Érase una vez un hermoso pajarito que vivía en un árbol que crecía altivo en la cima de una montaña. Desde ese privilegiado lugar se veía el mar y se podía escuchar el sonido de las olas batiendo contra las rocas, disfrutar de la penetrante brisa marina, y contemplar cada noche un enorme sol naranja sumergiéndose en las aguas hasta la llegada del
Además de esas impresionantes vistas, el pajarito azul disfrutaba de las ventajas de ser ave. La mayor de todas era que podía ensayar un montón de acrobacias en el aire, pero también hacer cosas muy chulas como atrapar bichitos al vuelo o, en los meses de verano, revolotear entre las esponjosas y húmedas nubes para quitarse el calor y volver fresquito al nido.Curiosamente, aunque su vida parecía envidiable, el pajarito azul no se sentía plenamente feliz. Él tenía un sueño, y ese sueño, como suele suceder, tenía que ver con algo inalcanzable para él. Lo que más anhelaba, lo que más deseaba en el mundo el pajarito azul, era aprender a nadar. Por esta razón, mientras sus amigos disfrutaban picoteando cerezas o haciendo carreras en las praderas cercanas, él se pasaba horas viendo a lo lejos, hacían los delfines.
Completamente pasmado, se repetía una y otra vez:
¡Cuánto me gustaría haber nacido pez! Si pudiera cambiar mis alas por aletas no me lo pensaría dos veces.
Tanto se obsesionó con la idea que llegó un momento en que perdió interés por todo lo que le rodeaba. El pajarito azul dejó de comer y poco a poco se fue quedando pálido, flacucho, sin fuerzas. Su madre, preocupadísima, le advirtió:
– Hijo mío, no puedes seguir así. Deberías estar pasándotelo bien con tu pandilla y no todo el día metido en casa sin hacer otra cosa que mirar el mar. Tú eres un pequeño pájaro y nunca podrás nadar ¿Es que no te das cuenta? Anda, ve a dar una vuelta que hace un día espléndido!
Aunque estas palabras tenían la intención de animarlo no sirvieron de mucho; al contrario, el joven pajarillo se sintió todavía más deprimido y, en cuanto su mamá se alejó, se puso a llorar amargamente sintiendo que nadie en el mundo le comprendía.
En eso estaba cuando una gaviota de pecho blanco que pasaba por allí se posó a su lado y le dio unas palmaditas en el lomo con una de sus robustas patas amarillas.
¿Se puede saber qué te pasa, pequeñajo? Por tu tristeza deduzco que estás metido en un problema bien gordo.
El pajarito la miró de reojo un poco avergonzado.
– No sé si es un problema, pero lo cierto es que me siento fatal.
La gaviota se sentó, dispuesta a escuchar la historia.
– No tengo nada mejor que hacer así que soy toda oídos. Si compartes conmigo eso que tanto te agobia quizás pueda ayudarte.
El pajarito seguía sin apartar los ojillos encharcados en lágrimas del infinito mar azul. Por fin, fue capaz de soltar todo lo que llevaba dentro.
– ¿Ves lo increíble que es el océano? ¿Y ves lo cerquita que está?... Desde que nací mi gran ilusión es aprender a nadar.
– ¿Ah, sí?... ¿Y por qué?
– Para saltar las olas, para comprobar si el agua es tan salada como cuentan, para flotar boca arriba como un tronco a la deriva... ¡y para explorar el fondo en busca de corales!
La gaviota sintió mucha lástima por él y se mantuvo en silencio durante unos segundos. ¡No pedía poca cosa el muchachito! Finalmente, decidió opinar.
– Aunque no me creas, te aseguro que puedo entender tu frustración: eres un pájaro que quiere nadar y no puede nadar... ¿No es así?
– Sí, y por eso yo...
– Escúchame bien lo que te voy a decir: todos los seres del mundo, del más pequeño al más grande, tenemos un montón de virtudes, pero también algunas limitaciones que debemos aceptar con naturalidad. ¿Es que nunca te has parado a pensar sobre ese tema?
El pajarito se sintió bastante apurado.
– Pues no tienes más que fijarte en los demás. Por ejemplo... ¡mira hacia ahí! ¿Ves esos humanos que pasean descalzos por la playa? ¡Dicen que son los seres más inteligentes del planeta Tierra! Poseen un cerebro tan desarrollado que son capaces de construir sofisticados cohetes que atraviesan el espacio y se posan en la Luna, pero ¿sabes una cosa? ¡Jamás podrán volar por sí mismos como nosotras las aves, ni correr a la velocidad de los guepardos, ni saltar de rama en rama al estilo de los gorilas!
El pajarito se relajó un poco, fascinado por la explicación de la sabia gaviota.
– ¿Y qué me dices de nosotros los animales? ¡Todos tenemos capacidades diferentes! Los peces saben mejor que nadie cómo es el mar, pero nunca conocerán el placer de saborear un arándano. Los topos pueden excavar los más largos túneles, pero están condenados a vivir en la oscuridad cubiertos de polvo. ¡Por no hablar de los elefantes, siempre arrastrando toneladas de peso allá donde van! En cambio tú puedes comer fruta fresca, disfrutar del aroma de las flores, bailar sobre la brisa porque eres ligero como un pedacito de algodón...
El pajarito empezaba a comprender lo que su nueva amiga quería transmitirle.
– Sin ir más lejos ¡fíjate en ti y en mí! Es cierto que como nací gaviota me lo paso bomba pescando en ese mar que tantas miras, pero soy tan grande que no puedo jugar al escondite entre los matorrales porque me destrozaría las alas. ¡Ah!, y mejor no hablar de los terribles graznidos que suelto cada vez que muevo el pico... ¡No todos hemos nacido con esa voz melodiosa que tenéis los de tu especie, querido mío!
Las palabras de la gaviota calaron hondo en el corazón del pajarillo que, por primera vez en mucho tiempo, empezó a sentirse afortunado de ser quién era.
– ¡Tienes razón! La naturaleza ha sido generosa conmigo y por culpa de mi cabezonería me estoy perdiendo muchas cosas buenas.