El estómago de Berlín volvió a rugir y Palermo lo notó. Hace días no comía y su cuerpo ya no aguantaba.
Andrés se sentó adolorido alrededor de la fogata que mantenía a ambos animales calientes.
Al ver a su amigo lobo de esa forma a Martín se le partió el corazoncito en mil pedazos. Había hecho lo posible para cazar algo para él, pero era demasiado pequeño para hacer algo y Berlín estaba demasiado cansado.
—Buenas noches— Martín mencionó cuando el más grande se acostó para dormir, pero lo ignoró, dándose la vuelta.
El conejo suspiró triste y pensó un momento mirando el fuego; su vida era insignificante, lo único que lo mantenía vivo era su amado, pero éste pronto moriría sin más. No podría soportarlo. Volvió a suspirar y se decidió.
En la madrugada, Berlín se removió un poco, para darse cuenta que su amigo el conejo no estaba a su lado como siempre al despertar.
Su olfato fallaba, pero al instante pudo reconocer ese olor. Se levantó asustado y notó el cuerpo del pequeño y blanco Martín, asado, muerto.
Y finalmente entendió lo que significaba para él, cuando lo vio sin vida.