El secreto de los hombres desnudos

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Cuando Hugo Ramírez, entró a su primer año universitario, de pronto se vio sumergido en un ambiente de lo más variopinto. En total, su generación contaba con aproximadamente cien estudiantes de nuevo ingreso (en números redondos). La universidad Centroamericana, en sus primeras inducciones, permitía que todo este inmenso lote de novatos, compartiesen las iniciales nociones acerca de cómo trabajaba aquella alma mater.

Eran excelentes días para crear nuevas amistades, dentro de esa amalgama de personalidades; algunos callados y serios -como Hugo-, otros payasos y ruidosos. Había una gran variedad de individuos: vagos, intelectuales, literatos, cantantes, rockeros, progresistas, comunistas, ambientalistas, feministas (por supuesto, de las más radicales), drogadictos, entre otros (todos los -istas que ustedes se puedan imaginar).

Jamás fantaseó, el estudiante Ramírez, que, por cuestiones del azar, algún día daría con el secreto de uno de sus muchos compañeros de clases. En particular, uno con un apellido de lo más extraño. Era una letra y todos se colgaban de esta para llamarle -nadie ocupaba su nombre-; se trataba de Zeta.

¿Qué clase de persona era Zeta? Probablemente la mayoría de compañeros lo recordaría por ser bastante amigable, en extremo social. Fácilmente platicaba con cualquiera, y no tenía problemas con conocer a terceros, ajenos a su facultad. En clases, era más bien díscolo, puesto que nunca llevaba mochila o cuaderno, o lapiceros siquiera. ¿Cómo aprobaba sus materias? Misteriosamente, él era bastante inteligente, aunque malgastaba ese potencial con su irresponsabilidad. Aprobaba los cursos con el mínimo requerido. Estaba más preocupado por sus constantes comercios; traía dulces o cualquier producto que pudiese conseguir, para vender en el campus.

Dios sabrá en qué invertiría sus ganancias, pues, en cuestiones de compra-venta, era el mayor negociante del mundo, con unos elefantiásicos precios, inflados abusivamente. Tal vez por su carisma, conseguía venderlos, o quizás, gracias a sus estrategias. Una de ellas consistía en buscar parejas:

—Hola Hugo, ¿no le quieres regalar un chocolate a tu novia?

E inmediatamente, se producía un dilema, puesto que, si Hugo le hacía caso a su oferta, estaba comprando una golosina al doble del precio habitual, y si no, quedaba como un tacaño, un miserable, con su enamorada, que en ese momento se quedaba callada, pero con sus ojos lo expresaba todo:

—¡Sí, cómpralo! ¡No te atrevas a hacerme un desaire cabrón!

Y Hugo, leyendo estos pensamientos, como si tuviese un poder mutante, a veces accedía, y en ocasiones, ya hastiado de estos vendedores, cazadores de parejas, sin temor a las repercusiones sentimentales, los mandaba lejos. «A joder a otro lado, con sus caprichosos precios», razonaba, mientras se preparaba para alguna disputa con su noviecita. «Este marketing va a terminar con más de alguna relación», concluía.

Para su sorpresa, Zeta era alguien en el fondo demasiado original; una mezcla de posible intelectual por sus capacidades analíticas que desaprovechaba, con un aficionado a la cultura asiática (fan del entretenimiento japonés con los mangas y animes), y un humorista nato. Conseguía hacer reír a todos en clases con pequeñas triquiñuelas, que dejaban ver un refinado talento para la comedia.

Sus chistes se desarrollaban con espontaneidad y tenían como base su forma de ser, despreocupada e hilarante por su absoluta sinceridad. Hugo recordaba siempre, aquella ocasión en la que interrumpió a un docente para hacer una pregunta:

—Profesor, ¿puedo hacer una pregunta?

—Sí —respondió el docente Quijada, con seriedad.

— Pero es de la clase...

Como dando a entender que ya estaba bien con que el enseñante estuviese narrando su vida, pues ya era hora de seguir con el curso. Lo más chistoso fue la reacción ofuscada de aquel señor quien se ofendió, porque los estudiantes se aburriesen escuchando sobre su vida personal, en particular si miraba Dragon Ball Z en los fines de semana, o si su hija había nacido "de contrabando" en Estados Unidos junto con mil historias más.

En un día cualquiera, Hugo le pidió su celular a Zeta, para revisar su correo institucional y ver uno que otro documento de la universidad, pero lo que no sabía era que, toqueteando aquel smartphone, terminaría -sin querer- abriendo el historial de páginas web visitadas por el navegador. Lo que sus ojos vieron, ya no pudo ser ignorado, pues en grande, por el efecto del impacto, leyó: «Hombres desnudos».

Parecía ser que otra de las aficiones de Zeta, era buscar imágenes de hombres desnudos en Google. Hugo hizo como si nada hubiera pasado y devolvió el celular a su compañero, sin hacer algún comentario al respecto.

Efectivamente, nunca le había conocido alguna novia a Zeta, y analizando en retrospectiva, Ramírez sabía que casi siempre paseaba por el campus, como el violinista, o tercer acompañante de una pareja. Era algo extraño de ver, pues estaban Romeo y Julieta juntos, en abrazos y besos, acompañados de un tercer individuo que de alguna forma enrarecía la atmósfera, pero no por eso se marchaba. Zeta era muy cercano a ellos dos.

No fue hasta la llegada de los últimos años de la carrera (para la generación de Hugo), que aquel muchacho se destapó, perdiendo el miedo al qué dirán, o a alguna marginación por parte de los otros. «No importa Zeta, yo siempre lo supe, desde hace mucho tiempo, tu secreto de los hombres desnudos», pensaba Ramírez. «Eres una buena persona, y al final del día, eso es lo que cuenta». Y se reía, porque agregaba una pintoresca acotación a sus pensamientos: «Pero deberías aprender a usar el navegador en modo incógnito ja, ja». 

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