Extiende tus Alas

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«Antiguamente, la gente creía que cuando alguien muere, un cuervo se lleva su alma al mundo de los Muertos, pero a veces ocurre algo tan terrible, que junto con el alma, el cuervo se lleva su profunda tristeza, y el alma no puede descansar. Pero a veces, solo a veces, el cuervo es capaz de traer de vuelta el alma, para enmendar el mal.»

James O’Barr, The Crow

            —¿Puedes oírlo?

            —No oigo nada.

            —De eso se trata. Escucha bien. ¿Lo oyes? Está ahí, muy bajito, muy débil. ¿Seguro que no puedes oírlo? Es un compás, tic-tac. ¿Ahora lo oyes? Es tu corazón, en tu pecho, latiendo. Tic-tac, tic-tac...

            —¡No oigo nada!

            —Entonces es cierto... estás muerta.

***

Era de noche y la lluvia caía implacablemente sobre su rostro. Intentó abrir los ojos pero el aguacero era tal, que era imposible entreabrirlos sin que cientos de gruesas gotas le obligaran a cerrarlos de nuevo. El agua entraba por la nariz y la boca, obstaculizando su respiración. Tosió para vaciar sus vías en un desesperado intento de llevar aire a sus pulmones. Le llevó un rato darse cuenta de que no era necesario; no se ahogaría aunque cayera en el mar.

Se incorporó. ¿Dónde estaba? Tirada en el suelo, en algún punto de un lugar remoto, en medio de la nada. A su alrededor solo había barro; un lodazal que había impregnado sus ropas empapadas. Se fijó en la ropa que llevaba: no podía reconocerla. Estaba rota y sucia y no todas las manchas eran de tierra. Una camisa con los botones arrancados y una placa en el pecho con un nombre escrito que no le decía nada: Marie. ¿Ese era su nombre? ¿Por qué no podía recordarlo?

            Intentó ponerse de pie. No se percató de las medias rotas, parcialmente bajadas, que la hicieron trastabillar y a punto estuvo de caerse. Se sentó en el suelo y se las quitó. Las observó en su mano durante un momento y se dio cuenta de que estaba temblando ante la visión de la malla agujereada.

            Gritó.

            Gritó de asco, de dolor, de rabia. Gritó y arrojó la prenda lejos de ella. Ahora sabía; ahora recordaba.

            Y eso dolía.

***

            —¡No estoy muerta! ¡No puedo estar muerta!

            —Pero sin embargo es así. Lo estás. ¿Qué ves?

            —¡Nada! Todo está a oscuras.

            —Abre los ojos.

***

El aguacero desdibujaba las luces de los faros transformándolas en halos espectrales. La vieja radio emitía una sintonía atronadora, John la reconoció al momento y subió el volumen acompañando la canción con su propia voz. Cogió un cigarrillo sin perder de vista la carretera. Tenía que dejarlo, era un mal vicio, pero ya estaba dejando demasiadas cosas y el tabaco no estaba en su lista de prioridades. Hizo ademán de coger el encendedor del coche pero se le escurrió entre los dedos.

            —¡Mierda! —masculló.

Estiró el brazo y palpó la alfombrilla hasta que dio con el metal candente. Sonrió y con un gesto triunfal encendió el cigarrillo.

            Fue un segundo, un instante que separa la vida y la muerte, ella se cruzó como salida de la nada. No tenía que estar allí. ¿Por qué iba a estar allí? La carretera estaba desierta, ningún coche en ninguno de los sentidos, ninguna casa en millas, pero allí estaba.

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