El tiempo pasaba con deliciosa lentitud; el golpe seco del hacha de Rónán marcaba un ritmo cadencioso. El fornido muchacho apenas levantaba la vista, absorto en su deber como de costumbre. Colum contribuía también, pero tomaba descansos frecuentes para ver trabajar a su compañero por el rabillo del ojo. Conforme el sol ascendía en el oriente, la mañana iba caldeándose cada vez más, y el rostro rubicundo de Rónán brillaba cubierto de sudor otra vez. Seguía adelante, sin embargo, como si en ello se le fuera la vida misma. El joven oblato hubiera preferido seguir conversando, pero no quería que se molestara con él. Junto al hermoso Rónán, Colum a menudo se sentía inadecuado: demasiado perezoso, demasiado voluble, demasiado inquieto, demasiado voluntarioso... Rónán en cambio era mesurado, apacible, obediente y esforzado. En todo, un perfecto prospecto para la vida monástica que les aguardaba a los dos. Mientras partía la madera seca con su herramienta, sus labios no dejaban de moverse. Estaba rezando en silencio, seguramente deseoso de completar la segunda recitación del día. "A cada hombre, su deber," rezaban las enseñanzas de San Máel Ruain, el venerable fundador de Tamlacht. "Uno tiene el deber del azadón, otro tiene el deber del hacha, otro tiene el deber de la hoz. Pero todos tienen el deber de rezar los ciento cincuenta salmos, cada día, sin excepción." Y Rónán cumplía cabalmente con sus obligaciones, las del cuerpo y las del alma. En algún lugar de su corazón, Colum lo admiraba y lo envidiaba. Pero otra parte, que latía muy cerca de su piel, deseaba apasionadamente que Rónán se abajara hasta donde estaba él.
- Colum – lo llamó Rónán de improviso, secándose la frente con el dorso de la mano y sonriéndole –, ya completé la recitación. Sé que tú vas más adelantado, pero... ¿querrías cantar el Benedicite?
- ¿... De nuevo? – dijo Colum, fingiendo pereza. En realidad, sentía el corazón en la garganta, y apenas podía esconder su dicha –. Te dije que ya estoy por acabar la tercera recitación, Rónán. Y el Benedicite se canta al final de la segunda.
- ¿Por favor? – insistió Rónán, tímidamente –. Nunca se puede rezar suficiente. ¡Y Dios te lo dio la voz de un ángel!
Esas palabras. Colum siempre estaba esperando que las repitiera, pero cada vez se sentía igual que la primera, cuando se las había dicho a la salida de la iglesia: un hormigueo en su espalda, y sus rodillas que amenazaban con ceder. "Tu voz es como la de un ángel." Rónán alababa a menudo los actos virtuosos de los demás, incluidos los de Colum – ya fueran verdaderos o inventados. Pero aquel cumplido era diferente: era sólo para él. Había algo único en él, y a Rónán le gustaba. Colum soltó un largo suspiro, con falsa resignación, y cantó:
Benedicite, omnia opera Domini, Domino; laudate et superexaltate eum in saecula.
Benedicite, caeli, Domino, benedicite, angeli Domini, Domino.
"Creaturas todas del Señor, bendigan al Señor; alábenlo y exáltenlo por los siglos. Cielos, bendigan al Señor. Ángeles, bendigan al Señor..." El cántico invocaba luego luego a las aguas; al sol y a la luna, y a todos los astros; a la lluvia y al rocío, y a todos los vientos; al fuego, al calor y al frío; a las plantas y a las bestias, a las aves y a los peces y a los monstruos marinos... Toda la creación, visible e invisible, invitada a la adoración de su Creador. El contenido del himno era bello, y en cierta forma iluminaba la hermosura del paraje desierto en que se los dos muchachos se hallaban. Pero también era largo, tedioso e infinitamente monótono. Mientras cantaba, Colum deseó que Rónán le hubiera pedido otro diferente: Celebra Iuda o Cantemus in Omni Die, o cualquiera en que tuviera mejor oportunidad de lucirse frente a él. No: al final de la segunda recitación, según la dura regla de San Maél Ruain, tocaba cantar el dichoso Benedicite. Pero Rónán no compartía su desazón. El chico lo escuchaba extasiado, con los ojos cerrados y los labios curvados en una sonrisa agradecida. Y Colum, en su canto, vaciaba toda su adoración, feliz de poder complacerlo así.
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Mac na Rún: Hijo de la Vida
FantasyIrlanda, año 795. Colum vive en el monasterio de Tamlacht, donde fue entregado como ofrenda para pagar por los pecados de su padre. Pasa sus días cumpliendo de mala gana sus deberes religiosos, mientras sueña con acercarse al chico que lo tiene obse...