DIA 60

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Las chicas se fueron al country, regresan el lunes. Luciano estaba solo. No había razones para que no estuviéramos en otro lugar que no fuera en casa. Al fin y al cabo, era mi casa. Sólo mi casa. No había ningún hombre que la compartiera. Era mía. Vivía sola, ni siquiera hoy ropa de él habita lo que era nuestro hogar. La sola intención de que Luciano viniera a casa me dio fuerza para sacar las fotos de él. Las recorrí, antes de guardarlas en el cajón dadas vuelta. No porque Luciano no pudiera verlas. Sino porque no quería que él viera a Luciano. Y no quería estar con Luciano en presencia de la sombra de él. Como siempre había sido. Quería estar libre, limpia. Todo lo libre que puedo estar. Que es bastante poco.

Me arreglé lo mejor que pude. Llegó a las ocho de la noche. Se anunció en la guardia. Lo hice subir a casa y fantaseé con la idea de que iba a quedar registrado en todas las cámaras. Y que él podría verlas. Fantaseé con que quizás podría matarme. Alguien podría pensar que mi encuentro, no con cualquier hombre, sino que en especial con Luciano, fue una venganza. Sin embargo, no lo es. Las ganas de ver a Luciano fueron tan genuinas, que no compitieron con nada. Cuando el amor me invade, y durante el tiempo en que me invade, Luciano es un universo que todo lo abarca, que todo lo cura, que todo lo puede.

En el momento en que abrí la puerta, revivió mi fascinación por sus ojos color pasto de otoño, sus ojos mezcla de miel y nostalgia, y me di cuenta de cuánta falta me hacía.

Nada fue natural al principio. Algo habitual en nosotros. Pero sólo al principio. Luego todo fluye. Ofreció hacer gin tonic. Yo le dije que los hacía muy bien y aceptó mi oferta. Tomamos, reímos, y nos volvimos más humanos, menos impostados. Y fuimos recorriendo el camino de nuestros encuentros y desencuentros. Y lo llevé a decirlo. Le dije que lo sabía, que sus caricias, sus besos y sus ojos no sabían mentir conmigo. Que, si bien nunca lo había escuchado de su boca, sabía que me amaba. En ese momento calló, como siempre. Pero era yo la que necesitaba decirlo.

Cuando Luciano pierde la cuenta de los tragos que toma, es cuando ya las palabras y los hechos van a seguir su cauce, por más esfuerzo que hagamos por torcerlo, y así fue también en esta ocasión.

Me acostó sobre el sillón, comenzó a besarme, llevó mis manos para atrás, las entrelazó con las suyas, besó mis pechos, se detuvo en mi ombligo, volvió a mi boca, paso por mis orejas y, sumido en el alcohol, liberado de los mandatos que siempre lo ataron, susurró "te amo, claro que te amo".

Tal vez sólo lo dijo para encenderme... Le quité la ropa, y entre ambos quitamos la mía, quedé atrapada entre la pared y su cuerpo, con sus manos acarició mis piernas y besó mi intimidad, bañado en mi río.

El trance se adueñaba de nosotros, pero no a tal punto de poder ir a la cama. A la cama no pude. Allí estaba él vagando en el aire.

Del sillón a la pared, de la pared al piso. Yo, entrelazada con sus piernas, inmovilizada por su virilidad, gimiendo y vertiendo lágrimas. Siempre lloré cuando Luciano me hacia el amor, algo mágico explotaba en todo mi cuerpo, y era inundado por todos los fluidos posibles.

"No termines −le dije− No me dejes. No pares." Y por horas no paramos. Recorrimos el sexo de todas las maneras posibles, sin pausa pero como si fuéramos dueños del tiempo, de todos los tiempos. Dueños del pasado, dueños del presente y dueños del futuro. Como si se hubieran detenido los relojes y se hubieran anulado los calendarios. También de su parte hubo lágrimas, que se fundían con las mías y la humedad de los labios. Lo abracé muy fuerte todo el tiempo en que hicimos el amor, como si la fuerza pudiera transformarlo en mío por completo. Besarme cada centímetro de mi cuerpo, detenido en cada parte sin prisa, con gozo, penetrarme hasta sentirse agotado, sudar sin descanso, despeinar mi pelo, acariciar mis muslos con pasión, volar. Eso hizo y eso hice. Pero a él eso lo transformó en un hombre con culpa. Yo no sentí ninguna culpa y eso me hizo sentir sucia. No fue el sexo en cada rincón de la casa (excepto las habitaciones), no fue su penetración desenfrenada sin censura a ninguna parte de mi cuerpo, no fue la mezcla de lágrimas sudor y sexo. No, nada de eso fue lo que me hizo sentir sucia. Fue la falta de culpa. Acabamos, yo boca abajo, él por detrás, tirando mis cabellos mientras repetía en mis oídos decenas de "te amo", como si por haberlo callado tantos años necesitara gritarlo en la intimidad de dos. Y, sin embargo, eso me dio placer, me llenó de vida, pero no de culpa. Y por un instante sentí que el futuro soñado se desarmaba en sus ojos...

LA DESVENTURA DE AMARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora