Su mirada está perdida en las luces de Madrid. Empieza a refrescar así que se ha puesto una sudadera abierta sobre el camisón de tirantes, que ha sustituido hace poco a la camiseta de Luis por su practicidad.
No oye los ruidos de la noche madrileña de un viernes noche.
No sabe la fecha concreta en la que todo cambió.
El momento por el que tanto tiempo luchó.
Una tarde, tomó asiento apoyándose en la pared del salón, a poca distancia del sofá por si Luna se despertaba de la siesta. Llevaba un par de días con otitis y a Aitana se le clavaban en el alma sus ojos cansados y llorosos. En cierto punto de la tarde, cuando ya llevaba escritos casi cuatro párrafos, la niña se revolvió en el sofá.
Aitana se deslizó hasta quedar de rodillas junta a ella. Acarició con delicadeza su mejilla susurrando para que se volviera a dormir. A los pocos segundos volvió a caer rendida, con la melena despeinada, los labios entreabiertos y la mejilla aplastada. Entre sus brazos, el conejito del que no separa y que fue el primer regalo que recibió cuando supo que estaba embarazada de Lucas.
Y por primera vez, le recuerdó en una postura idéntica y sonrió mientras dejando suaves caricias en la cabeza de su hija. El recuerdo no se le clavó en el costado sino que le curvó levemente los labios y, por unos segundos, le transportó a siete años atrás. Casi podía oler el arroz que Dani preparaba mientras ella velaba el sueño de su hijo.
La melancolía derrota al dolor y sonríe porque le gusta recordarles así, sin tener que esforzarse por alejar esos recuerdos de su pensamiento.
Incluso, desde hace casi dos años, el ruido del motor del coche se le hace algo más soportable. Apenas lo coge y, cuando lo hace, es sola, pero al menos no siente que el mundo se le cae encima cuando gira la llave en el contacto.
El dolor no se va, pero desde que cada vez hay más proporción de melancolía en él, se le hace más fácil respirar. Y también hablar de él. Lucas ya no es una palabra tabú y por fin puede darle el sitio que merece.
No cree que esté en una de esas luces que iluminan el cielo, pero le gusta imaginar que su versión pre adolescente está orgulloso de ella y aún la quiere desde cualquier estrella.
Baja la mirada despacio, como si no quisiera dejar de mirar el cielo, hasta sus brazos.
No oye los ruidos de la noche madrileña de un viernes noche, porque los suspiros de su hijo dormido entre sus brazos son la banda sonora perfecta.
Centra su atención en cómo se mueve débilmente en sueños, esos en los que a ella le gustaría colarse para que estuvieran siempre llenos de amor y felicidad. Acaricia su mejilla en una promesa de protegerle de un mundo que en más de una ocasión le ha demostrado ser demasiado cruel.
Pero en esos momento en los que solo son ella y él, intenta apartar de su mente cualquier pensamiento que le haga daño, porque siente que él también lo percibe.
Da igual la hora que sea, las que lleve sentada en la terraza viendo correr a la aguja, da igual que hoy, como las noches de los últimos dos meses, apenas vaya a dormir.
Da igual si puede sentir su vida latiendo fuerte entre sus brazos y su calor abrigándola cuando el frío llama a su puerta.
Mentiría si dijera que está siendo fácil, pero cada día encuentra mil maneras y mil razones en sus ojos mirándola curioso en las que se entienden y crean lazos invisibles eternos.
Luis trata de no hacer ruido cuando gira la llave para no romper el silencio que envuelve su hogar.
Avanza despacio por el piso y se asoma a la habitación en la que descansan sus hijas y que comparten desde hace apenas unas semanas.
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Canción Desesperada (II)
RomanceSegunda parte de Canción Desesperada. 5 meses después. ¿Cuando lo has perdido casi todo, por qué merece la pena seguir?