VI. Calfucurá

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Ensimismado en la angustia que le producía pensar en los "huincas" blancos, Calfucurá levantó su vista de bronce para contemplar la tierra. El mapuche miraba la inmensidad de la tierra del virreinato como nunca podrían mirarla los ingleses ni los españoles ni los portugueses ni los gauchos que querían usurparla. Viéndola florecida de ganado, de cuero, de carne, la mirada del huinca hedía a codicia; pero la de Calfucurá era mandada a callarse, anonadada ante la belleza inconmensurable del océano verde y fértil que latía bajo el mar del cielo. La pampa para el gaucho puede ser una sola; pero las pampas que conocía Calfucurá eran muchas, no sólo vestidas de ombúes sino también de caldenes y algarrobos. Un territorio diverso, siempre distinto, ya fuera pajonal o sierra; pintado aquí y allá con brochazos de lagunas; nunca llano y monótono como en las crónicas de los europeos; que acababa, no en la frontera salvaje de los lindes de Buenos Aires, sino en la escarpada fortaleza natural de las cumbres andinas.

La misión de proteger esa tierra y a todo lo que brotaba de ella, incendiaba el espíritu de Calfucurá; pero con un fulgor benévolo y salvaje de fragua, que amalgamaba valor, determinación y astucia, como el cometido del herrero en su martilleo forjador.

El clangor de un chajá quebró el silencio. Era 1808 aquella noche y Juan Calfucurá tenía 28 años; el rostro firme, moreno y algo triste bajo la vincha amarronada que ceñía la frente y los pelos duros y oscuros que llovían hasta los hombros; la vista clavada en la estancia de Jorge Osorio, demasiado lejos del cobijo del Fortín de Lobos. Se había impuesto la determinación de vengar la muerte del indígena Yamacurá, muerto de un frío pistoletazo en la cabeza por el Maestre de Campo, Sánchez Gorena. Y como el indígena había sido liquidado en las tierras de Osorio, y Sánchez Gorena era más inalcanzable, sería el estanciero el que tendría que pagar. Él y todos los huincas que profanaban las tierras de la divinidad Huenechén, llevándose los frutos de la naturaleza sin pedir permiso.
A la orden del cacique, trescientos mapuches, escondidos en los médanos, las caras pintadas de rojo, negro y azul, se lanzarían a maloquear todo a su paso, lanzando alaridos, haciendo temblar el suelo con sus pingos, derramando toda la sangre huinca que se pudiera, arrebatando al arrebatador; ganado, caballo, mujeres blancas, todo, excepto alcohol, tabaco y vestimentas criollas, mercancía que Calfucurá prohibía hurtar entre sus seguidores. El cacique no quería que sus comandados se degeneren, y se acriollen como otros indígenas.
A pesar de la línea de fuertes que La Corona finalmente había mandado construir, aún había zonas menos protegidas, como el ralo poblado de Virgen María, que Calfucurá pensaba saquear aquella noche, y su vecino más al sur, Cándida de Olavarré.
Un indígena de rostro huesudo, más achaparrado que Calfucurá y de pecho más ancho, le preguntó en voz baja:

—¿Será que hay vigías?

Calfucurá negó con la cabeza. Juan Catriel y Cachul ya habían sido apalabrados. Los caciques, aunque aliados con los españoles, no se meterían en este ajuste de cuentas. Miró a Nepuyén, que había hecho la pregunta. Sabía que al indígena no le gustaba presenciar la crueldad con la que ejecutaban a los huincas en estos asuntos de venganza.

—Y si hay, ya sabes lo que füta chachai espera de ti —le contestó Calfucurá, con dureza.

Nepuyén se acomodó en su zaino, como para esquivar el deber impuesto. Calfucurá miró a su pueblo guerrero. No había un solo indígena a pie. Se le llenó de orgullo el pecho. "El indio de las pampas es el indio a caballo", pensó. Luego miró al cielo, a ese torrente luminoso de constelaciones que era la galaxia. "Ahí estas, Huenechén, en el huene-leuvú, alumbrando", pensó Calfucurá.
Pero si le dirigía un pensamiento al benévolo Huenechén, también tendría que dedicarle uno al otro, al malicioso, al dañino Wecufu. Sacó su piedra azul, la miró con desconfianza. Le vino un fugaz y tenebroso gusto de cuando era mancebo.

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