Duodécimo compás

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23 de octubre del 2000

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23 de octubre del 2000

A mi padre le molestaban muchas cosas, sobre todo las más insignificantes. Antes de darme cuenta, pensaba que se calzaba y descalzaba varias veces porque era un maniático que necesitaba ponerse y quitarse los zapatos un número determinado de veces. Conté las secuencias, que nunca eran iguales. Empecé a pensar que el número de veces que lo hiciera iba en función de los zapatos o los calcetines. Dos veces si los calcetines son negros, tres si son rojos, una si son blancos... Descarté la teoría. Al final, solo se trataba de las costuras de los calcetines, que le molestaban. Se quitaba los zapatos una y otra vez hasta que no las notaba. Cuando lo descubrí, también me empezaron a molestar las costuras en el dedo meñique del pie.

Y si le molestaba eso, no quería ni imaginar lo que debió ser tomarse la mañana libre en el trabajo para acompañarnos a mi madre y a mí al médico, probablemente porque ella se lo había pedido para asegurarse de que esta vez no me pudiera negar.

Ese lunes por la mañana mi padre se llegó a calzar al menos siete veces.

Como los ánimos ya estaban caldeados de buena mañana, no tardé en levantarme y vestirme.

Mi madre preparó café y tostadas con mermelada casera, y leche para mí. Una estratagema en la que caí, me encantaba su mermelada de cerezas. En cambio mi padre le dio varios mordiscos y dejó la tostada en el plato. Le robé el trocito mientras él veía la tele; años atrás me habría perseguido llamándome pequeña ladrona. Mi madre me miró con su habitual boca fruncida, pero como estaba comiendo más no dijo nada. ¿Qué os ha pasado? ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué me va a pasar?

Una vez en el coche, tomé el asiento del copiloto. No es que tuviera mi nombre, pero desde que había alcanzado la estatura adecuada para ir sin sillita, me había adueñado de él. Había relegado a mi madre al asiento trasero.

—Lina, ponte el cinturón —me dijo ella.

No le hice caso, todo era una pequeña oportunidad. La oportunidad de salir despedida y perder al bebé, tal vez incluso a mí misma.

—Carolina —me advirtió mi padre.

Miré al frente, sin perder de vista la carretera. Sentí que la velocidad del vehículo aumentaba, la presión en el pecho que te roba el aire. Me dio tiempo a poner el antebrazo contra la guantera para protegerme la cara. Mi padre había frenado de golpe ante un semáforo en rojo.

—¡César! —le reclamó mi madre. Luego se inclinó para asomar su cabeza con su perfecto recogido entre nosotros—. ¿Pero qué os pasa?

Ninguno dijo nada. Yo no me puse el cinturón.

Entramos en el hospital los tres. Aunque mi padre quiso quedarse esperando en el coche, mi madre insistió y aceptó a regañadientes.

Atravesamos un largo pasillo que se bifurcaba en varios pasillos más, en uno de ellos giramos y llegamos a la sala de espera. Allí ya había gente sentada, como una mujer con una tripa enorme u otra que trataba de calmar a su bebé en brazos. Su llanto era monstruoso, inaguantable. No soportaba a los bebés.

Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora