En agosto

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Hace muchos años, un niño emprendió un doloroso viaje: El camino de la soledad, en que la amarga tristeza fue la marca de sus pasos a pesar de su tierna edad

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Hace muchos años, un niño emprendió un doloroso viaje: El camino de la soledad, en que la amarga tristeza fue la marca de sus pasos a pesar de su tierna edad. Dos años, tal vez tres, estuvo por las calles vagando, mendigando en las esquinas de una difícil por monedas o alimento, con el propósito de sobrevivir hasta donde las fuerzas le permitieran llegar.

La llama de su corazón que ardía por vivir con el pasar de las noches se apagaba. Sin conocer lo que son las palabras de aliento ni el apoyo de alguien que te amase, su camino se inundaba en un frío cruento y desolador. Las personas y sus insultos, las risas feroces que se burlaban de él, los golpes que se acumulaban —un par de quemaduras de cigarrillo que a algunos hacía gracia provocar— ensuciaban la luz de su mirada cerúlea. Sus facciones, tras la segunda temporada de lluvias que vivió, perdieron la habilidad de expresar el verdadero efecto de su realidad.

En el curso un día de lluvia, cobijado por cartón huyendo de la tempestuosa fiereza de las tormentas de junio, cerró sus ojos con cansancio y resquemor en su corazón, haciendo de su existencia una tan pequeña masa en el mundo, acurrucándose en la esquina de una callejuela.

El vacuo sonido de gotas gigantes, los torrenciales del drenaje y un lejano pitido de automóviles fueron su canción de cuna la noche en que se rindió. Temeroso, agotado, con la helada sensación de la tormenta perforando su piel y las pestañas humedecidas, pero con la presión de sus párpados negándose a soltar una sola lágrima, tarareó. Se lo inventaba, o puede que lo haya escuchado en la radio, una suave melodía que lograba apaciguar lo que, en ese callejón, fue la nulidad de sus sentires.

Esa noche, con el dolor de su cuerpo por los golpes de unos hombres que quisieron jugar con él, se cuestionó de nuevo si valía la pena seguir batallando de esa forma. Se preguntó si el hambre valía el ardor de sus manos, o si perseguir gente por monedas valía quemar sus pies. Como una segunda voz, se recitaba: ¿en verdad importaba lo que hiciese? ¿De verdad le importaba abrir los ojos a la mañana siguiente? Tal vez era demasiado triste pensar cosas así a su edad, pero eso no podía entenderlo.

Cuando todo es una mierda y a nadie le importa tus huesos rotos ni la manera en la que logras curarte; si a nadie le importa el escondido sollozo de tu voz, que cansado pierde la fuerza con la que empezaste, qué más daba dar otro paso más.

Hace más de dos años dio ese paso forzado, cuando ellos le dejaron atrás como un perro en medio de la carretera. Lo recuerda vagamente, solo un motor alejándose, fuera de ello no sabe nada más que se preguntó el por qué.

¿Por qué no les importó su vida? ¿Había hecho algo mal? Sabía que no le amaban, lo supo desde siempre y aunque los recuerdos fuera difusos, la sensación se plasmaba como un tallado en piedra en el fondo de su consciencia: Nada les importó y por eso le dejaron atrás, con la despiadada sonrisa más mentirosa que jamás nadie inventó.

Quiso intentarlo por el ímpetu del instinto de supervivencia, por el miedo al hambre y la sed. Eso, en cambio, sabe a nada. Ya no quería seguirse mintiendo: En realidad, a él tampoco le importaba. Nunca le importó.

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