Ojos sombríos.

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Bajo Calicanto, en absoluta oscuridad se encuentra encadenado un prisionero de tez increíblemente pálida y cabellos que llegan a su cintura. Las cadenas se han enmarcado en su piel, su huesudo cuerpo demuestra la poca comida que llega a esta mazmorra.

Sus sentidos se han alterado debido a la inexistente visibilidad, sus ojos se amoldaron a ella, permitiéndole ver con tan solo los pequeños rastros de luz de las lámparas de los guardias que lo custodian.

Tras de sí hay púas afiladísimas que le obligan a concentrarse constantemente en evitarlas, pero incluso las voluntades más férreas deben de dormir, ocasión que las púas toman para clavarse en su espalda. Al parecer el no desea compartir la información referente a sus deshechos, por lo que debemos respetar su voluntad.

De vez en cuando le quitan las cadenas y lo llevan a otras instalaciones, donde las torturas toman su lugar. Su mente se ha acostumbrado al dolor, y las cicatrices le dieron otra forma a su cuerpo. El dolor, el confinamiento solitario y las condiciones bajo las que sobrevive hubiesen quebrado a cualquier hombre tras semanas. El lleva años aquí, sin saber nada de la superficie. Los últimos recuerdos que tiene, a los que se aferra con todas sus fuerzas, que todavía lo mantienen en pie, que lo alimentan cuando no tiene pan, que le dan agua cuando tiene sed, sus recuerdos de la orden Viridia. Orden que juro proteger a Calicanto de cualquier enemigo, pero que no pudo protegerla de sí misma.

El tiempo ha perdido su importancia, los gritos de dolor ya son cosa mundana aquí en el abismo, los que han sobrevivido hasta este punto son solo hombres, las mujeres se suicidaron en cuanto tuvieron oportunidad, saben de lo que son capaces las criaturas de instintos viles.

Su cuerpo comenzó a temblar, la necesidad de dormir era cada vez más fuerte, y sus ojos se cerraban lentamente. Sus intentos de dormir fueron interrumpidos por los pasos firmes fuera de su celda. Una lampara apareció por la entrada, cegando al cautivo acostumbrado a la oscuridad. Un guardia corpulento que contrastaba notoriamente con el delgado prisionero sostenía la luz, iluminando apropósito su rostro sucio y lleno de pelo.

El prisionero abrió los ojos, y se encontró con el rostro serio de su carcelero, que tenía una cicatriz en uno de sus ojos que le impedía abrirlo, portaba una armadura negra que había sido teñida con sangre volviéndola de un rojizo oscuro.

—¿Balta...zar? —Dijo el prisionero, rememorando la habilidad de hablar que había perdido en sus incontables días de cautiverio—.

El carcelero sonrió, y prosiguió a desencadenarlo con sus llaves. El prisionero tenia una postura encorvada debido a la incómoda posición que le hacían mantener, y aun con mucho esfuerzo no podía volver a su postura normal, pues le causaba gran dolor.

Baltazar le dio un trozo de pan y un poco de agua, sabores que hacía días había olvidado.

—Sígueme —El carcelero le ordeno—, ha llegado el momento de liberarte.

El prisionero no creía lo que acababa de escuchar, Baltazar había sido su previo capitán, del cual había perdido varios recuerdos y no lograba rememorar concretamente en un lugar y tiempo particular, el encierro había afectado su mente más de lo que él quería reconocer, además, le parecía que Baltazar no había envejecido ni un poco desde la última vez que lo recuerda.

Siguiendo con mucho esfuerzo a su capitán que no había visto en años, una tenue esperanza parecía volver a él. Camino encorvado tras la enorme espalda de su carcelero, recordando todavía el primer día en que llego a esta mazmorra. Tenía muchas preguntas, como: ¿que había sido de sus compañeros?, ¿qué había pasado con la ciudad?, ¿Por qué no recordaba a Baltazar combatir a su lado? Todo esto podría ser respondido a su debido tiempo, ahora que había llegado su libertad, o eso creía.

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