EL NIÑO DE LAS ESTRELLAS

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Cientos de luciérnagas coléricas inundaron el bosque en busca de un alma, el murmullo iracundo del pueblo de Net, acompañaba la búsqueda. Hombres, mujeres y niños se zambullían en la espesura del bosque con los ojos alumbrados más por su anhelo que por el fulgor de las antorchas.

Dondle, era el gobernante de Net, lideraba la búsqueda con especial empeño y era el que gritaba con mas fuerza. A pesar de su avanzada edad, conservaba en brío juvenil y un ímpetu digno de admirar. No estaba dispuesto a rendirse con la búsqueda, sabía que el pueblo dependía de ello, la supervivencia de todos en Net, desde el mas joven hasta el mas viejo y que de lo contrario, podría haber revueltas y disgustos. no planeaba defraudar la confianza de los suyos.

A un tiro de piedra de lo ante descrito, estaban dos personas, que huían de la embravecida turba. Una mujer y su hijo de tan solo 13 años que llevaba casi a rastras. Trataban de ocultar sus almas entre la penumbra de la noche y camuflar sus turbadas respiraciones con la brisa nocturna que refrescaba el bosque. Sabia que aquel acto de supervivencia, podía ser considerado egoísta y cobarde por los de su pueblo, pero no planeaba detenerse a pensar en aquello que pudiera remorderle la conciencia. En ese preciso momento, nada le importaba.

El pueblo de Net, no sembraba, no araba la tierra ni la regaba, no lo necesitaban, los frutos del campo y las frutas en los aboles crecían al tiempo debido y en sobre abundancia. Tampoco necesitaban cazar ni poner trampas en los bosques. Algunos animales, cada cierto tiempo, eran atraídos por la sabia que despedían las raíces de cierto árbol, que los dejaba adormilados y dispuesto al matadero. Este árbol que producía esta peculiar sabia, era también el que le brindaba los nutrimentos necesarios a la tierra para que produjera los frutos de manera continua y exacta. Su nombre era Karvus y era, de hecho, el último en su especie, pues a pesar de lo útiles y casi milagrosos que pueden llegar a ser, son difíciles de cuidar y requieren más que agua para tener aquellas habilidades, de lo contrario, se secará y morirá. Aquella persecución, se trataba precisamente de eso, de la supervivencia del árbol y, por ende, la de todo el pueblo. Karvus, aparte de ser el sustentador entero del pueblo, era también su dios, así lo habían decidido los aldeanos, pues hacia ver la isla como un verdadero paraíso, incluso los bosques eran particularmente frondosos y húmedos, el musgo era como hierva y los hongos comestibles crecían por manojos en los árboles.

Aquella noche no había luna llena, estaba en cuarto creciente. Sin embargo, no parecía sonreírle a la pobre mujer que huía, parecía más, una torcida y cutre mueca de tristeza que le seguía a todos lados como mal presagio o al menos es lo que la mujer sentía. Frente a ellos, el sonido del mar rompiéndose en la orilla del peñasco entraba en sus oídos como placebo que los tranquilizaba del turbio griterío que se oía atrás de ellos. El niño apenas si podía correr, le era más un tropiezo a su madre que un aliento; sabía perfectamente lo que sucedía, pero estaba tan aturdido y asustado que sus piernas no se movían al ritmo de su mente y emociones. Se dio cuenta demasiado tarde de que aquella noche sería la última en su preciada tierra natal o su ultimo día como ser vivo... lo que sea que pasara primero.

Por fin llegaron al despeñadero que tanto anhelaban ver, no era muy alto y el mar no estaba agitado, así que su plan de fuga parecía ir en buen camino. A la orilla del despeñadero, un hombre, el padre del muchacho que ya los esperaba con un par de bolsas de tela repletas de comida que debía durar todo el viaje hacia cualquier lugar. Temblaba bruscamente de miedo.

El pobre muchacho no pudo ni decir nada, en cuanto su pare lo vio llegar, lo tomo en sus brazos y lo arrojó al mar para después arrojarse él mismo hacia el vacío. Ya a la orilla, una embarcación hecha completamente de troncos y muy rustica aguardaba por los tres, pero no hubo un tercero que cayera del cielo. Mientras el hombre ayudaba a su hijo a trepar a la embarcación y gritaba el nombre de su mujer "Anya", otro grito, mas agónico y desesperado opaco el suyo. El padre del muchacho supo entonces que su mujer no bajaría nunca y que, si no sacaba a su hijo de ahí, el sacrificio de su preciada esposa habría sido en vano.

CRÓNICAS DE MAR Y TIERRADonde viven las historias. Descúbrelo ahora