VIII. El Criollo (III)

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16 de agosto — Madrugada

San Martín vació una jofaina de agua fresca sobre su cabeza. Apartado, escuchaba discutir al Comandante de Voluntarios, Narciso de la Valette y al Sargento Mayor de Ultonia, Enrique O'Donell. Enrique estaba de pie, inquieto. Narciso, comandante de la salida que habría de hacerse en la mañana, estaba sentado cerca de una mesa. El ruido de una máquina de afilar impedía que San Martín oyera con claridad la discusión.

Duhesme no daba respiro a Gerona. Horas y horas ininterrumpidas de bombardeos estaban descascarando la ciudad. No imaginaban los gerundenses que sus amadas parroquias, sus torres, y otros tantos lugares con nombres de santas y santos, podían, al convertirse en guarniciones del enemigo, ser transformados en monstruos iracundos que espetaran tanta rabia y saña contra la pequeña ciudad. El espantoso bramido de las granadas y la pólvora estallando, cubrían a Gerona de una densa angustia y zozobra.

La noche era muy calurosa, vedadas las estrellas por nubarrones cargados. Intervalos de lluvia y ventisca sofocante arremolinaban las mortales neblinas de veneno turquesa; avivaban o asfixiaban el fuego. El viento, cambiante, arreciaba, infectando con veneno cada rincón de la ciudad.

San Martín se acercó a los oficiales. Pasó cerca del afilador, un hombre de patillas prominentes, moreno, ojeroso y empapado de transpiración, que aguzaba unas bayonetas, ayudado de una pequeña máquina de vapor.

—Comandante... —quiso empezar a decir Enrique. Las gotas caían de su frente al inclinarse.

—La acción será conjunta, sargento —interrumpió Narciso—. ¿No estuvo usted en la reunión?

—En eso no hay discusión, señor —dijo Enrique—. Lo que digo es que, en cuanto grite la campana de la catedral, deberíamos lanzarnos a todo o nada.

San Martín vio en el rostro de Narciso de la Valette la preocupación de un hombre que sabe que lo que le dicen es cierto, pero también arriesgado. "O'Donell tiene razón —pensó San Martín—. Un ataque veloz y temerario puede dar vuelta las cosas". Y era necesario: un parte del comandante de ingenieros había dado cuenta del malísimo estado en que se encontraba Montjuic. Narciso había llegado con su gente desde Castellar, en el momento justo en que la Junta de Gerona se enteraba de la situación. No había tiempo ni lugar para equivocaciones. La acción unida, veloz y certera de las fuerzas libertadoras de Caldagués y los suyos, más la guerrilla que habría de salir del castillo desde los fosos, para atacar de frente, eran clave. El conde de Caldagués, junto con Juan Clarós, atacarían las baterías que asolaban Montjuic, por el flanco y por la espalda. Las tropas comandadas por Narciso de la Valette y Enrique O'Donell subirían hasta la torre de San Daniel, y las tropas del castillo emergerían del foso para atacar de frente.

—Lo que usted está diciendo, es que no hay tiempo para usar la artillería —dijo Narciso de la Valette. Luego miró la bayoneta que afilaba el hombre moreno.

—Eso es lo que digo, señor —dijo Enrique O'Donell.

"Nuestra mejor opción es destruir las baterías", pensó San Martín. Si con el número de hombres no era posible hacer desistir al enemigo, había que quitarle los dientes con los que estaba mordiendo a Gerona. "Y si se va la vida en ello, pues que se vaya", pensó.

Hubo un silencio. Narciso tomó un poco de vino que estaba en su vaso. Lo apoyó en la mesa, haciéndolo girar, meditando. Miró a San Martín, con secreto desprecio. Miró las bayonetas afiladas que estaban en el suelo.

Un estruendo hizo temblar la casa. Llovió polvillo desde el techo. Temblaron las lámparas de aceite. Todos dirigieron la mirada hacia la ventana. Lejos, una nube turquesa que acababa de estallar, se dispersaba en la ciudadela, ahuyentando a sus horrorizados habitantes. Eran los estertores de los últimos bombardeos. Habría una noche oscura y silenciosa. Iluminada sólo por escasas fogatas.

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