IV. Grigor

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—¡Grigor! ... ¿no es suficiente ya? —gritó el joven Yevgeny.

"Es suficiente", pensó Grigor. Calculó que su hermano ya había cubierto una distancia de novecientos metros. El joven Yevgeny, un niño vivaz de unos doce años, cargaba con un bastidor en dirección a los lindes de un lago ancho, tembloroso con el reflejo verde de los pinos siberianos y los azules de las montañas Urales. El sol radiante engalanaba de colores todo el paisaje. El bastidor estaba tapado con una tela.

—¡Ya está bien! ¡Destápalo y regresa! —gritó Grigor.

Luego extendió su mano derecha y la observó: firme, como si fuera de cera; como si no tuviera conexión alguna con el resto de su cuerpo que vibraba de emoción. Siempre había sido así, desde las primeras aventuras con su abuelo y su hermano; el miedo podía atenazarlo, el frío podía hacerle temblar todo el cuerpo, excepto su mano. Inspiró profundamente. Imágenes fugaces de su abuelo y de su hermano mayor le llegaron de súbito; olores a piel de lobo, resina, tripa tensada, carbón, ciervo. Levantó la vista.

De un solo gesto brusco, Yevgeny destapó el bastidor.

***

Un ruido metálico y una exhalación vaporosa quebraron la armonía de la brisa y el canto de los pájaros que Grigor estaba disfrutando en ese momento. Los párpados cargados, los ojos celestes como esquirlas de cielo, los labios carnosos, la cara redonda y desprovista de arrugas: el rostro de Grigor delataba ancestros vikingos; hombres de Escandinavia preparados para la aventura y los climas hostiles. Se dio vuelta para mirar el camino. Escoltado por soldados a caballos, un extraño vehículo se acercaba a la casa. Tenía ruedas metálicas y una torre alta que escupía humo. Arrastraba un carruaje moderno. Los soldados cargaban los estandartes de Austria. Grigor abandonó el tronco sobre el que estaba sentado y caminó hacia el frente de la casa, para ver más de cerca aquella abominable maravilla mecánica. Su hermano Yevgeny vino corriendo: estaba alucinado.

—¡Es un elefante de vapor! —dijo Yevgeny, mientras se acomodaba los anteojos.

A Yevgeny la sonrisa se le salía de la cara. Grigor trató de fingir un poco de emoción, para no arruinar la alegría de su hermano. El artefacto de vapor inventado por los ingleses, y todo lo que simbolizaba, le producía desagrado; y lo asombraba mucho menos que la visita de la nobleza austríaca, inédita hasta ese momento. Un joven alto y muy elegante, vestido de blanco y rojo, bajó del carruaje. Se quedó a un costado, manteniendo la puerta del carruaje abierta. Descendió una joven de brillantes bucles oscuros. Tenía un rostro infantil, de enormes y amables ojos negros; pero Grigor sintió que no era la jovencita que aparentaba, y hasta intuyó que tenía más edad que el joven que la acompañaba. Percibió en la mujer un aura de audacia, de indómita voracidad o ambición. La ropa era ajustada y el escote exhibía más de lo que había visto en otras mujeres. Grigor vio a su padre y a su madre salir a recibir a los visitantes. La mujer se demoró. El hombre, escoltado por varios soldados inexpresivos, atravesó el jardín en dirección a Grigor. La presencia intimidante de la nobleza y los soldados turbó a Grigor. Atolondradamente se pasó las manos por el pantalón, rogando que no estuvieran demasiado sucias. Cuando lo tuvo cerca, se dio cuenta que aquel joven, que tenía quizás cuatro o cinco años menos que él, era de la nobleza austríaca y, a juzgar por algunas condecoraciones que brillaban en el pecho, también miembro del ejército. Grigor agachó la cabeza.

—Su majestad...

No pudo completar la frase. "¿Quién es?", pensó Grigor, abochornado. "Qué vergüenza...".

El joven se sacó el guante blanco que le cubría la mano. Eso sorprendió a Grigor.

—No sabe quién soy, pero yo sí sé quién usted, suboficial. Eso no debe avergonzarlo; al contrario, debería estar orgulloso.

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