Capítulo 1

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El silencio empezaba a ser un bien escaso. Acurrucada detrás de uno de los bidones de gasolina vacíos que había en mitad de la carretera, intentaba distinguir cualquier sonido que me indicase que estaba sola. Llevaba unos cuantos minutos esperando a que un grupo de guerrilleros se marchase de la zona sin detectarme siquiera. Se habían quedado en el lugar que más víveres nos había logrado dar en esas últimas dos semanas. La comida escaseaba y solo un millonario podía tener la suerte de entrar en esas pujas de números imposibles para llevarse uno de los suculentos bistecs que vendían a precio de riñón.

Miré con cuidado por uno de los lados de aquel bidón que pese a estar vacío pesaba bastante más que yo. Jamás había pesado demasiado. No era nada más que un amasijo de huesos, pero las personas que conocía tampoco me llevaban demasiada ventaja en las carnes acumuladas. Éramos del bando equivocado para gozar de privilegios. Sin embargo, sospechaba que no muchos de nuestros enemigos podían permitirse lo que para mí era casi historia antigua.

No había una sola persona en la calle. Respiré puesto que sabía lo que eso significaba. Me incorporé tan pronto como pude y salí corriendo tan rápido como me permitieron mis piernas para así entrar en el local. No había ni un alma. Era normal. Hacía semanas que había escondido todo lo que iba a necesitar tras haber descubierto ese negocio intacto. Había que ser más inteligente que los demás o estabas perdido en el juego de la hambruna.

Caminé entre los distintos pasillos donde antes había muchos víveres distintos. Leche, latas, pañales incluso... uno de los enseres que más se agotaban. De hecho, dudaba haberlos usado yo misma. Era algo que debía preguntar a mis padres porque mi memoria no daba para tanto. Eso sí, cuando había leído el nombre Dodot en su envase, sabía que durarían muy poco tiempo.

Di golpes a algunas de las latas de conserva vacías que la gente había tirado al suelo. Algunos, famélicos, se ponían a comer en aquellos pequeños oasis como si no hubiese un mañana. Para muchos no lo había. Esa era la triste verdad.

Tamborileé encima de una de las estanterías y fui haciendo lo mismo en todas las demás hasta que encontré la que tanto buscaba. Sonaba extraño, diferente, como si estuviese hueca o solo fuese un folio fingiendo ser estantería. Nunca había visto que tuviese uso alguno dado que no había nada sobre ella, hasta que me atreví a moverla. Fue entonces cuando descubrí el pequeño botín que había tenido el propietario de ese local. Una pistola que nos había servido de mucha ayuda, algo de dinero y enseres personales. Descubrí en las fotografías que su familia no era muy grande además de que no se podía identificar que lo fuesen. No conocía nombres ni tampoco sus datos, pero esperaba que, en alguna parte, estuviesen bien. Al menos, agradecía haber tenido la suerte de contar con ese pequeño botín para mi propia familia. Me había pasado tardes enteras mirando esas fotos e intentando averiguar algo sobre cada uno de los rostros que aparecían. Les había puesto nombre, también les había inventado una vida a cada uno. Había decidido quién era el padre, la madre y los hijos sin importarme poder estar confundiéndome.

En ese mismo escondite, que no era pequeño, había metido provisiones suficientes para tirar una temporada. Siempre tenía distintos escondites en diferentes lugares; allí donde pensaba que nadie podía encontrarlos y así saber que había un almacén, un colchón para nosotros y nuestra supervivencia.

Recogí varias latas de conserva. Las metí en una pequeña mochila que siempre llevaba conmigo y dejé aún alguna de ellas. Miré por todas partes intentando asegurarme que nadie me había visto antes de desaparecer de ese lugar dejando mi escondrijo sin protección, con la posibilidad de ser descubierto en algún momento.

Tenía que regresar al pequeño campamento donde habíamos logrado vivir un par de semanas con tranquilidad. La tarea no sería sencilla. Nuestras artes de camuflaje se habían hecho más específicas con el paso de los años hasta el punto que ni tan siquiera nosotros mismos éramos capaces de diferenciar qué parte había sido modificada para nuestro retiro y descanso. Los días no eran nada sencillos viviendo en aquella ciudad, en ese estado de guerra. Nadie estaba libre de nada y mucho menos de terminar descubriendo las partes maliciosas de aquellos que tenían la sartén por el mango. Era un mundo peligroso y las armas estaban al alcance de cualquiera.

Las latas tintineaban las unas con las otras en mi mochila. No importaba lo silenciosa que pudiese querer ser, siempre había algo que no llegaba a controlar de ellas. Por suerte, no había nadie a la vista que pudiese ser peligroso. Pese a todo, tenía la pistola en la mano izquierda, acostumbrada a ella como si fuese un peso más de mí misma. El dedo en el gatillo y un pulso más firme del que hubiese deseado tener en otros tiempos que hubiesen sido distintos al mundo donde yo me había criado. Sabía manejarla casi tan bien como sabía manejarme a mí misma.

Llegué al campamento. Allí, me quedé en silencio para descubrir la puerta. Siempre había un pequeño fallo, algo que habíamos hecho de tal manera que si no se observaba con detenimiento se podía pasar por alto. Era la manera en que nos hacíamos más sencillo el descubrir nuestro propio lugar, intentando minimizar el riesgo de ser descubiertos.

Entré al ver la pequeña mancha con forma de luna creciente entre los escombros que estaban ante mis ojos. La horrible sensación gélida seguida de ese abrazo hogareño del hogar me hizo darme cuenta que no me había confundido. Una casa en ruinas, con todo lo mínimamente necesario para subsistir, me daba la bienvenida al igual que mi madre desde la ventana de la que debió ser una cocina en sus tiempos. Su sonrisa me hizo saber que ya no había un peligro tan inmediato, que estaba a salvo, que estaba en casa. 

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⏰ Última actualización: Aug 30, 2020 ⏰

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