Nacido de las Aguas

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Durante las festividades del dios del Nilo, recibir la libertad eterna era tan fácil como tocar las aguas con la yema de los dedos. O, por lo menos, eso era lo que Hatusetra había escuchado cuando era pequeño y acudía como aprendiz a la Casa de la Vida.

—"Al abrigo de la luna, Thot se asomó al mundo recién creado y midió a ojo la gigantesca serpiente azul del desierto. Sorprendido por su longitud, decidió que, con la subida del cauce y la última de las fases lunares, el Nilo se convertiría en mensajero de bonanza". — el maestro de escribas Seti-Kuast solía hacer ahí la pausa para levantar el ojo del papiro y comprobar que sus alumnos atendían al dictado sin copiarse los unos a los otros. Después, con expresión perpetua de indolencia, continuaba paseándose entre ellos, postrados en las esterillas—. "Aquello o aquel afortunado que en estas fechas tuviese a bien bañarse en la orilla de Tebas, recibiría un futuro sin atamientos. El agua cálida del dios habría derretido las cadenas que..." Hatusetra, déjate de impertinencias. Sabes muy bien que en la hora de los dictados no hay preguntas que valgan.

Y mientras Seti-Kuast continuaba declamando, Hatusetra bajaba la mano, más resignado que decepcionado. De todas formas, era perfectamente consciente de que el maestro nunca accedería a cumplir la petición que tanto le picaba en la lengua. Terminada la lección, y habiendo apilado las tablillas de barro en el refectorio para ser examinadas, Hatusetra abandonó aquel día la escuela con su amigo Benmut. Mientras hacían juntos el camino de vuelta a sus chozas, le contó la ocurrencia que el escriba le había hecho tragarse.

—¿No sería fascinante? —preguntó, con la mirada puesta en la franja anaranjada del atardecer, la misma que hacía brillar sus pieles de arenisca desde el horizonte— Sumergirse en el puerto de Tebas durante el mes del Nilo, y tu familia sería libre para siempre. Por supuesto, Seti-Kuast jamás nos llevaría.

Benmut se echó a reír con ganas, arrancándole una mirada atónita.

—Y con razón, Hatusetra, con razón. ¿Cómo crees que se tomarían en la capital la llegada de un puñado de críos harapientos del Fayum? ¡Tan atareados como estarán en palacio! Y todo por una tonta superstición. Es una locura. —negó con la cabeza gacha, y al echar un vistazo al otro joven aprendiz, añadió:— Para de mirarme así, ¿quieres? Te va a entrar arena en el ojo.

—¿Te atreves a llamarme loco tú a mí? ¡Una tonta superstición! ¡Estás ofendiendo a los dioses!

—No dudo de las capacidades del Nilo —suspiró Benmut—, ni quiero atraer la furia de Happi. Pero tampoco creo que se pueda abusar tanto de su buena voluntad, teniendo en cuenta que centenas de personas acudirán a él en las festividades con tu misma idea en mente. Además, por mucha libertad que te otorgue, siempre existirá un faraón, y, mucho peor, siempre existirán los sacerdotes de Amón.

Hatusetra le observó con atención, aunque su perfil de ibis reflejaba con tanta intensidad el fulgor de Ra que costaba mirarle directamente. Benmut era un muchacho escuálido que había cumplido los dieciséis, y él, pese a que le seguía de cerca con sus catorce, había llegado a la conclusión de que lo que les separaba no eran solo dos años sino ingestas cantidades de sabiduría que Benmut de vez en cuando tenía la consideración de compartir con el mundo. Por eso, teniendo a su amigo por la persona más despierta que conocía (más incluso que Seti-Kuast), hubo de resignarse y guardar silencio; lo más probable es que tuviera razón. La libertad nunca podría ser democrática con la gente del Fayum ni con el resto de campesinos del delta o más allá del río.

"Conoce bien al que conoce, y sabrás por qué lo que sabe es tan certero" decía el proverbio. Por contra, a Hatusetra le llevó una semana descubrir que el dicho estaba equivocado, y por ende, también lo estaba Benmut.

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