Me levanto temprano, fútil y ya no tributable, como el resto de días. El espejo no me devuelve buena cara, pero ese soy yo, fingidor de mi dolor, ese que en verdad siento. Desde las ventanas de mi cuarto en el Largo de Sâo Carlos contemplo esta calle que hoy es cruzada constantemente por la gente, aunque siga inaccesible a los pensamientos. Aquí en esta mi casa que hoy es habitada por no mí. Salgo y tomo mi bica y macieira conmigo mismo en Chiadó, en mi querida A Brasileira. Perdí todos los sueños del mundo y, aunque este pedazo de bronce pudiese sugerir lo contrario, sigo sin ser nada. Las calles bullen de gente. La librería Bertrand está atestada, a pesar de que hoy es sábado y hay puestos en Rua Anchieta. Me apetece pasear por las calles del Bairro Alto. Saludo a Don Luís, allí en lo alto de ese pedestal en la plaza que lleva su nombre. Lo miro de reojo, apenas sin levantar la vista, sintiendo que mi éxito ha consistido en tener éxito, aunque hubo una época en la que sólo aparentó un tener condiciones para ello. Aunque me cueste reconocerlo, me he convertido en un Supra Camôes. Le sigo debiendo un poema, un Mensagem. Por Misericordia llego hasta la Travesia da Queimada y paso junto al Café Luso. Entraría a tomar una Ginjha antes que sentir el cansancio del alma fuerte, que no es la mía, la mirada de desprecio de Portugal al Dios en el que creyó y también la abandonó. No, seguiré hasta Luz Soriano y pasaré por el Hospital de San Luís de los Franceses, donde fijé la segunda y última fecha de mi biografía y todos los días dejaron de ser míos. Llevo mis pasos hasta la Rua do Alecrim y continúo bajo el entramado de cables de tranvía de Arsenal pasando justo por delante de una Tabacaria que me evoca la poderosa metafísica de los chocolates. Atravieso las arcadas de la Praça do Comerço y llego hasta el Martinho da Arcada, donde me tomo otro macieira con el que no descubro el sentido oculto de la vida, que, por cierto, no tiene ningún sentido oculto, pero me alegra el espíritu y aletarga mi desasosiego. Bajo hasta el Tajo después y me relajo con su majestuosidad, ésta del río que no es el de mi pueblo, que pocos saben hacia dónde va y de dónde viene. Una bella muchacha pasa contoneando sus caderas cerca de mí, pero no es mi Ofélia, aunque bien podría llamarse Lidia y le podría proponer sentarse aquí a mi lado, a la orilla del río. No, mejor inventar a mis amigos, a mis compañeros de espíritu. Sigo mi ruta. Atrás dejo bellos escenarios de las cuadrículas pombalinas de La Baixa, por donde tantas veces he paseado ejerciendo el pensamiento como la mejor manera de huir del pensamiento: Rua Garret, da Prata, Estación de Rossio y Praça dom Pedro IV, Santa Justa... Al pasar por la Sé, dejo que mi cuerpo se sumerja en Alfama. Visito el Panteâo de los ilustres que provocaron que los Dioses de la tormenta y los gigantes de la tierra suspendieran de repente el odio de su guerra y se sorprendieran. Desde el Castillo de San Jorge contemplo mi Lisboa. Es la hora de marchar, el momento de partir, aunque la última lámpara de la calle amaneciente de mi alma hace ya tiempo que se apagó. Me traslado al Campo de Ourique, hasta Coelho da Rocha, y me asombra ver que allí quedan recuerdos de ese alguien que ya no soy. ¡Qué desasosiego siento en la paz de Prazeres! Ahí está la última morada del padre del sensacionismo y ahí el panteón familiar que recuerda que algún día ahí acabé, me marchité y desvegeté. Regreso a Belem, con su Torre y su Padrâo, donde se une el mar y el Imperio se deshace. Y llego al Monasterio de los Jerónimos, donde ya descanso, donde vuelvo a ser poeta, que es mi manera de estar solo ahora que en verdad estoy solo.
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Lisboa
Short StoryUn breve y sencillo relato para acercarnos a una ciudad excepcional y maravillosa como es Lisboa a través de los ojos de uno de sus personajes más influyentes de la primera mitad del Siglo XX.