Luego de bendecir la comida, las palabras salieron solas. Desde aquella cena, pasaron cuatro años. Comenzaron llevándome a diferentes templos y reuniones cristianas; los psicólogos fueron otra opción, pero en la última sesión, les dijeron que no había nada malo en mí, por octava vez. Los vecinos comenzaron a decir que solo era una etapa, que deberían esperar y todo se solucionaría. Pero el tiempo pasó, y la etapa no.
La vergüenza los consumía, haciendo que se mantengan al pendiente de mí todo el tiempo. Decidieron que mi colegio no era bueno, por lo que me cambiaron a otro cristiano, y siempre esperaban en la puerta a que saliera. No me dejaron tener nuevos amigos, y los pocos que tenía, también se alejaron. Me volvieron prisionero dentro de mi propia casa, y mis padres eran los carceleros. “No eran malos, pero tampoco buenos” pensaba, mientras fumaba en el patio el cigarrillo que había robado a mi padre a las tres de la mañana. Era amargo, pero al final, dejaba una sensación relajante que me hacía sentir tranquilo.
Pese a todas las decisiones que tomaban sobre mí, no estaba enojado. Sabía que en algún momento podría salir y ser libre. No voy a culparles por no aceptarme, después de todo, hay días en que yo tampoco logro quererme. “Es cuestión de tiempo”, me lo repetía cada vez que sus palabras se disparaban hirientes. Y un día, la vida nos encerró a todos. Yo estaba acostumbrado a pasar mis días escondido, ellos no.
La humanidad fue sorprendida y atrapada en sus casas. Esta vez, el encierro se volvió como el único mecanismo de defensa universal. Dijeron que es un virus, que llegó desde un país que incluso no estaba en este continente. Pensé que no debía preocuparme, ya que solo debía seguir haciendo lo de siempre, pero misteriosamente, todo se volvió más ruidoso. Las puertas comenzaron a cerrarse con brusquedad, los gritos se volvieron más frecuentes y mis padres comenzaron a liberar la tensión en mí nuevamente.
¿Cuándo fue que me encerré por completo a mí mismo? Mi cuarto no solo era el lugar donde dormía, sino que también un bunker donde me escondía de lo que ocurría en el mundo y dentro de mi hogar. Paradójicamente, entre las cuatro paredes, me sentía más libre. Así pasaron los días, las semanas y los meses. Hasta que conocí a alguien detrás de la pantalla de mi celular.
Al principio, las conversaciones eran casuales. No pasó mucho tiempo cuando comenzamos a escribirnos en la mañana, en la tarde y en la noche. Él era muy amable, y encantador. Y como yo, fue prisionero mucho antes de que el virus afuera nos encerrara bajo llaves invisibles. Pero sus carceleros eran diferentes a los míos. Nunca antes tuve tantos deseos de ser libre, para poder arrastrarlo conmigo a la libertad.
Pasaron dos meses, y dejaron que saliéramos. Los horarios eran estrictos, pero creí que en ese tiempo, podría encontrarme con él, darle un sincero abrazo y trasmitirle las fuerzas que necesitaba. Estaba muy ilusionado por conocerlo de una vez. Solo fue cuestión de algunos mensajes para organizar un encuentro a escondidas de nuestras familias.
Esperé quince minutos, luego quince más. Los minutos se volvieron horas. Y él nunca apareció. Llamé a su número de celular, pero dio apagado. Le escribí un mensaje “Cuando lo vea, me responderá” pensé. Aunque tenía miedo de irme y perderme el encontrarlo, no tuve opción. La noche llegó acompañada por una fina lluvia y yo no tenía paraguas.
El tiempo siguió pasando. Sigo recibiendo las mismas palabras hirientes. El virus volvió a cobrarse nuevas víctimas, y seguimos encerrados. Continúo intentando contactarme, pero él no aparece por ninguna de sus redes. En su último mensaje me dijo que estaba en camino. Cuando me dejan salir, paso por nuestro de encuentro, y espero unos segundos.
Hoy en las noticias locales, una señora estaba llorando al teléfono mientras hablaba con los conductores del programa, pidiendo que liberaran a su marido, que tenía más hijos a los que debía alimentar y no podía estar sola. El marido había sido acusado por homicidio. Pero mi madre no tenía ánimos de escuchar qué ocurrió, por lo que apagó el televisor y comenzamos a orar antes de almorzar. En sus plegarias, pedía que el virus se marche pronto y que yo me recupere de mi enfermedad. Y yo pedía por él.
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Cuentos Cortos
Short StoryPara todo aquel que disfrute la lectura y quiera entretenerse. iré subiendo una colección de cuentos cortos. Por favor, son cuentos propios, no hay nada detrás, solo yo, la escritora.