Introducción

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Una mañana de un día cualquiera de noviembre. La voz del presentador de radio retumbaba por mi habitación a modo de despertador mientras yo, compadeciéndome de mi mala suerte de siempre, me disponía a afrontar otro horrible, espantoso y maldito día de instituto. Las hojas marrones de los arboles caían mecidas por el viento, pintando cada rincón de la ciudad de tonos castaños. Era un día bonito para el resto del mundo. Era otro día más aquí metida. Abrí los ojos lentamente y clavé la mirada en el techo repleto de estrellas fluorescentes, de esas que brillan en la oscuridad. Creando formas e iluminando el techo oscuro. Como cada noche, como cada despertar.

Eran realmente preciosas, pero no lo eran para mí.

Dejé caer el brazo encima de la mesilla y pulsé el botón que apagaba la irritante voz de esa ama de casa desocupada que llamaba al programa de quejas cómicas matutino que hacía de despertador. Incorporé mis cincuenta y dos kilos sobre el colchón, y metí mis pies helados en las zapatillas mullidas con forma de conejo de Alicia en el País de las Maravillas que me había regalado mi tía por mi último cumpleaños. Un regalo espantoso, como todos los demás. Me froté los ojos con pesadumbre, despertando así el constante picor y enrojecimiento que acostumbraban a llevar consigo. Me esperaba otro día más. Otro largo, estúpido, y molesto día más.

—¡Mamááááá! ¿¡Dónde están­­ mis calcetines blancos?!

Me puse mi camiseta azul oscuro de fútbol americano con un nueve a la espalda en silencio, mirando a un punto fijo, mientras mi hermano daba vueltas por la casa chillando sin parar. Miré mi reflejo y no me gustó lo que vi. La ropa me quedaba demasiado grande. Mi piel era demasiado clara. Mis ojeras estaban demasiado marcadas. Mis ojos demasiado rojos. Mi pelo demasiado enmarañado. Siempre igual. Todas las mañanas lo mismo. Con tan sólo pensar en el día que me esperaba me entraban ganas de volver a meterme bajo las sábanas y no salir nunca, nunca, nunca más de ahí. Debajo de las sábanas, donde mejor se está. No tenía sentido levantarse, no desde hace tiempo. Y digo yo, ¿cuántas veces me había planteado dejar los estudios, dejar bachillerato? Ya no había forma de sacar fuerzas. La misma sensación todas las mañanas. No me gustaba, no me gustaba mi día a día. Cada día que pasaba tenía más sueño, cada día que pasaba necesitaba dormir más, o bien no despertarme. Nunca parecía ser suficiente. La rutina me podía. ¿Cómo era aquello que decían...? Algo de que no tener ganas de vivir es... como morir lentamente, creo. Bah, da lo mismo. Ya ni siquiera lo recuerdo. El caso era aquel. Yo moría poquito a poquito. No os imagináis de que manera. Qué ironía. El caso, mi caso, es que soy... un poco especial. Dejémoslo ahí. Ahora mismo no voy a entrar en detalles.

Me hice una coleta rápida y me lavé los dientes, cargué mi mochila morada y llena de chapas al hombro y salí a la calle sin despedirme de nadie. Un pajarito se posó en una rama de un árbol y pió un par de veces. Observé cómo sacudía cada una de sus alas llena de plumas y posaba sus patitas minúsculas en aquella ramita llena de hojas marrones. Era bonito, pero yo no pensaba lo mismo al respecto. Es difícil explicarlo. Creo que para mí... la belleza... la armonía... el amor... esas cosas, en ese momento, ya no existían. No me gusta autoengañarme. No me gusta hacerlo, así que prefiero vivir en la inopia. Para mí el mundo no existe, de la misma manera que el mundo decidió en su día que yo no existiera para él. Qué difícil me resulta explicarme por aquí. Se me hace tan raro... Hace mucho que no hablo con nadie ¿sabes? Es bastante extraño.

Silbé una melodía que rondaba por mi cabeza desde hacía unos días sin venir a cuento, y el pajarito, asustado, salió volando de inmediato. Me pregunté si habría dicho algo ofensivo en un idioma desconocido que solo los pájaros pueden entender, estúpida duda de la mañana. Quién sabe. La canción me sigue resultando bonita a día de hoy. Silencio. Quien lo diría, es un buen título. El ingenioso Beethoven. Me ajusté la coleta e imaginé dónde estarían volando esas alas ahora, libres, sin obligaciones, sin rutinas, lo más lejos posible de aquella chica de pelo color caramelo y ojos tristemente vacíos. Sin vida alguna.

VALENTINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora