El cementerio maldito

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Era una tarde calurosa de verano, por lo que Diana, una señora de más de sesenta años, decidió sentarse frente a la acera de su casa. Toda su vida había visto a personas mayores, pasar el rato en alguna silla mecedora, de esta misma manera, y le había parecido absurdo. «¿Qué ganan con contemplar la calle?», se había preguntado de joven. Ahora, con la edad pesando sobre sus hombros, había terminado por comprenderlo. Sin darse cuenta, había cultivado este hábito.

«Clac», sonó un portón al abrirse. Aquel ruido era de sobra conocido por Diana, quien ya adivinaba que su vecina, aquella joven que a cada rato salía a pedalear estaba por dar otro de sus paseos. En esencia, volverse mayor significa batallar contra la soledad. Aquella ciclista le agradaba pues interrumpía sus taciturnas meditaciones, cada vez que la saludaba al pasar. Por unos segundos, ese breve intercambio de palabras le alegraba el día.

—Buenas tardes doña Diana, ¿cómo está? —saludó Michelle, mientras sus labios formaban una gentil sonrisa.

—Buenas tardes hija, ¡que te vaya bien! —respondió aquella señora, con sus canas alborotadas por el viento. Agregó—: ¡Ten cuidado!

A lo lejos, y ya doblando por la esquina, se escuchó una dulce voz que respondió:

—¡Lo tendré, no se preocupe doñita!

Poco sabía entonces, aquella risueña amante del ciclismo y la fotografía, que todo estaba por cambiar. Un paseo, como cualquier otro, podía transformarse en una pesadilla. ¿No es eso lo más aterrador de este mundo? Que, en cualquier momento, una situación cotidiana y supuestamente bajo nuestro control, se torne en un fatídico fiasco. Tal vez, en realidad nada esté bajo nuestro control, sino que habitamos en una burbuja de falsa seguridad, próxima a reventar en la hora menos esperada...

Distante e ignorante de todas estas reflexiones, se dirigía a paso tranquilo, y cómodo, Michelle, con su cámara dispuesta por si encontraba algún escenario digno de una foto. Había dedicado sus estudios universitarios a la licenciatura en comunicación; esencialmente se dedicaba al rubro de la fotografía. «Espero encontrarme algún gatito, para la colección», pensó aquella delgada muchacha. Hace poco había iniciado un proyecto; la creación de un álbum compuesto únicamente por felinos. Lo hacía por placer, no era un trabajo que le fuese a dejar ganancias. «No todo en la vida se traduce en dinero», razonaba, mientras se preguntaba qué clase de minino podría capturar con su lente. Los había de tantos colores y formas. Y así, en medio de la ignorancia concerniente a la maldad y lo siniestro, seguía aquella ciclista su camino, dentro de su burbuja, que flotando en el aire bajo una ligera brisa, no tardaría mucho en entrar en contacto con un objeto afilado.

*

«¿Por qué hago esto?», se preguntó Michelle mientras continuaba pedaleando, hacia un lugar que a todas luces gritaba: «No entrar». En aquel rectángulo que se alargaba en el horizonte, intuitivamente la vibra tenebrosa imperante alejaba a cualquier ser vivo. No se observaba ningún perro callejero, ninguna paloma ni cualquier tipo de ave que interrumpiera el infinito silencio con su cantar.

«Todos mis sentidos me dicen que me aleje de aquí, y aun así... Sigo pedaleando, como si mi cuerpo no respondiese», observó Michelle mientras seguía avanzando lentamente con su bicicleta de montaña de color blanco, con algunos toques dorados en la cadena y piñones de la marca SRAM. Tal vez aquel cementerio abandonado ejerciera algún tipo de repugnante atracción, así como las personas a veces no pueden apartar la vista de escenas escalofriantes, porque por algún motivo, existe cierto encanto lleno de morbo en lo horrible.

Despacio, avanzando con su bicicleta mtb a un paso cauteloso, Michelle giró a la izquierda y en vez de seguir recto por una calle desierta, con el atardecer por detrás, se embarcó en aquella entrada, desde la que se podía apreciar un largo tendido de lápidas separadas por un descomunal espacio entre sí, de tal forma que se encontraban dispersas y permitían circular en un laberíntico circuito entre ellas, por caminos de tierra, repletos de arbustos y vegetación, que le daban un aspecto de brutal abandono al lugar. De hecho, en aquel cementerio ni siquiera el suelo estaba plano, pues la topografía más bien daba lugar a numerosas y pequeñas colinas, que levemente generaban una visión serpenteante.

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