Se había preparado un cuarto especial para los novios, separando un rincón grande de las habitaciones altas, alrededor de una chimenea. Allí había una cama enorme, cubierta con las más suaves sábanas de hilo y un cubrecama gris, forrado de seda carmesí. El lecho estaba sembrado de pétalos de rosa.
Las doncellas de Carla y varias de las invitadas ayudaron a desvestir a la novia. Cuando estuvo desnuda, apartaron los cobertores y la joven se acostó. No pensaba en lo que estaba ocurriendo a su alrededor, sino en su propia sandez. En unas pocas horas había olvidado una experiencia de veinte años sobre los hombres; por unas pocas horas había creído que uno de ellos podía ser bueno y amable, hasta capaz de amar. Pero Samuel era igual que todos; tal vez peor. Las mujeres reían estruendosamente ante su silencio. Beatriz comprendió que en la conducta de su hija no había sólo nerviosismo. Rezó en susurros, pidiendo a Dios que ayudara a la joven.
-Eres afortunada –le susurró al oído una mujer mayor– en mi primer matrimonio me encontré en la cama con un hombre cinco años mayor que mi padre. Me extraña que nadie lo ayudara a cumplir con sus deberes –Maud rió agudamente.
-Lord Samuel no necesitará ayuda. De eso estoy segura.
-Tal vez sea Lady Carla quien necesite ayuda... y yo ofrecería de buena gana mis servicios –rió otra. Carla apenas las escuchaba. Sólo recordaba el juramento de amor de su esposo a otra mujer, el modo en que le había visto abrazar y besar a Marina. Las mujeres la cubrieron con la sábana hasta debajo de los brazos. Alguien le peinó la cabellera para que formara una suave cascada sobre sus hombros desnudos.
Al otro lado de la puerta de roble se oyó llegar a los hombres, con Samuel a hombros. Él entró con los pies hacia adelante, ya medio desvestido. Los hombres le ofrecían ayuda a gritos y hacían apuestas sobre su desempeño en la tarea que debía realizar. Sólo guardaron silencio al ponerlo de pie, para mirar a la novia que esperaba en la cama.
La sábana destacaba el tono cremoso de sus hombros. La luz de las velas acentuaba las sombras de las sábanas. Su cuello desnudo palpitaba de vida. Había en su cara una firme seriedad que le oscurecía los ojos como si echaran humo; sus labios parecían tallados en duro mármol bermellón.
-¡Manos a la obra! –Gritó alguien– ¿a quién se tortura? ¿A él o a mí? –Se quebró el silencio. Samuel fue rápidamente desvestido y empujado al lecho
-¡Fuera todos! –Ordenó una mujer alta– ¡dejenlos en paz!
Beatriz echó una última mirada a su hija, pero Carla mantenía la vista clavada en las manos, cruzadas sobre el regazo. Cuando la pesada puerta se cerró con violencia, la habitación pareció de pronto sobrenaturalmente silenciosa.
Carla cobró dolorosa conciencia del hombre que tenía a su lado. Samuel permanecía sentado, mirándola. La única luz del cuarto era la de las llamas que ardían en el hogar, ante los pies de la cama. Esa luz bailaba sobre la cabellera de la muchacha, arrojando sombras sobre sus delicadas clavículas. En ese momento él no recordaba haber reñido. Tampoco pensaba en el amor. Sólo sabía que estaba en el lecho con una mujer deseable. Movió la mano para tocarle el hombro; quería comprobar si la piel era tan suave como parecía, pero Carla se apartó bruscamente.
-¡No me toques! –Dijo, con los dientes apretados –Samuel la miró con sorpresa. Había odio en sus ojos y tenía las mejillas arrebatadas. La rabia le otorgaba más belleza, si eso era posible. Y él nunca había sentido un deseo tan furioso. Le rodeó el cuello con una mano, hundiéndole el pulgar en la carne suave.
-Eres mi esposa –dijo en voz baja– ¡eres mía! –Ella se resistió con todas sus fuerzas, pero nada eran comparadas con las de Samuel, que la atrajo hacia sí con facilidad.
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La Fuerza del Amor (Adaptada)
Historical FictionToda Inglaterra se regocijó con la boda de ambos, pero Carla Rosón juró que su esposo sólo la tendría por la fuerza. Ante el florido altar, el primer contacto entre ambos encendió en ellos una pasión ardiente. Samuel García miró al fondo de aquellos...