3. Mono de circo. Normal a secas

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Franco escribió el mensaje el domingo por la tarde, sin darse tiempo para pensar. Mejor ahora que nunca, se dijo, y tomó la decisión de enviarlo.

Cobardemente dejó el teléfono en la mesa de la cocina después y se fue hasta su pieza para iniciar otra larga sesión de estudio.

El sábado había terminado de leer los textos para el parcial del lunes. Sólo le quedaba repasar sus apuntes, pero se sentía agotado y le dolía la cabeza por la falta de sueño. Sabía que debía descansar un rato, que sería bueno para su concentración, pero la posibilidad de liberarse para pensar era demasiado insoportable. En ese momento era como un caballo con anteojeras, incapaz de darle espacio a las preocupaciones laterales. El malestar que le producía el despido, la eventual falta de dinero y las inminentes deudas. Incluso la posible respuesta de su padre, abandonada en la mesa de la cocina. No había tiempo para eso en su actual estado de concentración y agotamiento. Sólo podía mirar hacia adelante, enfocarse en lo único que todavía tenía grandes posibilidades de salvar.

Franco salió de la habitación cuando empezó a dolerle el estómago. Entonces no le quedó otra opción que prepararse algo para comer.

Aunque "preparar" probablemente era una palabra demasiado elaborada.

En la heladera había una leche, una pizza con caja incluida y un paquete de hamburguesas.

Cualquiera hubiera pensado que esa era la heladera de alguien que vivía solo, lo cual era cierto a medias. Ninguna de las dos personas que habitaban esa casa se preocupaban por tratarla como si fuera un hogar. Llenar la heladera de tuppers y comida para alimentar a una familia como había sido hace más de un año, cuando Franco ni se imaginaba que él y su padre se convertirían en incómodos extraños compartiendo espacios de vez en cuando.

El doctor pasaba demasiadas horas en el hospital, así que pocas veces abastecía la heladera incluso para su uso personal. Por su parte Franco vivía el día a día comiendo comida rápida, que era deliciosa, fácil de preparar y sencilla de limpiar después. Su desastrosa dieta probablemente era el fracaso más grande de los esfuerzos de su madre por enseñarle a cocinar ¿pero qué podía hacer? Nada podía superar tres deliciosas porciones de pizza calientes en diez minutos, poder evitarse todas las consecuencias de elaborar algo cuando tenía el tiempo contado entre la facultad y el trabajo, corriendo de un lado a otro como el conejo de Alicia en el país de las maravillas.

Oyó un ruido de llaves que venía de la puerta principal y el corazón le dio un vuelco. Sintió la pesadez de una culpa conocida, al menos cuando se trataba de su padre. Miró el teléfono, ignorado en la mesa. De seguro con un mensaje avisando que iría a la casa esa noche. Y él fallando al no verlo, temeroso de enfrentar otro rechazo. Otro error expuesto frente a esos ojos que lo juzgaron desde que tenía memoria y que ahora ni siquiera se posaban en los suyos.

Franco no sabía qué era peor. Tenerlo cerca o lejos, ausente o presente en esa casa y en su vida.

De algo estaba seguro: deseaba dejar de sentir que siempre hacía lo incorrecto cuando estaba cerca.

El chico del yesoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora