Agoney: hijo del bosque

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La mujer salió de la cabaña sujetándose la enorme barriga que ya apenas era capaz de entrar en el vestido de piel marrón. Los abalorios blancos y azules en forma de pico en el pecho y en las mangas hacían juego con aquel bonito colgante turquesa que parecía iluminar su cara. Se quedó parada en la entrada, dejando que el frescor de la noche le erizara levemente la piel mientras cogía aire profundamente, soltándolo luego por la boca. La criatura que se movía inquieta en su interior le provocó un nuevo pinchazo, como si hubiese adivinado sus intenciones y quisiera que siguiese andando. Era el momento, lo sentía.

- Imala, espera.

Tras de ella, Nantai, el Gran Jefe de la tribu, salió cogiéndola de la mano con suavidad. Ella se giró, haciendo danzar la docena de plumas de colores vivos en su largo pelo negro. Sonrió y acarició la barbilla del hombre, que la miraba con los ojos brillantes y el ceño fruncido, casi angustiado.

- No te preocupes.

- No puedes pedirme algo que no controlo yo. Deja al menos que la chamán te acompañe, no lo hagas sola.

- Quiero hacerlo sola, mi amor. Ya lo hemos hablado. Mi madre me tuvo así y yo necesito honrarla haciéndolo igual. Quiero que esta criatura sea tan hijo del bosque como nuestro.

Nantai suspiró y bajó la cabeza, resignado. A pesar de que había aceptado su deseo, aún le quedaba la esperanza de que en el último momento optara por la seguridad del poblado. Subió la mano de Imala hasta sus labios y la besó antes de posarla sobre su propio pecho. Se quitó la manta rojiza con dibujos blancos y negros llevaba sobre los hombros, la que usaba desde que fue nombrado Gran Jefe, y se la puso a su mujer sobre los hombros, cubriéndola con ella. Acarició sus brazos por encima de la tela y la acercó a él, dejando ahora un beso en su frente.

- Ten mucho cuidado, por favor. Si cuando el sol esté arriba no has vuelto, iré a buscarte.

- A buscarnos –le corrigió, haciéndole sonreír.

- A buscaros, sí.

Con una sonrisa pequeña, nerviosa y cauta, ella se comenzó a alejar, perdiéndose en la negrura de la noche. Nantai dejó escapar todo el aire de sus pulmones mientras la observaba adentrarse en el bosque que dormía alrededor de su poblado.

I

Imala caminó entre la hierba, concentrándose en la humedad que sentía bajo sus pisadas para alejar el agudo dolor que cada vez aparecía con más frecuencia. Tuvo que apoyarse en un árbol viendo una de las contracciones le robó la respiración. Se acarició el vientre y soltó el aire lentamente, volvió a cogerlo y reanudó su camino. Debía llegar, no podía pararse y arriesgarse a que su criatura naciese en otro lugar. Cualquier parte del bosque era totalmente válida, pero ella quería que fuese aquel en concreto. El manantial donde sintió paz y seguridad por primera vez desde que llegó a aquel poblado, después del miedo y el caos que había marcado su vida anterior y su rescate. Fue como si el espíritu del bosque la hubiese guiado hasta allí para abrazarla, calmando su alma.

Ella quería eso para su pequeño o pequeña. Que naciese allí donde nace el agua, donde nace la vida. Que su nacimiento estuviese marcado por la paz, la tranquilidad, el equilibrio y, sobre todo, la naturaleza, que fuese parte de ella de la manera más directa posible. Cuando Nantai se mostró conforme con su decisión para dar a luz, sintió la felicidad invadirle. Su esposo jamás le había puesto nada en duda ni le había discutido ninguna petición, aunque no lo compartiese. Por eso, que el Gran Jefe hubiese aceptado que ella pasase su parto sola, sin ayuda de la chamán, renunciando a ser parte de un momento tan importante también para él, era una de las cosas que le hacían estar segura de que él era un regalo de los espíritus para compensar el haberlo perdido todo en su anterior vida.

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