Quiero vivir.
Arrastro todo el peso de mis piernas muertas. Ya no hay silla a la qué regresar, ni manos movidas por la lástima qué rechazar. Solo quedan mis brazos y el tronco que reptan por el fango. Los codos me sangran y las manos están astilladas, pero continúo, como un reptil, arrastrándome sobre mi vientre. Estoy tan cansada cuando me deslizo por el lodo y me escabullo entre los arbustos, con la seguridad que estoy a salvo de la hiedra venenosa, o al menos, convencida que solo era un matorral de plantas de sendero.
Solo un respiro, solo un lugar tranquilo para poder pensar mientras tiemblo y sollozo en la protección del enmarañado natural. Es la arena. Es temerario, pero lo necesito, así que poco me importa si me encuentran, estoy segura que así sea a mordidas, intentaré sobrevivir, aún cuando las posibilidades están en mi contra. Pero mi suerte siempre es la peor. La tierra sobre la que descanso se escapa de mi utopía personal. Se suicida por el barranco, conmigo acompañando a los trozos moribundos de rocas que, inmediatamente, se convierten en polvo al colapsar contra la llanura. Afortunadamente caigo sobre el montón de escombros y salvo por el dolor de la caída; y las piernas igual de muertas que antes de los juegos; en mi rápida revisión no encuentro algo de qué alarmarse, salvo cuando alzo mis ojos, e inmediatamente quedo entelerida.
Quiero vivir.
Estoy temblando. Cubierta de barro, apestosa, sudorosa, paralítica. A punto de orinarme en el chandal de cuero hermético. Juro que quiero sonreír. Hago el intento, pero estoy segura que mi cara solo refleja horror. Mis manos se aferran a la empuñadura de una pequeña daga robada, de esas que logras conseguir cuando otro tributo cae, y cual carroñero, te lanzas a recoger lo que puedas. Pero presiento que es inútil. Porque soy menuda, porque al momento que intente darle un uso defensivo ya no tendré manos, o cabeza. No tendré vida. Aún así mis dedos se engarrotan alrededor del cuero que embute el mango y me lo pego al pecho, pensando en el único uso posible para el arma. Un cobarde uso.
No estoy bella, así que puedo despedirme de cualquier patrocinador, aún más cuando compruebo que efectivamente, me había orinado encima. Aunque ese es el menor de mis problemas, porque conforme los días avanzan, sé que las cosas empeoraran si no consigo algo para beber, y comer. La poca orina que expulso es marrón oscuro, y el olor no es para nada agradable, pero evito arrugar la nariz, al menos para restarle importancia y no verme tan lamentable frente a las cámaras. Mi estómago, por su parte, protesta; como viene haciéndolo desde que no tiene nada que devorar; y se entretiene comiéndose mis entrañas con el vacío ácido de sus reclamos. Pero me concentro en el revoloteo de mi pecho, en la adrenalina que me recorre las venas, ese subidón que te marea y te hace jadear, sudar, sentir cómo se te eriza la piel. Instinto. Ese que te alarma los sentidos, los enloquece y entonces me abofetea para que alce la cabeza y me enfoque en el suave sonido que enmudece al resto. El siseo es casi como un jadeo que te acaricia la piel, como ácido y lija juntas.
Quiero vivir. Me recuerdo. Pero es imposible.
Estoy segura que la audiencia esta conteniendo la respiración, tal como yo lo hago. Aún cuando había pasado algunos años observando los juegos, aún era casi imposible creer las atrocidades que podía crear el capitolio. Sacada de las pesadillas de los niños, volviéndolas tangibles y letales. Me espabilo, porque no estoy segura detrás de una pantalla, estoy en la arena, totalmente indefensa. Me obligo a centrarme en lo más llamativo: sus ojos. Tan azules, tan humanizados, tan modificados. Por alguna razón me hacen recordar a los de Kaffi, mi estilista. El cabello azul cielo erguido en picos de invierno y la sonrisa blanca y brillante, como diamantes incrustados en sus encías. Y la mirada fría, como la crudeza de Julio. Y pienso, No puede ser...
Mi concentración tambalea. El esfuerzo por no parpadear se cae al lodo, y dejo salir el aire en forma de un chillido ahogado. Aprieto mis labios y me centro en algo más mortal que sus humanizados y familiares ojos. Sus colmillos; que fácilmente me partirían en dos pedazos; o su gran mandíbula desarticulada, o los músculos marcados de la envergadura que supone todo el trozo de cuerpo. Una anaconda. Una anaconda mutante. Me saca la lengua, moviéndose a un ritmo hipnotizante, nada natural, y aprieto la daga aún más contra mí. Intento ser amenazante, pero sé que estoy lejos de parecerlo. Estoy meada, sucia, y nada bonita. Me pican los ojos y al menos llorar es lo único que no me permito hacer. No moriré llorando.
Quiero vivir. Pienso al compás del ruido que me avisa el movimiento fugaz de la aberración, y desesperada, grito sin saber lo que digo.
- Mi pierna por mi vida - A unos centímetros de mi cara, veo el interior de las fauces. Escucho los gritos, y se me erizan todos los pocos vellos que han ido creciendo en el transcurso de tres días. El olor es nauseabundo, una mezcla entren carne en descomposición, sangre seca y... Quién sabe qué más. Por un momento escucho el silencio. Y nuevamente el suave siseo que se acopla al ruido característico de su cuerpo arrastrándose; esta vez, retrocediendo.
Quiero vivir. Me repito. Y por primera vez, sonrío, fugaz y moribunda, mientras el siseo se transforma en una carcajada que nuevamente me hace pensar en Kaffi. Aprieto mi mandíbula y comienzo a intentar posicionarme, me hago de mi espalda contra el muro sólido de roca y acomodo mis piernas muertas como un saco pesado, ambas estiradas hacia delante. Los ojos azules me escrutan nuevamente, en silencio, escudriñando mis intenciones. ¿Entendió lo que le quise decir? ¿Habrá aceptado la oferta? Nuevamente analizo sus armas mortales, esas que el capitolio multiplico para convertirlo en una máquina asesina de tributos.
Quiero...
Y siento el peor de los dolores.
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Los juegos perdidos.
FanfictionEsos juegos que no fueron contados. Los supervivientes sin rostro, ahora tienen historia.