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Peeta Mellark miró su teléfono de última generación, el regalo que le había hecho uno de los productores de la nueva película, y lo tiró encima de la cama con todas sus fuerzas. Se levantó y se fue al cuarto de baño para meterse bajo la ducha caliente.

Bruce, su entrenador personal, le había dado una caña tremenda esa mañana y sin embargo no podía quitarse a Katniss de la cabeza. A veces la deseaba como cuando era adolescente y se volvía loco por alguna profe del cole o alguna amiga de su hermano. Era incómodo, frustrante, y de nada servían el sexo telefónico o el deporte a destajo que hacía, no, solo quería que ella apareciera allí en ese mismo instante, para abrazarla, hundirse en su cuerpo perfecto y acogedor, y hacerle el amor durante horas.

Ningún hombre de su edad podía vivir así, con esa abstinencia, no era sano, y de ahí que le acojonara tanto tenerla lejos. Lo aterraba, cada día más, y debía empezar a tomar medidas al respecto. La primera, obligarla a viajar ese fin de semana, ya estaba bien de funerales, vistas preliminares, juicios o asambleas sindicales. Ya estaba bien, ¡joder!, un tío necesita a su mujer al lado, más aún si tu mujer era como Katniss.

Desde que la había visto por primera vez en un pub de Dublín, hacía siglos, la deseaba. Aquella noche su radar de tías buenas la localizó en la barra, junto a un grupo de amigas. Extranjeras todas, se dijo, carne fácil y sin complicaciones. Ella llevaba unos vaqueros negros ceñidos, de talle muy bajo, que dejaban a la vista un trasero perfecto, espectacular, unas piernas torneadas y un vientre liso y tenso, que le provocó una erección instantánea. Tenía la piel blanca y el pelo largo muy oscuro, y qué decir de esos ojazos grises tan luminosos, brillantes, que destacaban en su carita de ángel como dos faros. Era una muñeca, igual que su hermana: gemelas, el sueño de cualquier hombre.

Eran iguales, pero Johanna, más atlética y desenvuelta, llevaba el pelo corto y se movía con más seguridad, algo de lo que él ya estaba un pelín cansado. Por un segundo fantaseó con la posibilidad de ligárselas a las dos, pero en seguida descartó la idea y se decantó por Katniss, que era de esas princesitas preciosas, a las que apetece llevar a casa y meter en una urna de cristal para que no se rompan.

Antes de ponerse manos a la obra, Johanna se le plantó al lado con la excusa del acento australiano y todo salió rodado. Aún y a pesar de la aparición estelar de Isis, pudo reconducir la noche y conocer a Katniss Everdeen, que además de ser una preciosidad de ojos grises, era una cría madura, inteligente, brillante, llena de ideas e intereses. Algo muy diferente a lo que él estaba acostumbrado.

Cuando conoció a Katniss acababa de cumplir veintiocho años y llevaba tal rosario de ligues a la espalda, que su hermana decía que tomaba antibióticos cada vez que él se duchaba en casa. Desde los catorce años se había tirado a todo lo que se meneaba, sin ningún esfuerzo, y cuando se mudó a Londres para estudiar en la Royal Central School of Speech and Drama, aquello se convirtió en el paraíso del sexo sin compromiso.

Salió con media escuela, se ligó a otras tantas mujeres guapas y divertidas, de todas las edades, que fueron convirtiéndolo en un tío un poco apático y reservado. Cargó con las más desquiciadas del lugar, porque el sexo con las locas de atar es de primera, y encadenó relaciones de siquiátrico con varias modelos o actrices a las que siempre acabó acompañando al hospital o a una clínica de desintoxicación cuando la cosa se volvía muy heavy.

Una de sus historias más duraderas fue la de Isis Kaddour, una chica de Dublín, hija de senegaleses, espectacularmente guapa, que trabajaba de modelo cuando no iba borracha o drogada por los pubs de Londres. Estaba tan buena que no le importaba que se metiera coca, Speed o drogas de todo tipo, le gustaba el sexo salvaje con ella, apenas hablaban y simplemente se dedicaban a fornicar como animales a cualquier hora y en cualquier parte. Era una tía complicada, casi tanto como él, salvo que él pasaba de las drogas, y al final acabaron distanciándose y ella buscándolo solo cuando tenía problemas de pasta o quería meterlo en la cama.

Ese era su historial amatorio, más bien sexual, cuando conoció a Katniss en Dublín, y luego la encontró milagrosamente en Madrid, en una manifestación descontrolada donde la pilló sola, en medio del fuego cruzado entre la policía y unos radicales de ultraderecha, con su cara de ángel, sus vaqueros desteñidos y un jersey rosa, sin moverse y a punto de recibir una paliza de campeonato. Su alma de caballero andante salió a la superficie como un obús soviético, cruzó la calle y la sacó de allí sin pensárselo dos veces.

Ese fin de semana en Madrid se enamoró de ella, así de simple, se enamoró viéndola bailar sevillanas con su hermana y unas amigas en un bar al que llevaron a la compañía, perdió completamente el norte por esa mujercita de veinte años que se expresaba como si tuviera treinta y cinco, y que era más culta e inteligente que la mayoría de la gente que él conocía. Era madura, divertida y además estaba tremenda. Una fuerza de la naturaleza. Tiró el anzuelo y esperó con calma porque quería hacer las cosas bien, se moría por llevársela a la cama, pero también le gustaba hablar con ella, mirarla a los ojos, y esa mezcla tan novedosa le daba más miedo del que podía soportar.

Afortunadamente la suerte estaba echada y Katniss Everdeen fue suya en seguida. Dejó a ese estúpido cabrón arrogante de Greenpeace y se entregó a una relación con él que no tenía precio. Se fue a Londres a trabajar en un restaurante para estar con él, se instaló en su buhardilla de mierda sin quejarse, y lo empezó a querer con esa decisión apasionada y a la vez cerebral que ella imprimía a todo. Era el amor de su vida y aunque a punto estuvo de perderla por culpa de un desliz estúpido y sin importancia, el último con Isis, la había recuperado y la había secuestrado para casarse con ella y quedársela para siempre en Londres.

Poco importaba ya que sus padres se opusieran tanto a su relación, de hecho le divertía horrores mirar a su suegro a la cara y sonreírle sabiendo, fehacientemente, que aquel tipo engreído no soportaba la idea de que él se tirara a su preciosa y brillante hijita. Era un tío egoísta, estirado y materialista que no le merecía mucho respeto, pasaba de él, pero el resto de la familia sí le gustaba. La abuela Teresa, que fue la primera en darle asilo cuando tenía que ir a Madrid para estar con su chica, su suegra cañón, que estaba estupenda a sus cincuenta y tantos, y su cuñada Johanna, que era una especie de tío en el cuerpo de una tía buena, que decía palabrotas cada dos palabras, bebía como un cosaco y adoraba a Katniss con una lealtad y un sentido de la protección que él respetaba muchísimo. Gracias a Dios Johanna lo quería, habían logrado superar los primeros resquemores, los celillos por la atención de Katniss, y al final formaban un buen equipo, o eso creía él, que tenía que alojar en su casa, sin rechistar, a todos los novietes que a ella se le antojaba invitar a Londres.

Ochos años de relación, seis de matrimonio, que solo podían tener un balance positivo. Salvo las causas perdidas de su mujer, que no cesaron ni cuando él empezó a ser famoso, sus interminables horas de trabajo, su entrega a todo tipo de batallas legales y sociales, que la tenían la mayor parte del tiempo al borde de acabar en un calabozo, o algo peor, su relación con Katniss era óptima. Estaba loco por ella, su amor y su apoyo lo habían aupado a la posición profesional que estaba teniendo. Solo con una mujer como ella al lado se podía tener la paz y la estabilidad que se necesitaba para afrontar con algo de cordura el éxito, la fama y el dinero que le había llegado a los treinta, y después de llevar media vida luchando por llegar, así que no le importaba reconocer en voz alta que la necesitaba más que respirar, que era un marido dependiente y demandante de atención, y que a pesar de que las revistas de medio planeta lo habían nombrado el actor más sexy del año, él solo tenía ojos para ella.

Solo para ella, aunque hubiera quien se empeñara en lo contrario.

—Hola... —salió de la ducha y contestó al móvil.

—Ya tengo el billete, me voy al aeropuerto en una hora.

—Genial.

—Voy a ir de todos modos ¿me vas a decir que te pasa?

—Quiero tumbarte en esta cama —miró la enorme cama blanca inmaculada, colocada estratégicamente frente a un ventanal enorme con vistas a Manhattan y se secó con la toalla—, voy a entrar dentro de ti y no pienso salir nunca más.

—Vale —suspiró ella, resignada—, si no quieres hablar, no puedo hacer mucho más.

—Te amo.

—Yo también te amo, Peeta.

OportunidadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora