El único legado de un anciano

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La Carta.

He vivido por mucho tiempo. No sé cómo lo sigo haciendo, aún no comprendo. Pienso que se debe a que, desde muy niño, solía alimentarme bastante bien. «Cuando uno nace bien, crece bien», dicen. Solía escuchar con bastante frecuencia aquel dicho.

En mi vida he visto toda clase de cosas interesantes, personas interesantes, animales interesantes… y con cada uno me he impresionado casi de la misma manera.

Desde niño veía el mundo como algo gigantesco el cual consideraba se debía apreciar en detalle minucioso. Pensaba, en aquel entonces, con mi inmensa imaginación pero, por la edad, una inocencia imprescindible, que el mundo estaba dividido en pequeños mundos y que, en cada uno de estos, existía distintos animalitos, objetos o personas. Y que al agruparlos, conformaban el mundo que vemos a simple vista. Sorprendentemente, para ser tan solo un niño, no estaba del todo errado. El mundo sí se conforma con mini mundos, también el universo. En la propia naturaleza los vemos como células, partículas, etc.

Si voy a ponerme a hablar de lo curioso e inteligente que era de niño, estaría horas haciéndolo. Toda mi adultez esperé que me lo preguntasen, pero tristemente, nunca nadie lo ha hecho. No obstante, eso es tema que tocaré más adelante.

En mi niñez recuerdo haber sido más que travieso, curioso. Me gustaba observar todo. Lo hacía, por ejemplo, con la ropa; cómo los hilos, delgados, se entrecruzaban el uno sobre el otro casi en escalas para conformar un cuerpo ––en este caso una prenda––; cómo las hojas tenían aquellas ramificaciones parecidas a las venas en nuestros brazos. Y si nos damos cuenta, podemos ver que incluso podríamos comparar el cómo los hilos, se parecían a aquellas ramificaciones de las hojas y estas a nuestras venas.

Así en mi joven e inocente cerebro, se hacían estas conexiones y comparaciones. Y no solo eso, podía pasar horas observando la luz que lanzaba una lámpara y la luz del sol (no de forma directa, por supuesto. Sino, ya estaría más ciego de lo que ya estoy) y las comparaba. Me intrigaba de una forma inexplicable la diferencia que había entre estas luces. ¿Por qué la luz del sol se veía tan distinta a la de una lámpara? Para un adulto pareciera ser una pregunta fácil de responder, e incluso un poco tonta. Pero para mi yo de aquel entonces era como preguntarse cuál era el verdadero origen de nuestra existencia.

Soy de querer repetir las palabras, no porque no sepa otras (aunque también, a esta edad, eso es uno de mis problemas más habituales), sino porque me gusta recalcarlas, o porque en sí me gustan. Puede ser ambas a la vez. Como ya he dicho varias veces, cuando era niño, mi cabeza era otra muy diferente a la que tengo ahora. Podía sentir cómo mi cerebro trabajaba como máquina, con un entusiasmo vivaz, tenaz. Fluía energía a través de mi joven cuerpo que ahora envidio no poder tenerlo. Y ese era otra de las cosas que me encantaba preguntarme: ¿por qué cambiamos tanto?

Era algo admirable, inusual para mí, el hecho de que, una vez, mi abuela vieja, arrugada al igual que yo en estos momentos, me mostrara una foto de cuando era niña. Había quedado anonadado al verla. No podía creer que aquella niña, de piel tan estirada y fina, fuera ella. Recuerdo haber girado la cabeza en su dirección con los ojos tan abiertos como se me era posible, y fijé mis ojos en las arrugas de su rostro comparando, como siempre hacía, con la piel estirada de aquella niña. Se me era imposible pensar que podía ser ella.

«¿Cómo fue que cambió tanto?», me pregunté entonces. Se había estirado como goma, pues la niña era pequeñita, y mi abuela era bastante alta.

Aún más inexplicable fue mi expresión cuando me mostró la foto de cuando era una adolescente.

¿Cómo es posible que esa niña, fuera aquella adolescente y a la vez mi abuela, la que tenía al lado?

¡No entendía!

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⏰ Última actualización: Nov 29, 2020 ⏰

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