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Paró un taxi, metió a la señora O'Connell y a sus dos hijas dentro, le dio a la niña mayor cuarenta libras para que pagara el trayecto y se quedara las vueltas, y les dijo adiós con la mano. Las pobres no estaban para subirse al metro después de la tarde que habían pasado en la conciliación.

Se había hecho tardísimo y todo por culpa del padre de familia, Sean O'Connell, un macarra de medio pelo con el que era del todo imposible mantener una conversación coherente. La esposa se quería divorciar, él no, y las niñas tampoco querían verlo, ni siquiera bajo supervisión profesional en un punto de encuentro, así que la cosa había acabado fatal, sin muchas esperanzas de entendimiento y a esas horas de la tarde. Lo que estaba claro es que el divorcio iba para delante contra viento y marea y no pensaba darle cuartelillo, ni uno más, a ese tipo. Ni una conciliación más, ahora todo sería llevar el asunto a los juzgados y empezar el proceso sin más dilación.

—¿Y qué haces tú con tu cara bonita y tu ropa de firma metiéndote donde no te llaman? —se giró hacia el centro municipal donde se había celebrado el encuentro y vio a ese tipejo mal encarado acercándose con muy malas intenciones. Echó mano al bolso y sujetó el spray defensivo que le había regalado Molly para su cumpleaños.

—¿Cómo dice?

—¿Crees que no sé quién eres?, ¿eres una zorra muy rica, no?, tú marido es ese capullo famoso... ese niño bonito que no tiene ni dos hostias.

—Apártese o no respondo —le dijo sin moverse. Si dabas un paso atrás estabas perdida y trató de parecer serena.

—¿Quieres que te dé mandanga de la buena, zorra engreída?

—¡Señora Mellark! —Gritó uno de los policías que custodiaba la entrada y ella lo miró un segundo antes de rociar a ese capullo con spray de pimienta—, ¿algún problema?

—Creo que este señor sí tiene algún problema.

—Circule, amigo —dijo el policía con esa cortesía que suelen utilizar los policías británicos y O'Connell se marchó jurando en arameo—. ¿Le llamo un taxi, señora Mellark?, ¿cómo es que ha salido sola a estas horas y con semejante ganado suelto...?

—Mi pasante se acaba de ir. Gracias por intervenir.

—De nada, buenas tardes.

Se despidió a la carrera y miró la hora mientras se subía a un taxi. Eran las seis de la tarde y tenían una cena benéfica a las ocho en el Museo de Ciencias Naturales. Encendió el móvil y vio más de veinte llamadas perdidas de Peeta y otros tantos mensajes escritos. Estaría preocupado y cabreado, había prometido estar a las cuatro en casa para ver a la estilista y arreglarse con calma, además de tomar algo tranquilamente antes de salir, pero a esas horas ya resultaba del todo imposible.

Pensó que se pondría algún vestido negro y se recogería el pelo, con eso sería suficiente. Marcó el número de Peeta, que acababa de empezar a rodar en los estudios Pinewood, a una hora de Londres, y le dio fuera de cobertura. Abrió la Tablet para ver la agenda del día siguiente y en seguida le entró la primera llamada, contestó sin mirar el número entrante y la voz de Blanche la hizo sonreír.

—Mi vida, ya voy...

—Gracias, mi amor, pero soy yo...

—¡Blanche! ¿Qué tal?, dile a tu jefe que respire hondo, ya voy en un taxi camino de casa.

—¿Dónde te metes?

—En una conciliación en Elephant & Castle.

—Mi jefe estaba que se subía por las paredes, por eso después de ponerse más guapo de lo humanamente aceptable, lo facturé con Finnick y Annie camino del Museo, iban a tomar una copa en un sitio de ahí al lado.

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