EL ÁNGEL DE LA MUERTE

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Lo primero que hice al día siguiente de mi conversación con Daniel fue dirigirme alcentro de la ciudad y buscar la dirección de la casa donde vivía el viejo Karl Klein.En efecto, se trataba de una calle desolada, sucia, muy cerca de almacenes decalzado, artículos de cuero y repuestos para motocicletas. Era una antigua mansiónvenida a menos y parecía abandonada. Una puerta metálica de seguridad la aislabadel trajín callejero. Me imaginé que no había sido fácil protegerla de los vagos eindigentes que seguramente se habían acercado a husmear con el propósito deinvadirla.En una tienda que estaba diagonal a la entrada principal, compré una gaseosa y ledije a la mujer que me atendió que me gustaría hablar con el dueño de esa casa parahacerle una propuesta de compra, que si lo conocía o si me podía proporcionar algúnteléfono.—Tímbrele —me dijo con cierto desdén—. Vive ahí, en el tercer piso.—Parece desocupada —dije desde la puerta de la tienda con la gaseosa en lamano.—Ni se le vaya a ocurrir entrar a las malas —me advirtió la mujer—. Hace unaño mataron a dos tipos ahí mismo, en el primer piso.—¿Quién los mató? ¿La policía?—El dueño —dijo la mujer con fastidio y con miedo al mismo tiempo—. Alegódefensa propia y no le hicieron nada. Él mismo patrulla por la noche con una pistolaen la mano.—No puede ser... —dije mirando hacia arriba, hacia el tercer piso.—Es un loco, un asesino. Yo le tengo prohibido venir por acá.—¿Es un alemán? ¿Se llama Karl Klein?—Sí, señor.Le di las gracias a la mujer, pagué la gaseosa y eché un último vistazo hacia elúltimo piso. Vi las materas de las que me había hablado Daniel, una bandera deAlemania colgada de unos ganchos metálicos y unas cortinas raídas a medio abrir. Nose veía rastro humano por ninguna parte. Cuando ya me iba a ir, de pronto, como si setratara de un fantasma o de una alucinación pasajera, una sombra gigantesca y muydelgada cruzó de un lado a otro del ventanal central del último piso, una sombra quecaminaba con parsimonia, inclinada hacia adelante, como si fuera un ser deultratumba y no un individuo de carne y hueso. Sentí un escalofrío en la espinadorsal, como si no estuviera contemplando el domicilio del padre de un viejo amigode la universidad, sino la guarida de un ser que no perteneciera a este mundo. Tuve lasensación de estar atrapado en una película de terror.Regresé muy impactado a mi apartamento. Esa misma tarde abrí el correo y vi elmensaje de Daniel con la información anunciada en un archivo adjunto. Me recostéen el espaldar de mi silla y me dije que toda esta historia empezaba a tomar uncarácter muy sombrío. La noticia de la muerte de Carmen y de un hijo que habíatenido conmigo ya me había dejado deprimido y enfermo. Por momentos me decía que lo mejor hubiera sido no enterarme de nada, no haber hablado con Daniel y habercontinuado con mi vida reposada de escritor que se siente a gusto metido en sutrabajo. Sin embargo, presentía que la historia iba a empeorar, que todo se estabatornando aún más oscuro, más siniestro, y que el aire ya empezaba a escasear.En el relato de mi amigo había algunos huecos que yo llené a punta deimaginación. Por ejemplo, me preguntaba si el viejo Klein nunca había sospechado laverdad, que su hijo no había estado secuestrado, sino que había hecho parte de lasfilas guerrilleras. Me pregunté qué había pasado con ese joven humilde que era elamante clandestino de Klein, Cristóbal, y si Daniel había guardado contacto con él ono. También me generaba cierta curiosidad saber cómo había conocido mi amigo a sufutura esposa y si ella estaría enterada de ese pasado extraño, si él le había contado suamor por Carmen, la desaparición de su madre, la relación de pesadilla que tenía conese alemán huraño y siniestro que era su padre. Y los hijos de Daniel, ¿sabían lahistoria de ese abuelo millonario que ahora vivía como un mendigo en una callemiserable del centro de Bogotá? Lo más seguro era que no, que Daniel hubieraprocurado mantener a sus hijos lejos de esa herencia nefasta. Sin embargo, yo noquería convertirme tampoco en un intruso molesto, en un fisgón que husmea demanera grosera la vida de otro. Prefería que él mismo, a su propio ritmo, me fueracontando su vida hasta completar todos los detalles del relato.Me gustara aceptarlo o negarlo, tenía que agradecerle a Daniel el hecho de quehubiera ensanchado mi vida. Yo venía construyendo ciertas certezas para enfrentar lavejez, y de repente, con solo unos pocos mensajes y dos conversaciones, todo esetinglado que había montado durante años se vino abajo. Yo ya no era yo. Ahora eraun hombre que había abandonado a una mujer embarazada, cuyo final parecía sacadode un guion de terror psicológico, había tenido un hijo y ese hijo estaba muerto ycremado en otro país, y estaba a punto de adentrarme en la historia de un amigo míoexguerrillero y exmístico cristiano. ¿A qué horas yo me había convertido en estenuevo hombre? Lo cierto es que, aunque la transformación me había costado unabuena dosis de culpa y de sufrimiento, me gustaba. Sí, estaba bien el cambio. Ahorahabía más hondura, más relieve en el trazo.Recuerdo perfectamente la noche en que abrí el material que Daniel me envióporque la pasé en vela, estudiando los documentos durante más de doce horasseguidas hasta que a las siete de la mañana del día siguiente, con los ojos agotados detanto leer en la pantalla del computador, me recosté en el sofá de mi estudio, me echéuna cobija encima y me quedé profundo.Los archivos hacían alusión a un tema muy curioso: los exilios de variosalemanes nazis después de la Segunda Guerra Mundial en Latinoamérica. Eran textosde libros especializados, acompañados con fotos, y, ocasionalmente, habíaanotaciones del propio Daniel en los márgenes, comentarios o citas que remitían aotros textos. Se notaba al primer vistazo que era una investigación meticulosarealizada a lo largo de muchos años. Había también varias fotocopias de periódicos y de revistas tanto en español como en inglés y en francés, siempre alusivas al tema.Entre ellas, las que correspondían a mi artículo en la revista Gatopardo sobreWolfgang Hinz, el nazi que había terminado en Barranquilla casado con unacolombiana. Al frente, en un borde de la página, Daniel había anotado:

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