❦︎ ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ 19 ❦︎

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19. Lo que yo quiero


Diciembre 2017

Casey había encontrado a su padre de regreso en el edificio principal de la Facultad de Ciencias, buscándola. El hombre la abrazó y le comentó de los rumores de un atentado en la Cátedra de Medicina, pero ella negó haber escuchado algo, rehuyendo sus ojos y diciendo que había pasado el rato en el edificio de Humanidades. Su padre lució aliviado y, con insistentes llamadas de Lena que acababa de enterarse por un mensaje de una compañera de trabajo, condujo a su hija de regreso a casa.

El resto de la tarde Casey lo pasó encerrada en su habitación, sentada con las piernas cruzadas sobre la mesa del escritorio, la laptop abierta frente a ella, el video de orientación reproduciéndose sin que ella estuviera haciéndole caso y los papeles del sobre café desperdigados por la superficie. Intentó, por sus padres más que por ella, concentrarse en sus decisiones de futuro y dejar de pensar en lo que había oído.

Era imposible, la escena seguía reproduciéndose en su cabeza, sobre todo, los últimos instantes. El disparo del arma, las palabras de Gabriel Guillory, la mirada que el traidor le dedicó y su última sonrisa antes de saltar por la ventana.

Golpeó con nerviosismo y ansiedad su bolígrafo en la mesa. ¿Hizo bien en huir? ¿Por qué huyó? ¿A qué tenía miedo? Ella no había hecho nada más que curiosear, escuchar una conversación que no debió oír nunca, ver a un hombre que ya había visto otras dos veces. ¿No era hora de contarle esas cosas a las autoridades? ¿No era hora de que Casey confesara todo lo que sabía?

Lanzó el bolígrafo contra la mesa y se llevó las manos al rostro.

¿Pero qué sabía ella? Nada. No sabía nada. «Mentirosa». Casey sabía que había un hombre que Olivia Moore suponía muerto y en su ataque a la escuela había sobrevivido a las llamas de Ashton, por lo que si Casey estaba en lo cierto ese hombre era un Signo de Fuego. Sabía que iba en busca de «Las Doce Piedras», aunque no sabía para qué las quería, sabía que ya poseía la de Piscis gracias a la ayuda de Darío Walker, el guarda ciego. 

Con una respiración honda Casey dio vueltas en su silla de escritorio. No debería estar dudando, debería estar bajando las escaleras y contándole a sus padres todas esas cosas. ¿Pero por qué no lo hacía? No quería hacerlo, no sabía por qué, pero no quería. Había algo en su pecho que se negaba a delatar al señor Walker. Sus ojos fueron al video de orientación, a la visión del templo de Capricornio.

Apretó los dientes. Hacía tiempo que no visitaba el santuario.










—¿A dónde vas? –le preguntó su madre al verla colocándose el abrigo y su bufanda gris.

—Al templo.

—¿A esta hora? –cuestionó, mirando el reloj de la pared que marcaba las siete y cuarto de la tarde. 

Casey asintió, calándose un sombrero y agarrando su mochila.

—¿No dicen que es buena hora para hablar con los Astros al atardecer?

—Pero tú nunca vas al templo, Casey –su madre la miró con esa mirada que tienen las madres, conocedoras de todos los problemas de sus hijos—. ¿Todo va bien, cariño?

Se apresuró a asentir y se dirigió hacia las escaleras del sótano prometiendo volver para la hora de la cena. Su padre sacó la cabeza por el marco de la cocina y le advirtió, con una espumadera en la mano, que no se desviara. Casey le sonrió, rodó los ojos y bajó al trote las escaleras. El cambio de temperatura fue ligero, porque la tarde en su casa había estado fresca. Sin embargo, cuando abrió la puerta del tragaluz azul tuvo que apretujarse en su abrigo y subir el cierre hasta arriba.

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