La realidad de Luciano se hizo recuerdo ni bien traspasó la puerta de la casa. El sentimiento de pérdida inunda mi vida de tal modo, que todo huele a él. Percibo que se desvanece todo aquello que dejó de acariciar, de poseer, todo con lo que no tengo contacto está fuera de mí de manera irremediable, como si nunca más me fuera a pertenecer. Pérdidas permanentes, eso es lo que rodea hoy a mi vida. Pérdidas que se acumulan, que se agolpan en la puerta de salida de mi corazón para nunca regresar.
Mi vida fue una subida incesante, un departamento pequeño todo cuidadosamente armado para que pareciera perfecto en sus escasas dimensiones, sacrificio, un departamento más grande, sacrificio, un nuevo auto, sacrificio, muebles nuevos, sacrificio, un buen colegio para mis hijas. Así es mi vida, una escalada en una geografía pedrosa, llena de laderas, curvas y contracurvas, pero siempre ascendente. Siempre poniendo todo de mí para ir e ir hacia la cima. Y el coche se ha quedado sin frenos y cae cuesta abajo sin ningún sacrificio, desoyendo mis esfuerzos para que vuelva hacia arriba o deje de caer. A veces, me quedo en un rincón de la casa, tirada en el piso, abrazando mis piernas con el perro a mi lado, siempre a mi lado, ahora que ya no camina. Y veo derrumbarse mi vida como las piezas de dominó con las que jugaba de chica. A veces, la fila era larga, lograba una hermosa fila sinuosa e imponente, una ficha al lado de la otra, equidistantes, erguidas, y de repente una hacía un movimiento en falso, y tocaba a la otra y la otra contagiaba a la otra y comenzaban a caer cada vez más rápido. Y ese camino hermoso, imponente, mostraba su lado más miserable con todas sus piezas desperdigadas por el piso. Era fácil volver a empezar. Era un desafío. Tal vez llevaba más tiempo que el camino anterior, tal vez menos. Esto no es fácil. Pienso con la cabeza entre mis piernas. Y lloro. Recién ahora comprendo que en la vida sólo nos tenemos a nosotros. El dolor propio no lo puede transitar nadie más. Qué fácil era compartir alegrías y felicidad. Qué difícil es compartir miserias. Quién hay que pueda soportar tanta tristeza, tanta desdicha. Quién puede sostener mi mano para ver junto a mí, de frente y en silencio, cómo se desarma el camino de mi vida. Nadie. Nadie puede. Sólo yo.
Tanto me afecta pensar que mi vida no seguirá sumando fichas en su camino prolijo y ascendente, que ni me importó la explosión de violencia de él hoy. Llegó con las nenas, por suerte ellas estuvieron menos de media hora en casa, y cada una se fue a dormir a una casa distinta. Alguna amiga. Ya ni pregunto, siempre me contestan mal. Prefiero averiguar sobre su integridad por otras vías. Siempre encuentro quién me dice dónde están y qué hacen. No sé por qué él se quedó en casa después de que ellas se fueron. Pero se quedó. Tal vez había olor a pasión. Tal vez mi tez estaba más lozana. No lo sé. Tampoco yo rebosaba de felicidad; por el contrario, había estado sentada en el piso, pensando en que acababa de sentir la pérdida del eslabón de Luciano.
Detrás de un portarretrato que evocaba tiempos de viajes de los cuatro a Europa en Semana Santa, donde las chicas aparecían abrazándome una de cada lado, como si me amaran, como si estuvieran agradecidas de la madre que fui, como si fueran a estar a mi lado no sólo en Europa sino también en las sombras de mi alma, había una corbata, doblada con cuidado. A nadie se le ocurre recordar la corbata después de una noche de pasión y varios gin tonic. Las cadenas se rompen cuando los sentimientos fluyen. Luciano era libre. Por esas horas, fue libre. Y la olvidó. Lo vi a él, con la vista fija en el portarretrato, y por un momento pensé que también extrañaba las piezas de domino erguidas, que también sabía que, una vez en el piso, las piezas de la vida no se levantan como en un juego de infantes. Pero no. Siempre me sorprende. Tomó la corbata y, con la habilidad que sólo un hombre tiene para ellas, la anudó y me la puso en el cuello. Gritaba "puta, puta, quién te cogió, puta de mierda. Decime cómo te coge. Explicame cómo te lo hizo". Sostuve la corbata con mis manos. Aunque, la verdad, hubiera preferido morir. Me tuvo un rato largo allí, apostada contra la pared, jalando de la corbata con una destreza propia de un cínico. Mostrándose dueño de mi vida, de prestármela o quitármela. Como si no fuera mía. Como si fuera de él. Se la hubiera entregado. Pero eso lo decidía él. Así fue. Luego de varios minutos, al mismo tiempo que la soltaba, la conducía hacia abajo, y así yo, una marioneta de su crueldad, me desmoroné en el piso. Quedé viva allí como una pieza más. Y el perro se arrastró hacia mí y me lamió, hasta que me incorporé, me puse de nuevo en mi rincón y de nuevo volví sobre el camino de mi vida. Ni siquiera me lastimó. Ya no duele más. Ya comienzo a no sentir. La casa está a oscuras, el perro no camina, él acaba de decidir sobre mi vida, mis hijas no admiten miserias. Antes, tan sólo unos meses antes, únicamente uno de estos aspectos hubiera sido determinante para que mi corazón se partiera y me desgarrara las entrañas. Hoy, la piel es cuero. No duele ni arde ni quema. Ni siquiera me puedo plantear cuál es la construcción mental por la cual él se pueda creer con derecho a preguntar cómo, quién y dónde me hacen el amor. Será que no soy mía, será que soy de él.
¿Cuándo cesa la propiedad sobre la mujer? Que yo sepa, él está con una mujer, y aun si no fuera así, se fue de casa. La escena invertida parece absurda. Yo le iría cortando por ahí los bienes que ambos hicimos, me iría con otro hombre, entraría a su casa a mi antojo, y sin verle el alma y el dolor, sin conocer su pesar, sin pensar si acaso tiene algún sentimiento humano, cuando él, sumido en la desesperanza, tuviera una noche de amor, para embriagarse de amnesia, para sentir que aún vive en el mundo de los muertos que habitan la tierra, yo lo tomaría del cuello, discerniendo si lo dejo seguir viviendo por su falta o si merece no preocuparse más por su miserable existencia y me deshago de ella. Tal vez se trata del amor, más allá del amor. Yo no puedo dejar de querer, el amor es mi directriz. Tal vez ame de más, si se puede. Tal vez no fui una marketinera del amor, tal vez no supe venderlo. Pero sí lo amé, o fue algo parecido. Porque yo estaría acunando su dolor si acaso no hubiera podido evitar un amor que me hubiera sacudido al punto de patear las piezas de mi camino y del otro. Estaría tan pendiente de él, tan alerta a su recuperación, que tal vez en el proceso perdería el entusiasmo por la tormenta de miel en la que me viera envuelta. Tal vez eso sucedió cuando me enamoré de Luciano. El amor por él no terminó. Había que cuidarlo.
Vienen a mi memoria las palabras de Marcela en aquella oportunidad: "Cuánto amor tenés para un solo hombre". Y a Luciano le quedaba poco. Qué desacertada se ve hoy mi elección a la luz de las sombras de su actuar. Menos palpables, sin hambrunas ni golpes bajos visibles, no hay desequilibrio más grande en el mundo que la inequidad en el amor.
Pero quien sabe amar amará siempre al prójimo sin conveniencias ni condiciones. Quien no sabe sólo simulará amar en tanto ese amor sea de utilidad para sus fines. Hoy soy inútil para sus fines. No necesita ya una figura decorativa, no necesita llorar en mis brazos la muerte de su padre, no necesita que deje de trabajar para cuidar de él, no necesita que vuelva a trabajar porque él se quedó sin trabajo, no necesita mi firma en sociedades, no necesita que corra por las calles con papeles que me pide que tire sin dar mayores explicaciones. El amor es la medida de la utilidad, y ya no necesita de mí. No estaba en mis previsiones que, cuando no me necesitaría más dejaría de fingir que conoce la práctica de la gratitud. Pero no puedo contralar sus actos. Solo los míos y siempre y cuando él no disponga ahorcarme con una corbata de quien me regalo unas caricias un día cualquiera.
ESTÁS LEYENDO
LA DESVENTURA DE AMAR
General FictionTamara relata en su diario intimo la historia de su vida, en un viaje a su yo interior, a medida que avanza una historia que tomará cursos inesperados, frente a lo cual se despertará el temor a su muerte, el nuevo descubrir de sus fortalezas, y l...