LAZOS QUE LIBERAN

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Si pudiera decretar una norma, ya sabes, como se hace en política pública, sería que cada ciudadano tuviera el deber de ser feliz. Y adjunta a ésta, un parágrafo que condicionara la propia felicidad al hecho probado de ayudar a otro, uno solo más, a ser feliz. Utopía de utopías. Lo sé. La felicidad tiene muchos matices, es tan subjetiva como variopinta. Pero, ¿y si todos nos encargáramos de ser ese alguien que, por lo menos una vez, arrancara de la fría rutina, la miseria de otro? Quizá existirían ahora menos vidas entre cenizas…

Tras interminables semanas en la Unidad de Cuidados Intensivos, Isabel regresa a la rutina, entre el dulce abrazo de sus hijos y el silencio ensordecedor de Héctor. Sus labios reconstruidos fueron tomando forma durante el primer año. Las cicatrices en brazos, manos y piernas cicatrizaron por completo durante el segundo. Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Kenia compensaba rápidamente el absentismo en el instituto. Isabel retomaba sus quehaceres y con ellos, sus deberes conyugales, mientras que los chicos configuraban una incierta realidad, habiendo sido advertidos por su padre que sólo financiaría los estudios de bachillerato.

El accidente de Isabel remarcó sobremanera la preferencia de Héctor hacia Wilson, quien con su templado carácter trabajaba mano a mano con él, al punto en que varias de las responsabilidades como cabeza de familia, fueron relegadas sin darse cuenta, sobre sus tiernos hombros. Wilson secundaba también las salidas clandestinas de Héctor, por lo que su relación era, en general, bastante buena. Por el contrario, desde el accidente, Fabio, se hacía cargo de la recuperación de Isabel al tiempo que buscaba el sustento para aportar en casa y no convertirse en una carga, en medio de la guerra incesante que suponía el comportamiento de su padre, sobre todo para la autoestima de Isabel.

Fabio era un chico dulce, aunque su pequeña boca encogida y un ceño ligeramente fruncido, con frecuencia le confundieran con un estereotipo amargado. Esto, lejos de ser un defecto, sería el ancla que pondría en pausa la descarrilada vida de Lucía.

Vivir en límites fronterizos había sido sencillamente una causalidad. O una bendita coincidencia. Durante el recorrido fronterizo que hacía Fabio cada día hubo alguien inusual.

Un rostro fino con pecas esparcidas entre nariz y pómulos dejaban entrever la radiante sonrisa de una joven de poco más de 1,60 de estatura y rizos desordenados color castaño. Las bolsas en sus ojos y una nariz ligeramente desviada, no opacaban el brillo que se difuminaba con cada gesto. En la distancia de la acera, sólo lograba capturar pequeños pixeles de su belleza. Era una sensación que se paseaba entre su estómago y su pecho, que no le dejaba pasar saliva.

Pisado el primer escalón, Lucía busca su mirada, pero no consigue hacerlo en medio de la algarabía de la gente que subía al autobús y la torpeza del chófer que no conseguía dar correctamente el cambio al pasajero de delante.

- Oiga, ¿puede darse prisa?

La chica sonríe mientras le ve del otro lado de la ventanilla, aguardando su turno.

- Hola, buenas tardes, ¿tienes cambio para este billete?

El joven chófer levantó la mirada, enfocado sólo en sus manos.

- Claro. Adelante, por favor.

La picardía de la chica mostrando un billete de mayor denominación, no había resultado, aparentemente.

Durante todo el recorrido el retrovisor fue testigo de la impaciente mirada de Fabio que entre sorpresa y agrado, notaba que su pasajera incógnita continuaba en el autobús, faltando sólo un par de kilómetros para terminar la ruta.

- Perdona, ¿te has equivocado de ruta? Porque ésta ya es la última parada.

- No, ésta era definitivamente la ruta correcta. Soy Lucía, encantada. - Estira su brazo para estrechar la mano del joven y en un gesto de perturbación, interrumpe angustiado:

- ¿He pasado tu parada?

Lucía le mira confundida. No era costumbre que un chico se interesara más por su seguridad que por flirtear con ella.

- Bueno, supongo que tendré que devolverme caminando. Son unas pocas paradas atrás, no te preocupes. Te puedo preguntar algo... ¿Ese lunar en el mentón te lo tatuaste o es tuyo?

Por fin, después de dos agotadores años de tristeza estancada, rompe el dique una primera sonrisa.

- ¡Claro que no! Es un lunar natural. ¡Qué cosas dices!

Ambos rieron al unísono.

- Me llamo Fabio, es un gusto. Puedo devolverme y dejarte en tu casa. Debo guardar el autobús en el garaje. No tengo problema en llevarte.

- Vale. Aunque no es necesario. Puedes dejarme en la esquina, justo antes.

Los últimos meses habían sido distintos para Lucía. Estaba viviendo en casa de su padre, pues su madre, con quien había crecido, ya no tenía capacidad económica para sostenerla a ella y a sus 6 hermanos. Parecía la mejor opción. Sin embargo, de este lado de la frontera, el espíritu libre de Lucía le habría costado más de una bofetada de su padre. Inclusive, hasta aquel día, no había pasado un mes desde que, sin medir la fuerza de su brazo, le había golpeado en el rostro, quebrando su tabique.

Se juró a sí misma que ésa tenía que ser la última vez.

Podría decirse que conocer a Fabio era la reivindicación de la figura del hombre, pues lo que había recibido de cualquiera de su género eran heridas y en el mejor de los casos, indiferencia.

A partir de entonces los encuentros se hicieron recurrentes. Pero, desacostumbrada a cartas, invitaciones y detalles, Lucía no daba crédito a sus muestras de afecto. Para Fabio, ahora los recorridos de todos los días tenían un sabor distinto. Estaba ella, tan extrovertida como esquiva. Recibía las monedas y las apilaba en montoncitos de a 10 en 10. Le preguntaba constantemente si le dolía la espalda, si había gente que se bajaba sin pagarle el pasaje y que en adelante eso ya no sería un problema, porque estaba ella, quien dulce pero vehemente le cobraba a los que querían pasarse de listillos.

Así transcurrían las jornadas, una más intensa que la anterior. El tiempo compartido era tan provechoso que no bastaban las mañanas y las tardes. Era el momento de partir. Los lazos que había forjado con Fabio le habían liberado de los prejuicios que le hacían pensar en las relaciones personales como algo nimio, carente de valor. Quién creería que el autobús tomado aquel día le conduciría literalmente a una nueva vida. Había llegado la hora de marcharse de un lugar en el que debía excusarse por ser ella para enfrentarse a un nuevo destino, cuya parada principal llevaba por nombre Isabel Ortega.

DEL APEGO Y MIL ABSURDOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora