Dos días después recibí otro mensaje desde el mismo buzón de Daniel. Era escueto,directo, y me pareció brutal, despiadado.
Mario,Daniel alcanzó hacia la medianoche a despertar y estuvo muy lúcido.Le mostré tu correo y dijo que confiaba completamente en ti, que tu criteriosería el correcto. Hablamos sobre los muchachos, sobre su futuro, y sobrela importancia de mantenerlos al margen de esta historia. No queremosque ellos se vean involucrados.A la madrugada, Daniel sufrió un infarto y murió. No sufrió, menosmal. Lo cremaremos en una ceremonia muy íntima con algunos de suscolegas y sus estudiantes, y echaremos las cenizas al mar, según susórdenes.Yo preferiría, pensando en mis hijos, que toda esa historia del padre deDaniel se quedara en la oscuridad. Pero no puedo ir en contra de lo que túconsideres oportuno. Solo quiero que sepas que no cuentas conmigo paraello. Es, de ahora en adelante, tu problema. Si vas a dar declaraciones, lasdarás tú, y no quiero que entrometas a mis hijos en esto. Aléjate de ellos.No te lo perdonaría nunca.Gracias por ser tan buen amigo con Daniel.
Me pareció arrogante esta carta, engreída, y de nuevo no se tomaba el trabajo nisiquiera de firmarla. No quería que yo supiera quién era ella, cómo se llamaba, yponía a sus hijos también fuera de mi alcance, para que no se contagiaran de la lepra,para que la infección que me había sido transmitida no los afectara. Yo solo habíasido el idiota útil, el bufón de la historia, el que ahora quedaba hundido en el fango ytenía que salir como pudiera. Maldije mil veces el haberme metido en semejantelocura y la maldije a ella, le grité en la pantalla del computador que era unadesgraciada, una mal nacida y que le contestaría ese mensaje su puta madre.En efecto, no contesté ni una sola palabra. Me quedé quieto, aguantando, yhaciendo el duelo de mi amigo a mi manera, encerrado en mi apartamento, comotantas veces me había tocado en el pasado con otros, amigos o parientes.Pasaron los días y la verdad es que no sabía qué hacer, no tenía ni idea por dóndeenfrentar el asunto. Algo sí tenía claro: el caso Zimmermann trascendía el espacio delo privado e iba mucho más allá de Daniel y de su familia. La susceptibilidad de suesposa hacia el tema era irrelevante, y si algún día la historia del abuelo llegaba hastalos nietos, pues de malas, tendrían que enfrentarla, y punto.Preparé un dossier completo sobre Zimmermann y encontré a su sobrina, SarahZimmermann, registrada en Facebook. Ya estaba dispuesto a escribirle cuando recibíuna llamada de Frank Molina a mi celular:
—Hermanito, urgente, véngase ya para la casa de nuestro hombre en el centro —me dijo de afán, sin aclarar nada.—¿Qué pasó? —pregunté sintiéndome enseguida como un idiota.—Es mejor que lo vea con sus propios ojos. Aquí lo espero.—Listo, ya mismo cojo un taxi.Llegué a los treinta minutos gracias a que el tráfico por la carrera 30 no estabacongestionado. Molina estaba fumando en un rincón de la calle donde varias patrullasy motocicletas de la policía acordonaban la residencia del viejo Karl Klein.—¿Qué pasó? —repetí dándole la mano a Molina.—Intentaron meterse en la casa y quebrarse a este mancito —respondió Frankentre calada y calada.—¿Quiénes?—Lo tenían en la mira desde hacía rato. Solo era cuestión de tiempo.—¿Y lo mataron?—No lo sé todavía. La policía no quiere decir nada.—Pero ahí están sacando cuerpos protegidos con sábanas —dije mientrasdetallaba a dos agentes que cargaban dos camillas.—El hombrecito se bajó a dos de sus agresores —dijo Molina con el cigarrillotodavía en la mano. Entonces, al percibir el olor dulzón, me di cuenta de que no eracigarrillo.—¿Cómo se le ocurre fumar bareta aquí, delante de la policía?—Yo pensé que por sus libros usted era un tipo más fresco. Pero no, parece unaabuelita —contestó él apagando el cigarrillo con los dedos y guardando la colilla ensu chaqueta.—¿Cómo hacemos para saber si Klein está con vida o no?—Espere, ya vengo, yo tengo ahí un contacto —dijo Frank con los ojos rojos y unpar de ojeras surcándole el rostro.Desapareció por unos minutos y entonces me acerqué unos pasos a una multitudde vecinos y curiosos que miraban el movimiento en el sector.—El que a hierro mata a hierro muere —sentenció un anciano que estaba enpantuflas.—Ese es un muñeco que estaba cantado —dijo otro hombre empinándose paraver los dos cuerpos de las camillas.—Era un hijueputa, bien hecho —dijo una voz que me era conocida: la mesera dela cafetería de la calle de al lado.Frank regresó con las manos entre la chaqueta.—Sí, hermano, esta vez le dieron piso al cucho —me dijo tosiendo de maneraespasmódica.—¿Mataron a Klein?—Un balazo en el estómago y después lo remataron con otro en la nuca —dijoMolina asintiendo.—¿Cuántos tipos eran?—Tres, uno escapó. Los otros dos están ahí en las camillas —dijo señalando losdos cuerpos tapados con sábanas que estaban a punto de subir a una ambulancia queacababa de llegar.—¿Habrá manera de entrar a echar un vistazo? —le pregunté mirándolo a esosojos que parecían estar en otra parte.—Nones. Nos toca después. Fresco, yo le hago el enlace.—Tiene el rostro blanco como un papel, Molina. ¿Le sentó mal ver loscadáveres?—No, estoy acostumbrado. Es otra cosa: sentí que algo feo se me está acercando,como si estuviera a punto de entrar en una zona de peligro, como si me estuvieranembrujando.—¿Está metido en algo raro?—Para nada. No es una certeza, sino un presentimiento. Sospecho que lastinieblas se avecinan.—Debe estar cansado. Duerma un rato y se le pasa. Yo lo llamo mañana.—Simón. Si averiguo algo más, mañana le cuento.Me retiré con dolor de cabeza. Empezaba a enfermarme la situación: la muerte demi exnovia de universidad, la muerte de un hijo al que nunca conocí, la muerte de miantiguo amigo, la muerte del padre de ese amigo (que a su vez era el causante de latortura y la muerte de miles de personas), en fin, todo a mi alrededor parecía estarsignado por el caos, la destrucción y la desaparición. No sabía cómo escapar de esecerco catastrófico. Y para colmo de males, ese presentimiento de Molina de que algonefasto le iba a ocurrir a él después.Al día siguiente, el detective me llamó muy temprano:—Quihubo, maestro —me dijo en un tono entusiasta—. Lo vi bajo de nota ayer.¿Está mejor hoy?—Estoy cansado de todo esto, Molina, eso es lo que me pasa. Y usted no esprecisamente que estuviera muy contento.—Regréseme la llamada, porfa, que no tengo minutos.—Ya le marco.Colgué y le marqué al antiguo periodista de judiciales.—Gracias, hermanito —me dijo a manera de saludo—. Le tengo buenas nuevas.Nuestro superhéroe de la tercera edad, por fin, sacó la mano. Dos tiros, lo que le dijeayer. Lo pusieron de rodillas y lo remataron en la nuca. El problema es que elhombrecito no tiene familiares por ninguna parte. Nadie ha reclamado el cadáver. Yeso es un lío el berraco porque súper-abuelo es multimillonario.—¿Les aviso a la nuera y a los nietos? —pregunté sintiendo otra vez la sensaciónde idiotez.—¿Y el hijo?—Se murió hace pocos días. Venía ya enfermo de cáncer. —Ah, ya entiendo la depre. Batman se quedó sin Robin.—Bueno, ¿llamo o qué? —dije poniéndome de mal genio. No estaba paraaguantarme la jerga del investigador privado.—Usted verá, hermanito. Pero es mucho billo. Si la nena no lo quiere, pregúntelesa los nietos. Los sardinos son más pilos en estas vainas. Dígales que llegó Papá Noelanticipado y que no tendrán que trabajar por el resto de sus vidas.—Listo, yo les aviso y después lo llamo.—Ah, una cosa más. No sé si usted sigue con la idea de revelar quién era esecabrón, pero encontraron varios archivos en la casa de Malvadín, una especie deartículos y fotografías de la Segunda Guerra Mundial. Los de la poli no entiendennada de lo que está ahí.—No, Molina, ya no me interesa. El hombre está muerto. No quiero llenar mivida de fantasmas.—Listo, listo. Kaput. Cierre de la función. Se cierra el telón y todo el mundo a lacalle. —Exactamente. Apenas tenga una respuesta de la familia, le aviso. No le vaya adecir nada a la policía hasta que no sepamos qué dicen ellos.—Fresco, fresco, yo ando con la cremallera cerrada. De todos modos, les voy asacar una copia a esos archivos. Solo por curiosidad.—Allá usted. Mañana lo llamo.No sabía si el correo de Daniel todavía estaba funcionando y si su esposa loconsultaba o no. Y la verdad, poco me importaba. No pensaba hacer ningún esfuerzopor contactarla. Al fin y al cabo, ella misma me había dicho que no quería saber nadadel caso. Solo quería cumplir con una obligación legal.Le escribí unas breves líneas:
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EL DIARIO DEL FIN DEL MUNDO
RandomDOS AMANTES DE CARMEN ANDREU NOS HABLAN DE SU ADICCIÓN A LAS DROGAS, DE SU ESTADÍA EN UNA SECTA RELIGIOSA, DE SU NOMADISMO COMO FOTÓGRAFA DE PAISAJES DESÉRTICOS, DE SUS SECRETOS TRABAJOS COMO MODELO DE PELÍCULAS PORNO. LUEGO EL LECTOR ES CONDUCIDO A...