Capítulo 1

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Una gota, una diminuta gota de agua frívola y helada cual tempano cristalino, bajando lentamente y con calma por la espalda, helada y estremecedora, causando un escalofrío ligero, un sutil nerviosismo, un temblor como silbido del viento; una gota era la noche oscura, con penetrante frialdad, con su filo agudo, acero cortante, su aliento de niebla, su olor de ventisca y rocío sobre la presencia gris e infame de la ciudad sin nombre. Las estrellas tímidas y puras se ocultaban, igual que los hombres, refugiados en casas y edificios grises de asfalto y ladrillo. Todos saben que la noche guarda en su seno fría esencia de maldad, de fatal visceralidad, y, por naturaleza, se encierran en la superficial calidez reconfortante que construyeron, en las mentiras de su mente, ignorando que en su sangre guardan la crueldad, el odio, el dolor, la lujuria, la retorcida perversidad, incluso más que la noche; como los infiernos infames, donde nacen estos demonios, las almas humanas impuras.

Era la luna un fantasma, una tenue imagen espectral y blanca entre las tinieblas, alumbrando con su gélida luz la calle desolada, dando realidad a las siluetas y figuras allí presentes, cayendo suavemente sobre la pálida piel de un rostro, de mejillas hundidas, y ojos ya exhaustos, mientras que el viento roza su tez enfriando sus pómulos, en una sensación surreal de una caricia helada, escalofriante y mortuoria.

La maldad cubre y llena el mundo, está en cualquier parte, o en todas, y sin embargo el bien, como los rayos de la luna, lucha por brillar, desde adentro, cual luciérnaga encendida. Aquel hombre, rodeado de maldad, era consiente de esto, de que portaba una luciérnaga negra en el alma, de que todos cargan la luz y la oscuridad.

Caminaba en un ritmo sonoro, una marcha firme y continua, sus pasos haciendo eco en contra el pavimento, llenando el vacío ya colmado de silencio. Y sus infiernos se revolvían dentro de sí, ardientes, se revolcaban con calma, con la calma que acompaña al cazador que aguarda a su presa, con la calma de quien sabe una historia perdida y conoce un misterio inquietante, a la espera del desenlace.

Entraron sus pisadas fuertes y puntuales a la contenida luz de un cerrado paraje, impreciso, a decir verdad, indecente, un salón saturado hasta el hastío del hedor aturdidor del alcohol y el perfume barato, velado por el retenido humo del tabaco, el calor adueñándose del sitio. Personas de naturalezas impensables, incorrectas, se apoderaban de las mesas repartidas aquí y allá, botellas y mujeres pasaban de mano en mano, de boca en boca, entre risas y conversaciones extrañas y embriagadas. Muchos oyeron el ruido de la puerta que se abría y se cerraba, voltearon las miradas hacia aquel extraño ente que ingresaba, y continuaron con sus fechorías. Vacía le esperaba una mesa en la esquina del putrefacto local, entre la sombra, como de costumbre, todos los fatídicos viernes llegaba al mismo lugar, esperando tal vez uno que cambiara su rumbo.

- ¿Lo de siempre? – Preguntó una camarera de rostro un poco brusco, fuertemente maquillado, llevaba el labial corrido y un escote prominente.

- Por supuesto. – Respondió sin dudar, mientras se recostaba en su asiento colocando una pesada bota sobre la mesa de madera.

Sin esperar, la criada emprendió su apurada caminata hacia la bodega, de donde sacó sin pensarlo la acostumbrada botella de ron y una copa algo sucia de quien sabe que sustancia. Golpeo sonoramente la mesa al dejar ambas cosas allí, para luego regalar una mirada y un guiño al hombre que observaba en relajado silencio. Se encontraba él despojando con sus dientes el corcho atorado de la boca de la botella para liberar así la translucida poción que le arrebataría toda razón y pena, cuando escuchó una voz un poco inesperada y ronca, dirigiéndose a él como el filo que rompe la continuidad de las cosas. La gente no solía dirigirle palabra.

- Buena noche. – Decía en un tono firme, aunque apagado, después de unos instantes sin recibir respuesta, continuó. – ¿Le molesta la compañía?

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