- ¿Y Joaquín? -pregunta ella en un matiz vocal tan suave y melodioso que me obliga a ahogar risitas, mientras me escabullo entre los arbustos donde estoy escondido.
-Jugando. -le responden con calma-. Será mejor que vaya a buscarlo -sugiere y, ésta vez no consigo reprimir las carcajadas-. ¡Pastelito! -me llama fingiendo preocupación-, ¡pastelito, te quedarás sin sándwiches de queso, tomate y albahaca! -advierte.
Estiro mis manos hacia las ramas repletas de hojas verdes y las corro a un lado para observar lo que ambos progenitores hacen.
Mamá está allí, arrodillada sobre un mantel cuadriculado rojo y blanco. Abre una cesta de mimbre y, con una sonrisa estampada en su bellísimo rostro decora la mesa provisoria, que es la tela encima del césped húmedo.
Un pastizal podado y cuidado, al igual que cada prado que rodea a mi hermosa ciudad de la Pompeya.
- ¡Uberto! -chilla con dulzura; levantando el mentón y mirando en dirección a los frondosos arbustos-, ¿encontraste a nuestro príncipe, amante de la naturaleza?
Devuelvo a su sitio la espesa cortina de verdosas hojas y tallos gruesos; me inclino y, poniéndome de cuclillas hago el mayor silencio posible, temiendo a que con el mínimo ruido sea descubierto en cualquier instante.
- ¡Ji, ji! -murmuro con la adrenalina inundando mi sistema y, ojeando de reojo los zapatos que me regalaron cuándo cumplí los nueve.
Trago saliva repentinamente angustiado y parpadeo.
Me siento como si estuviera viviendo un sueño; un hermoso sueño de mi infancia y, es esa tediosa opresión en el pecho la que me invita a disfrutar del momento, porque a decir verdad, ésta escena que evoca mi pasado fue la última en dónde la felicidad me envolvió. A los nueve años; vistiendo un short de algodón, color caqui, con una camisa blanca y, yendo de picnic con mamá y papá.
Sin Adolfo, Melany o Andrés. Sin infidelidades, reclamos violentos o indiferencia. Sin adicciones... Y sin Emilio Osorio.
Sinceramente podría quedarme para siempre sumergido en éste lapso de la línea temporal, dónde Elizabeth Gress, de exuberante melena negra, altura pequeña y figura menuda, sirve los emparedados capresse que sabe, son mis preferidos; y en dónde Uberto Bondoni, mi apuesto padre, de cabello canoso; porte envidiable y fisonomía delgada, recorre varios metros de prado con tal de pillarme.
Inhalo hondo. Si existiera la chance de no despertar jamás de éste sueño, de seguro no la desaprovecharía. Pues indeclinablemente entiendo que lo es; que es un sueño. Una experiencia que parte de mi psique repite, haciendo honores a la época en que los días eran perfectos; mi rutina era tranquilidad, amor y prosperidad. Mis padres se amaban con locura y, eso me bastaba para ser el niño más dichoso del mundo.
- ¡Aquí estás! -vocifera Uberto, sobresaltándome por detrás y, obligándome a caer de trasero contra el césped.
- ¡Papá! -bufo largando carcajadas.
- ¡Vamos mi Pastelito, que sino tu madre se comerá los sándwiches! -reflexiona inclinándose y, tendiéndome la mano.
La tomo y de un tirón me coloca sobre su hombro izquierdo. - ¡Papi! -exclamo extasiado.
¡Cuánto extrañaba el que me cargara así!
- ¡Elizabeth, cariño! -Grita captando su atención-, ¡te vendo un cerdito! -Anuncia bajo el asombrado escrutinio de mi progenitora, cuyos rasgos faciales, de rostro en forma de corazón, largas pestañas y gruesos labios supe heredar-. ¿Lo quieres? ¡Va a un precio razonable! -Espeta acercándose al mantel con el picnic dispuesto en él-: Dos emparedados más; por el cerdito de ojos marrones.
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Al Mejor Postor || Emiliaco
FanfictionAdaptación. -¡Calidad certificada, belleza exorbitante, y virgen queridos compradores! La puja comienza ahora, con un extranjero de veinte años; la exclusiva pieza del día de hoy. -¡Cien mil dólares!- gritan con alevosía desde el estrado -¡Medio mi...