Caiptel .I.

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Ces adaig ind echtra Choluim? Ní hansae...

¿Cómo empieza la aventura de Colum? No es difícil decirlo...

- Domine, quis habitabit in tabernaculo tuo? Aut quis requiescet in monte sancto tuo?

Las palabras corrieron por la oscuridad de su mente, una tras otra, como un torrente de agua tibia. Se escurrían veloces, sin que pudiera detenerse en su significado. La hojarasca se sentía blanda y húmeda en sus rodillas; en sus dedos, la frescura del rocío y la brisa. No. El abad le había dicho que debía disciplinar sus pensamientos y masticar las palabras. Cada una contenía su misterio. "Señor, ¿quién habitará en Tu tabernáculo?" ¡Qué palabra extraña aquella! Tabernáculo: la tienda de campaña donde Dios había elegido habitar junto a su pueblo en el desierto, antes de que al rey Salomón le concediera el honor de levantar un templo en Su nombre. ¿Por qué no lo había permitido antes? Colum lo había pensado a menudo cuando le tocaba rezar ese salmo, al principio de la segunda recitación. El Dios inmenso, Señor del cielo, el mar y todas las tierras... ¡Seguro se rebelaba contra la idea de meterse en una tienda de campaña, como un bandolero de los bosques! Airennán les había explicado que el tabernáculo de Israel en verdad era enorme y bellísimo: un pabellón real, lleno de artefactos de oro y bronce, donde sólo los antiguos sacerdotes podían entrar. El lugar aterrador de la Presencia, la morada de Dios en medio de sus elegidos, igual que la pequeña iglesia de madera de Tamlacht. Pero la sabiduría del abad lo dejaba disconforme: si él fuera Dios, preferiría estar siempre al descubierto, bajo las nubes y las estrellas... "Si él fuera Dios." ¡Sacrilegio! Su mente en verdad necesitaba disciplina. Frunció el entrecejo, y se obligó a continuar. El murmullo del río cercano lo llamaba, tentador. Oyó un chapoteo; seguro algún pez que había roto la quietud de la corriente al saltar. Lo imaginó, negro y plateado. Su carne pálida, tierna y sabrosa. Tenía hambre, pero era viernes y faltaban varias horas para romper el ayuno. Apretó aún más los párpados, y murmuró otra vez:

- ... Aut quis requiescet in monte sancto tuo? – "¿O quién descansará en tu monte santo?" Descansar, eso sí que le parecía bien. Apenas estaba empezando la segunda recitación, y ya sentía que los brazos extendidos en cruz le pesaban. ¿Cuánto rato llevaba así? Demasiado, sin duda. Más le valía continuar: le quedaban todavía doce salmos completos por recitar antes del oficio del oficio de Tertia. Si trataba de rumiarlo todo, palabra por palabra, no acabaría jamás –. Qui ingreditur sine macula, et operatur iustitiam... – prosiguió, pero ese verso se sintió áspero contra su paladar. "El que se acerca sin mancha, y lleva a cabo lo que es justo." Abrió los ojos y la espesura del bosque apareció a su alrededor. Se puso de pie y se sacudió las hojas muertas que se le habían pegado al borde su hábito corto de oblato. Necesitaba un descanso: Máel Dub no estaba ahí para regañarlo, y no había testigos que lo acusaran. Sine macula. "Sin mancha." Se acercó a la orilla, ansioso por dejar atrás las palabras amargas.

Se sentó sobre un tronco, se quitó las sandalias y dejó que el agua fría le acariciara los pies. Los sonidos del bosque y el río inundaron sus sentidos y le llenaron el corazón con su frescura. Remontó los rápidos con la mirada. El agua cristalina bajaba veloz por los faldeos verdes de las montañas de Cuala, escondida en el follaje estival de robles y olmos. Más allá, las cumbres redondeadas se asomaban como las espaldas de antiguos gigantes dormidos. Sin quererlo él, sus pensamientos volaron hacia Fergus. ¿Dónde estaría ahora? Era imposible saberlo. Las bandas como la suya se movían constantemente en los márgenes del mundo, siempre del lado sombrío de las cosas, como los demonios. Más aún, Máel Dub le habría dicho que no importaba: fuera donde fuera, su hermano mayor estaba simultáneamente en manos de Satán, su dueño, y ante de los ojos de Dios, su juez. En este mundo o en el siguiente, tendría su merecido. Igual como había hecho antes con las palabras del salmo, Colum se forzó a apartar su mente de la memoria de Fergus. En realidad, con el paso de los meses y las estaciones, el recuerdo de su rostro ancho y alegre se volvía cada vez más difuso. Era mejor así: nadie en casa quería recordar al traidor, al que había abandonado a su padre en su lecho de muerte, al que le había dado la espalda a su familia y, más aún, a la Eterna Alianza, pagada con la sangre de Cristo en la cruz. Colum se miró en el reflejo tembloroso del agua en un recodo del río. Por suerte, no se parecía en nada a Fergus. Era la viva imagen de su padre: con los rizos castaños que enmarcaban su rostro juvenil. Pero los ojos azules que le devolvían la mirada, encendidos a esa hora por el añil del cielo, le parecieron tristes. Siempre tristes, sin importar dónde lo sorprendiera su reflejo. Con los demás, se esforzaba por ser risueño y afable, pero nunca lograba engañarse a sí mismo.

Mac na Rún: Hijo de la VidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora