20 de abril de 2000

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—Phi, ¿Cómo te encuentras hoy? —La científica encargada del niño que ya tenía nueve años se acercó lentamente a la esquina en la que estaba sentado, con la mirada perdida y la boca entreabierta.

—Que no entre nadie... Nadie me moleste... Mi sitio... —susurró a modo de respuesta, no daba frases enteras. Algunas no acababan, otras no tenían un buen comienzo, algunas siquiera eran comprensibles.

—Nunca me perdonaré que te hayan hecho esto... Yo dije que dejasen de darte el tratamiento, y eso por lo visto ha hecho un rebote que... —Las lágrimas empezaron a caer por sus ojos y su voz se rompió al recordar la orden que había dado tres años atrás.

Ella no sabía que se había ignorado su orden, ella no sabía que lo hecho en esa operación era continuar el tratamiento en vez de interrumpirlo como ella había pedido. El experimento seguía adelante en el chico y ella solo deseaba sacarlo de ahí, pero tal y como estaba no lo podía llevar al orfanato del que salió, y mucho menos a un internado militar.

Mientras tanto, los cinco científicos revisores celebraban en su despacho el éxito del experimento. Veían por la pantalla como aquella joven universitaria que había llegado para unas prácticas y se había quedado por su excelencia se desmoronaba al ver en lo que su sujeto se había convertido. La habían advertido de que no se encariñase de ninguno de los sujetos que le tocase investigar, lo que hacían no era demasiado legal, aprovechaban ciertos agujeros en el código penal, civil, ley de protección del menor y otros tantos manuales jurídicos para poder hacer experimentos con niños, además de la protección extra que les daba el gobierno por el interés que tenían en crear personas superinteligentes.

Los resultados eran mejores de los que habían previsto: era capaz de acceder a todos y cada uno de sus recuerdos, tenía un coeficiente intelectual de 217 y, aunque acostumbraba a tener una vida sedentaria sentado en su esquina sin hablar con nadie, tenía una velocidad y una fuerza asombrosa incluso suponiendo que entrenase, más de una vez había atacado y reducido a los celadores que le llevaban la comida o lo acompañaban a asearse, la única a la que no atacaba era a su encargada.

La hora de la cena aterraba al celador que tuviese que encargarse del sujeto 1618. Corrían rumores sobre las atrocidades que hacía ese niño a cualquiera que intentase entrar en la zona que ese día había decidido era su territorio. Muchos dimitían cuando les tocaba hacer el reparto en esa habitación, otros incumplían las normas y dejaban la comida en la entrada en vez de llevarla hasta la mesa que había en una esquina, otros se arriesgaban por miedo a perder el puesto y se llevaban alguna lesión.

Hoy le tocaba a alguien que acababa de entrar a trabajar ahí, llevaba tres meses en el paro y estaban esperando una hija, así que no podía perder el trabajo. Decidió arriesgarse y dejar la cena del niño en la mesa. Abrió la puerta sin encender la luz, dejando la tenue de emergencias que el niño prefería tener y, nada más pasar, cerró la puerta tras de sí. Miró las sombra que era el niño que hacía vida allí y caminó con cuidado a la mesa del lado contrario, procurando no darle la espalda en ningún momento. Al llegar a la mesa se giró para colocar bien la bandeja, al mirar de nuevo la esquina la encontró vacía. Se tensó de golpe e intentó ir corriendo hasta la puerta, pero algo lo golpeó por un lado y cayó al suelo.

Sus gritos estaban bloqueados por el miedo, pero se desbloquearon en cuanto unos dientes se clavaron en su cuello. Oía un gruñido bajo y sentía unas uñas demasiado afiladas como para ser humanas atravesar su ropa y clavarse en la piel. La vida se le escapaba de las manos por un niño experimento, no había aguantado ni un día con el sencillo trabajo de llevarle la comida a uno de los sujetos.

Marcus se alejó lentamente del cuerpo mientras se relamía la sangre de la boca, observando con ojos gatunos a su primera víctima mortal, que aún respiraba y se movía, agarrándose desesperadamente a la vida.

La puerta se abrió rápidamente, inundando de luz la habitación que aún se encontraba en penumbras, haciendo que la sangre que brotaba del cuello del celador se viese de un rojo brillante tan sabroso que Marcus no pudo evitar lanzarse a atacarlo de nuevo, buscando que saliera más sangre, destrozando la ropa que se interponía entre él y la presa que desfallecía en el suelo, volviendo a morder la piel y arrancándola de tirón, dejando ver el músculo que se escondía bajo la capa que cubría el vientre.

Unas manos agarraron al agresor de la cintura y estiraron con fuerza, pero él se agarraba con aún más fuerza al cuerpo ya muerto del novato.

—¡Phi, suelta al pobre hombre! —los gritos de la científica viniendo del mismo lugar del que las manos procedían hicieron que soltase automáticamente, tirando por la inercia a la mujer al suelo, que se lo llevó con él.

Vio entrar rápidamente a un paramédico y a una doctora, quienes solo pudieron certificar la muerte por desangramiento. Marcus sentía el miedo y el sufrimiento del ambiente, también el dolor del muerto y de la mujer que lo abrazaba desde atrás, además de el amor que esa misma persona le procesaba en el momento. Las lágrimas que resbalaban por la cara de la joven cayeron en la cabeza del castaño, mojando su pelo y frente. Sintió como una de las lágrimas resbalaba por su nariz, cayendo de la punta de la misma hasta sus labios, y fue incapaz de no relamerse. Todo eso le hizo sentir un enorme placer por todo el cuerpo. Quería más. Deseaba más. Era algo que quería sentir todos y cada uno de sus días, el placer de conseguir algo que siempre había querido y sentir en el ambiente lo que los demás sentían por dentro.

No dudaron en ponerle una camisa de fuerza al niño antes de salir, asustados de que pudiese hacer algo horrible de nuevo. Los científicos supervisores hablaron con la joven aún llorosa que se encargaba personalmente de 1618, no podía seguir siendo parte del experimento, ni ella ni su sujeto.

Fueron horas y horas de papeleo, ruegos y súplicas para que pudiese llevarse al joven a casa, lo quería como a un hijo y no quería verlo en las garras de cualquier celador de un psiquiátrico o incluso algo peor.

El nuevo delincuente juvenil, en cambio, tarareaba una nana un tanto tétrica mientras miraba el techo y jugaba con su propio cuerpo, balanceándose de un lado a otro a puntos en los que se arriesgaba de caer al suelo y no poder parar el golpe por tener las manos en la camisa. Regodeándose con lo que acababa de hacer, una sonrisa de oreja a oreja adornaba su cara y unos ojos con brillo maligno terminaban el cuadro tenebroso que en esos momentos era la habitación.

¿Cómo crear un asesino?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora