El retrato de Scarlett

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El silencio de la madrugada era abrumador, se podían escuchar las manecillas del reloj martillando... tic-tac tic-tac en lo profundo de sus oídos, partiendo el sigilo de la media noche. Posado frente a la cama de su habitación estaba ese maldito lienzo de aquella mujer diabólica, con sus profundos ojos carmesí que parecían espiarle mientras dormía, penetrar en lo más íntimo de su alma, y leer sus más oscuros deseos. ¿Cuándo fue la última vez que ella pudo descansar desde que su marido colgó esa pintura? Las ojeras en su pálida tez eran cada vez más difíciles de ocultar.

Lucila se levantó precipitadamente, rebuscó desesperada en el cajón de la mesa de noche, sus torpes movimientos delataban lo que estaba a punto de hacer; sacó una daga dorada, la cual empuñó con fuerza en sus manos, entrando astuta y sigilosamente entre las cobijas. Estuvo sostenida sobre sus rodillas unos segundos alzando en lo más alto el arma blanca, dispuesta a terminar con el infierno que vivía, apuntó a su marido sin pisca de duda, colérica, rabiosa de que el sínico dormía plácidamente cada noche.

—Scarlett, esto termina hoy...

Sintió la mirada aguda de aquel retrato, ese deseo por apuñalarlo era cada vez más fuerte, como si una sombra perversa la poseyera, deseaba hacerlo, moría por desgarrar la carne con su afilada navaja... esa sonrisa que Virgilio había plasmado sobre el lienzo, parecía regocijarse con su agonía, disfrutar con su desquicio. Lucila apretó la daga tomando aire, con su rostro rojo de la ira, y sus manos temblando, pero no por miedo o nervios, sino de la rabia que por tantos días estuvo conteniendo, ni un maldito minuto más lo aguantaría, terminaría con la vida de su esposo en este momento, ¡Ni un segundo más resistiría! Pero cuando estuvo a punto de clavar el filo sobre el pecho de Virgilio, algo sucedió... un dolor terrible la torció completamente, como si algo o alguien jalara de sus entrañas, en segundos, la cama estuvo cubierta de sangre.

Años antes, la boda de ambas familias fue un despilfarro de recursos, comidas exóticas, bebidas refinadas e invitados de dudoso provenir. Rostros desconocidos se reunieron para celebrar el compromiso pactado desde la niñez del joven señor. Su madre tan puntillosa, le recalcaba desde que aprendió a hablar, su inevitable destino: Cuando cumplas tu mayoría de edad, desposarás a la Señorita Farphen. El pequeño ni siquiera entendía el significado de las palabras dichas por Margarita Scorza.

Lucila Farphen, la menor de cuatro hermanas, era una muchacha de cabello castaño, descrita por quien la mirara como sumisa o sin gracia, una dama de la cual no se percatarían de su presencia en una habitación llena de personas. Pero para una joven Burguesa, no resaltar u opinar, eran cualidades esperables.

La mañana de la procesión, Virgilio Scorza, tuvo su primer encuentro con su futura esposa, la cual le pareció de lo más común, con su tez blanca y cabello marrón, sus ojos pequeños y almendrados, al menos su apariencia no despertó su interés. Pero para la Señorita Farphen, su prometido era como un sueño, aquel joven apuesto de cabello rubio, y ojos azules, su rostro de delgadas facciones, ni en sus fantasías más descabelladas imaginó que compartiría sus días con un hombre tan guapo. En aquella mujer tímida un deseo prohibido se arraigó como espina, en lo profundo de su corazón.

El Joven Scorza recitó de memoria los botos que su madre escribió desde hacía años atrás, fueron los mismos que declamaron sus hermanos mayores; quien hubiese asistido a las tres bodas y prestado la mínima atención, lo notaría. Lucila con mucha ilusión escuchó embelesada cada una de las mustias palabras.

El rostro de Virgilio como de costumbre era estoico, tratando de huir de su agobiante realidad con ayuda del alcohol; la pareja recién casada no pronunció dialogo durante la noche. Lucila observó la escena con tristeza, y se imaginó los años que venían, sentía la soledad arraigada en su alma, la miseria de estar con alguien que no tenía el mínimo interés en su persona. Caviló detenidamente, ya no sería más la hija menor de la casa Farphen, no, esa noche se convirtió en la señora de Scorza, teniendo la responsabilidad de cargar con un título que jamás pidió, claro que tampoco se desobedecería su deber con la familia, pues era una mujer agradecida.

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