA RELIGIOSA, DE SU NOMADISMO COMO FOTÓGRAFA DE PAISAJES DESÉRTICOS, DE SUS SECRETOS TRABAJOS COMO MODELO DE PELÍCULAS PORNO. LUEGO EL LECTOR ES CONDUCIDO A...