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Se puso los zapatos de taconeo, se enderezó y se estiró la falda de ensayo sonriendo. Se miró de reojo en el vetusto espejo, de ese vetusto vestuario, y respiró hondo. Peeta se había ido hacía una semana de Madrid y seguía sintiendo mariposas en el estómago, muchas y revoltosas, y aquella sensación la hacía sentirse espléndida y llena de energía.

Por supuesto la relación que él estableció con Aida la emocionada, era increíble como la pequeña se había entregado a sus mimos con tanta confianza. Ella era amistosa y tranquila, sí, pero la forma en que había reaccionado con su padre había sido impresionante. Una especie de reconocimiento mutuo, mucho más profundo de lo que se podía imaginar, una complicidad innata que nadie podía manipular o forzar, no, aquello había sido de forma natural y le había cambiado para siempre la percepción que tenía sobre Peeta, el tipo que hasta hacía bien poco reconocía en público no soportar a los niños.

El segundo día que se vieron, después de la piscina, donde ya se había mostrado atento y cariñoso, los dejó solos con su madre, y cuando volvió de flamenco se los encontró durmiendo juntos en el salón. Él apenas cabía en el sofá grande pero ahí estaba, completamente estirado, con Aida sobre el pecho y dormidos tan apaciblemente mientras su madre y su abuela los observaban en silencio. Aquella imagen la emocionó muchísimo y supo en seguida que jamás la podría borrar de su memoria. "La sangre tira", le dijo su abuela, y parecía ser verdad.

Él tenía un don innato para tratar a Aida, algo bastante lógico porque solía ser muy cariñoso con la gente que quería, y durante las horas de su corta visita a Madrid no la perdió de vista, se ofreció para aprender a cambiarla, para bañarla y para pasearla en brazos por toda la casa mientras le susurraba palabras cariñosas, con esa voz maravillosa que Dios le había dado. Era un espectáculo verlo y se pasó esos tres días preguntándose si aquello era real, auténtico y duradero, o solo fruto de la conmoción que estaba sufriendo por conocer a su hija en persona.

Johanna, que era de naturaleza desconfiada y no podía tragarlo demasiado desde el divorcio, decía que Peeta Mellark estaba asumiendo la paternidad como asimilaba cualquier papel para una nueva película, con entrega y entusiasmo, pero que lo mismo que había venido se largaría y si te he visto no me acuerdo:

—Mañana coge un vuelo, se va no sé dónde, con no sé qué nuevo ligue y Aida pasa a la historia... te lo digo yo y si no, tiempo al tiempo.

—Al menos se merece el beneficio de la duda —opinó su madre y ella se limitó a callar y a rogar a Dios porque tuviera razón—, Peeta es un buen chico, ha cometido errores como marido, pero no tiene porqué ser un mal padre. Se ha criado en una familia muy unida y cariñosa, no veo nada raro en su comportamiento con la niña.

—Esencialmente, madre, en que ha venido a conocerla cuando ya tiene cinco meses, ¿te parece poco?

—Quiso conocerla cuando nació y parece que lo informamos bastante mal.

—Porque mi hermana, su mujer durante una pila de años, estaba sola y asustada en un puto hospital inglés dando a luz a su hija mientras él estaría quién sabe dónde, haciendo quién sabe qué... se merecía un poco de caña el muy cabrón y no me sigáis reprochando aquello porque no me arrepiento de nada, ¿eh? Si ni siquiera entiendo que lo dejéis entrar aquí.

—Mira, Johanna...

—Y tú cállate, Katniss, que te veo la cara y estás a punto de olvidarte de todo y...

—De eso nada —tragó saliva y frunció el ceño—, solo quiero recordarte que fui yo la que no quiso avisarle del parto. Siendo justos, la cagamos todos, así que no me importa que venga, de hecho podrá venir a ver a Aida cuando quiera.

—Me apuesto una cena a que no volverá por aquí, no te hagas ilusiones, hermanita... ese tío es un puto actor, sabe lo que hace y cómo embaucarte, pero luego, si te he visto no me acuerdo.

OportunidadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora