Tristán.
—Dime tus pecados, hijo.
—No sé por dónde comenzar —murmuré con una risa nasal. Estaba nervioso porque hacía años que no nos veíamos. Silvano descubrió la ventanilla del confesionario al reconocer mi voz. Nos vimos durante un par de minutos; yo con una sonrisa y él con un gesto contenido—. Creo que tú conoces bien mis pecados.
—¿A qué has venido, Tristán? Creí que no volvería a verte nunca.
Recuerdo el titubeo en su voz. No podía negar que seguía pareciéndome encantador su repentino y recurrente nerviosismo; saber que era a causa mía; que yo lo descolocaba como cuando era su monaguillo preferido.
—La condenada vida me trajo hasta a ti por más que yo remé y remé contracorriente para irme hacia el hocico del infierno —confesé.
A través de la rejilla lo vi tensarse. Se relamió los labios con apuro y apartó la vista de mis ojos para que yo no descubriese su palpable turbación.
—Prefiero que te marches —dijo sin mirarme, secándose el sudor de la frente con un pañuelo blanco que luego dejó sobre sus piernas—. No puedo... —Negó con la cabeza y me miró de nueva cuenta—. No soy el indicado para escucharte.
—Es tu deber y lo sabes.
Ofuscado, me lanzó una mirada de advertencia que me ocasionó una risilla malvada al hallar divertida la situación.
—¿Qué quieres de mí? ¿Será que acaso vas a perseguirme hasta el final de mis días? ¿Es esa mi condena? ¿No seré perdonado jamás?
—Mi amor, pero si yo ya te he perdonado.
—No hablo de tu perdón —farfulló con cierta irritación. Yo reprimí una carcajada—. Hablo del perdón de Dios, por lo que pasó...
Afuera empezó a llover a cántaros. El chirriante sonido de las gotas cayendo sobre las laderas del viejo techo del templo me lo advirtió.
—¿Y qué pasó? —inquirí—. ¿Quieres contarme lo que sucedió? ¿Quieres que cambiemos de lugar, Silvano?
—Es que no eres capaz de tomarte ninguna cuestión en serio —afirmó ceñudo y yo me lamí el labio inferior con parsimonia. Sus ojos oscuros se clavaron en mi boca por un breve lapso—. Márchate, Tristán. Mejor márchate y tratemos de olvidar este desorden.
—¿Conoces el barrio La Piedad? Pero qué pregunta. —Me reí—. Tú conoces todo San Benito como la palma de tu mano —me respondí a mí mismo ante su mirada atenta—. Bueno, la vecindad azul, la que está en la entrada, ahí me estoy hospedando y partiré muy pronto. Me gustaría hablar contigo.
No dijo nada. Solo se me quedó mirando como pasmado. Seguía siendo atractivo a pesar de que en su cabellera ya se asomaban algunos hilos blancos. Tenía treinta y ocho años recién cumplidos. Yo veintidós.
Lo conocí en ese mismo templo: Mártires de Cristo. Mi abuela, que era quien se había quedado con mi custodia luego de la separación de mis padres y el nulo interés que mostraron en mí, había sido una mujer muy devota que me llevaba a la misa de siete todos los martes y domingos.
Por aquel tiempo yo tenía diez años, y Silvano, a sus veintiséis, oficiaba cada misa con alegría y con sumo fervor. Recuerdo lo mucho que lo admiraba y la atención que prestaba a sus sermones; a sus anécdotas; a sus ojos tan oscuros y expresivos.
Tenía un perfil griego que llamaba la atención de las mujeres que, sin ocultar lo que el joven sacerdote les provocaba, lo veían tanto como yo; o hasta más, si es posible.
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El cuerpo de Cristo
Short StoryDespués de seis años de no poder superar aquella relación ilícita que mantuvo en secreto desde los quince años, Tristán regresa a San Benito para ver al padre Silvano. Por su parte, Silvano se da cuenta de que algunas heridas jamás sanaron. Su fe se...