CAFÉ AMARGO

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-Señor- Una voz me está susurrando, una mano me mueve ligeramente el hombro. -Ya es mediodía, señor. -Abro los ojos, las cortinas están cerradas, la habitación está en penumbras. Siento muy pesados los párpados. Me siento muy cansado.

Paul, mi mayordomo abre las cortinas y deja que la luz entre e inundé mi habitación. Mediodía, dormí demasiado. Casi 13 horas, es demasiado. Últimamente no importa la cantidad de horas que duerma, no importa si son 2 o 24, cuando despierto me siento muy cansado, incluso más de lo que me sentía antes de dormir.

-Es un excelente día para ir al bosque, señor.-Paul se para enfrente de mi cama sonriendo con su uniforme de diario y su cabello plateado con mechones blancos perfectamente peinado. -Le dejé un poco de café y pan en su mesa de noche. Lo estaré esperando en la recepción.

-Muchas gracias, Paul. Busca mi ballesta por favor. Espero que los ciervos salgan a pasear.

-Como ordene, señor.

Paul abandona la habitación y aparto las cobijas para sentarme en el borde de la cama. No tengo hambre, pero necesito el café. Tomo la taza con ambas manos para absorber el calor y me lo llevo a los labios lentamente, le doy un buen sorbo. Está muy caliente, casi hirviendo y es muy amargo, demasiado amargo. Me encanta. Tomo el mismo café desde que tuve edad de tomarlo. Hace treinta años lo tomaba porque el sabor me encantaba, ahora lo tomo porque lo necesito para estar despierto. No quiero quedarme dormido a mitad del día. Me levanto de la cama, me estiro y me froto los ojos hasta que me arden un poco, me dirijo a mi armario y saco mi ropa del bosque. Ropa deportiva un chaleco con muchas bolsas, una gorra para que me cubra del sol y unas viejas botas de caza.

Me termino de vestir con los párpados todavía pesados, me siento otra vez en la cama y tomo pequeños sorbos de mi café. Mientras hago esto pienso. No sé por qué me siento tan cansado, tan agotado. Duermo mucho, pero eso no me ayuda. Todas las mañanas vuelvo a despertar cansado. Tengo cincuenta y nueve años, ya no soy el joven con energía que era cuando subí el poder. Tenía veintinueve años, en treinta años el cuerpo se deteriora, se hace lento, la piel se cuelga y la energía abandona poco a poco al individuo. Pero no me siento viejo, no me veo viejo. Por lo menos eso dicen las revistas que leen las señoras en los salones de belleza, mientras platican con otras señoras las banalidades que ocupan la mayor parte de su día. Yo no leo esas revistas, pero la gente que se encarga de mi imagen sí. No es la edad la razón por la que me siento así.

Ya no tengo una esposa que ocupe gran parte de mis pensamientos y de mi tiempo. Llevo divorciado casi quince años, la amaba y ella a mí, pero un gobernador debe de amar a sus gobernados más que a su propia vida y yo lo hago. Son mi razón de ser. Tampoco es eso.

Y mi hijo, mi único hijo... No me gusta hablar de eso, pero las personas que se encargan de mi salud y capacidad mental dicen que ya lo superé. Tampoco es eso.

Tampoco es el trabajo, llevo haciendo el mismo trabajo por casi 30 años, al principio de mi mandato era un trabajo demandante y exhaustivo, pero con el tiempo se empezó a hacer monótono. Sencillo. Tengo gente que se encarga de prácticamente todo mi trabajo, sólo tengo que dar indicaciones sencillas.

Tengo gente que se encarga de casi todos los aspectos públicos y personales de mi vida. Tengo gente que se encarga de gobernar estados. Tengo gente que se encarga de gobernar países. Yo me encargo de gobernar. Gobierno al mundo. Soy el gobernador del mundo. Sencillo. Monótono.

Me llevo la taza a los labios, ya no hay café. No sé cuánto tiempo llevo aquí sentado, no me interesa saberlo. Hoy no me interesa nada. No quiero que me interese nada.

Me levanto de la cama y me cepillo los dientes mientras veo mi imagen en el espejo. No me veo mal, no me veo viejo. Tengo ojeras y unas cuantas arrugas, pero también tengo 59 años.

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⏰ Última actualización: Dec 26, 2015 ⏰

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El Hombre Que Gobernó Al MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora