Un pequeño trozo de cielo.

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Todo esto empezó un jueves. Día álgido y tormentoso; perfecto para Adam.

Adam era un hombre sencillo, vivía con su pareja en el norte de Irlanda y ambos eran funcionarios para la misma empresa, sede de la cual dio lugar a que ambos se conociesen y, más tarde: se enamoraran.

Adam era alto, delgado y de tez ligeramente oscura y ojos negros algo grandes además de pelo oscuro y rizado. En general, era un hombre bastante atractivo y contaba con 22 años de experiencia en esta vida. Emily, por su parte, tenía la misma edad pero era algo más bajita y desde luego más ancha que él, sus ojos eran azules y su cabello era rubio. Buena combinación para la época. Su tez daba lugar al blanco más puro. Cualquiera podría confundirla con una obesa muñeca de porcelana si yaciese inmóvil durante un tiempo y con una cara que no diese lugar a ninguna expresión.

Adam era un hombre algo inseguro. Vivía con una inseguridad constante que en ocasiones nublaba su visión de un buen futuro o hasta ocupaba sus sueños. Aquella inseguridad era que su querida y tan anhelada Emily, lo dejase; que se cansase de él; que se negase a un futuro juntos y cosas por el estilo.

Él solía hablar de esto con sus amigos y algún que otro familiar de confianza y todos le proporcionaban la misma respuesta: debía confiar más en su pareja. Pero el hecho de que su mujer trabajase de cara al público y tratase con tantos hombres cada día no se lo ponía fácil. En cambio, Adam pasaba sus días como trabajador encerrado en una oficina y sin poder verla. Sin poder vigilarla.

No había solución para su problema, o al menos eso creía los primeros años. Oh, esos primeros años. Prósperos años de felicidad. Pero con tiempo y ayuda de los más oscuros sueños que navegaban en navíos pintados de negro por su cabeza la solución apareció.

Solo había una manera de hacer que ella fuese suya para siempre.

Solo una;

matarla.

Escondería su cuerpo y lo guardaría en su casa para tenerlo y usarlo a su gusto en cualquier momento y evitando que su novia tuviese ningún contacto con ningún otro hombre.

Para empezar con su plan cortó su relación con absolutamente todos sus círculos, del más abierto, al más cerrado. Poco más tarde y para la sorpresa de su aún viva pareja cortó todas las conexiones telefónicas de su casa y, por último, pero no por ello menos importante se dio de baja durante semanas que se transformaron en meses que acariciaron y sobrepasaron el año para recibir la invalidez y recibir una paga con la que vivir sin salir de casa.

El día se acercaba. Cada vez más. Y más. Y más.

Hasta que llegó.

Adam cerró la puerta de su casa tras llegar del supermercado como cada domingo y se dirigió a la galería de su casa.

—Ya estoy en casa, cariño —exclamó enérgico el hombre de la casa mientras se aproximaba a su caja de herramientas y la abría lentamente.

—Perfecto, mi amor, ¿te apetece ver alguna película o algo? —contestó la mujer.

—Nah, tranquila, estoy bien. Voy a arreglar algo —respondió esta vez Adam, quien se hallaba atravesando la cocina con un taladro en mano hasta que llegó al comedor y sonrió con lujuria una vez puesto frente a la que podría haber sido su futura esposa.

—Me gusta esa sonrisa —ella le sonrió de vuelta —. ¿Qué tienes que arreglar?

—Mis inseguridades... —murmuró Adam, posiblemente inaudible.

Y entonces encendió el taladro y se acercó a su pareja.

—A-Adam, estás demasiado cerca con el taladro, d-deberías...

Y ella quiso continuar con su línea pero ya era demasiado tarde. Sus ojos se abrieron como platos pocos segundos antes de que el taladro perforase un diminuto agujero en su barriga y un líquido carmín que nos da la vida pero suele aparecer cuando nos la quitan se hizo presente en el mismo agujero.

Por fin era suya.

Completamente suya.

Ya no había de qué preocuparse. Excepto que había perdido algo. Había perdido un pequeño trozo de cielo que solía rezar su nombre.

Fin.

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⏰ Última actualización: Feb 09, 2021 ⏰

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