VII. Shishkin (II)

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Luisa Isabel estaba sentada en un sillón suntuoso, sobre una tarima que la elevaba unos treinta centímetros del suelo. La princesa tenía una flor en la mano, que sostenía delicadamente con dos dedos. Miraba a Iván Shishkin con sus enormes ojos azules y una ceja ligeramente levantada, lo suficiente para imbuir a su rostro de inteligencia, de expectativa. Iván ya tenía el lienzo preparado, opacada la superficie con una mezcla de ocre y una pizca de verde viridiana. Pero no se decidía a hacer las primeras líneas del boceto, no había nada interesante allí que pintar. Otra acartonada representación de una princesa acompañada de coronas, cojines rojos, alhajas...

Miró a Luisa Isabel. La princesa estaba oliendo la flor, con los ojos cerrados, arrobada momentáneamente por la fragancia. Cuando los abrió y vio a Iván observándola, regresó a la postura inicial. A Shishkin le hizo feliz sorprenderla en esa distracción. Luisa Isabel sonrió. "El efímero aroma de un pétalo: no hay con qué derrotar a tan poderoso seductor", pensó Iván. Miró el lienzo, impaciente. "Ella quizás esté más aburrida que yo", pensó.

La joven princesa era prima hermana de Francisco I de Austria, pero no la prima hermana que el emperador había elegido como su esposa, en 1790. Esa mujer, María Teresa de las Dos Sicilias (hermana de Luisa Isabel), ya había muerto, hacía más de un año, cumplido con creces el destino impuesto de parir hijos —llegando a la docena—, y muriendo de complicaciones en el parto, luego de dar a luz a la hija número trece. Para Luisa Isabel, la providencia tenía otros planes, que tenían menos que ver con la fabricación prolífica de herederos y más con el subterfugio de la escena diplomática.

Iván Shishkin tuvo una idea, un relámpago que podría haber partido el bastidor, el lienzo, el palacio de Windsher-Shaltz, y quien sabe qué más. Una idea que habría sorprendido incluso a los más radicales colegas que lo esperaban en Rusia.

—Princesa... usted se está marchitando allí detenida —dijo Iván.

—¡Oh, no! —se apresuró a contestar Luisa— Usted dirá cuándo comenzamos.

—No me refiero a eso. Usted ha sido maravillosa en su paciencia. Pero verla mirar esa flor me ha dado una idea.

Luego se alejó para mirar el bastidor y los pomos de pigmentos. "Creo que puedo hallar una forma de cargarme todo en la espalda", pensó Iván Shishkin. La princesa estaba confundida. Iván se rio.

—Quiero decir... Si esa flor es la confidente de su hastío, terminaré inmortalizándola como una princesa aburrida. Algo que, estoy seguro, usted no es —dijo Iván.

Luisa Isabel lo miró en los ojos, la cara iluminada.

—No creo que usted considere divertida a la nobleza —dijo Luisa.

Iván quiso ensayar una respuesta, pero tardó demasiado. Luisa rio.

—Qué le parece esto —dijo Iván—. Vayamos a caminar. No estamos lejos del hermoso bosque de Wienersberg. Si el pulso me acompaña, trataré de pintarla de una forma distinta.

—Me vendría bien la caminata. Hace varias noches que no puedo dormir bien —contestó la princesa.

Luisa Isabel se incorporó y se acercó a Iván, que, ya pensando en Afrodita desde hacía unos minutos, y viendo caminar a la bella princesa, no pudo evitar sonreír ante la evocación del himno de Homero, y se vio a sí mismo como un animal encantado ante la diosa.

—¿De qué se trata esa forma distinta? —preguntó Luisa.

La princesa se detuvo frente a Iván, al alcance de un abrazo. Era tan alta como él. Mientras esperaba una respuesta, Luisa le observaba el rostro. Iván era un hombre apuesto, de rasgos finos, barba prominente, algo indómita, ojos serenos. Una única cicatriz en una de las mejillas, como de una minúscula punta de flecha, lejos de herir la belleza de su semblante le agregaba misterio y rudeza varonil.

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