3 de febrero de 2003

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Habían pasado tres años desde aquel incidente y Marcus seguía en la habitación, siendo un sujeto más, mientras los juicios y la recaudación de pruebas seguían adelante en el exterior.

Los encargados del laboratorio reunían pruebas para meterlo en un psiquiátrico, en un centro de menores o incluso para matarlo. La científica que se encargaba de él y que ya era la única persona que lo cuidaba quería conseguir pruebas para librarle de todo eso, llevarle a un psicólogo de vez en cuando pero que viviese una vida normal con ella, en su casa, como hijo adoptivo y hermano pequeño de su actual hija.

El niño ya no era tan niño, tenía 13 años, contaba con suficiente edad como para ir a los juicios como testigo válido de su propia situación y podía ser juzgado con más severidad que los niños, aunque no con tanta como los adultos.

El problema residía más bien en la clandestinidad de los juicios. Eran jueces elegidos a dedo por el gobierno para preservar el secreto de tales experimentos, abogados recién salidos de la facultad que temían decir nada de lo que pasaba ahí por no perder las posibilidades de volver a trabajar en su vida, a puerta cerrada y con única y exclusivamente los necesarios.

Eso hacía que los juicios fuesen lentos, con un lapso de tiempo importante entre cada vista y muy poco margen de movimiento para las investigaciones externas. No era nada favorable para la pobre científica que se enfrentaba sola a todo, pero el sentido común del juez falló a su favor.

No era lógico que un niño desapareciera de la faz de la tierra. Al ser un niño que había estado en adopción desde siempre, su perfil y datos estaban en demasiados lugares como para borrarlos de todos lados y convencer a tanta gente de que ese niño no había existido, sobre todo habiéndolo sacado del orfanato con la excusa de unos problemas mentales que ahora sí que eran reales, por lo cual decidió darle la custodia a la científica siempre y cuando cumpliese unas normas muy estrictas.

La puerta se abrió por última vez para el castaño, tenía a la que había cuidado de él al otro lado del umbral, con una sonrisa de oreja a oreja que le daba la sensación de iluminar el camino. Se levantó con cuidado de la esquina que había hecho suya y fue hacia el lugar, sintiendo sus pies muy ágiles y su sangre fluir a una velocidad anormalmente rápida.

La mujer le tendió la mano y él la aceptó, comportándose como un niño pequeño que no ha tenido contacto con el exterior en mucho tiempo, como así había sido. La diferencia era que él había seguido desarrollando sus habilidades, sus encuentros con diferentes personas habían sido continuados por los problemas que daba siempre, lo que causaba que la gente pidiese bajas o excedencias continuamente y le cambiasen la persona.

Lo único que no sabía hacer era comportarse con alguien de su edad, las tonterías típicas de los adolescentes a su edad eran algo desconocido para él, no sabía relacionarse con los que tenían su edad, solo con gente más adulta, y los conocimientos que poseía le hacían la tarea aún más complicada: ¿Que era normal conocer a su edad?

Mientras las preguntas revoloteaban en su cabeza alzó la vista y vio la calle llena de vida. Se sintió asqueado. Tanta felicidad le provocaba náuseas, no por tener a la gente feliz como tal, si no por no poder sentir lo mismo y tampoco ser la razón de esa felicidad. Las emociones solo le gustaban cuando él las había podido sentir o cuando él era la razón de ellas.

El primer caso era difícil, tenía que haber sentido lo mismo hacía poco o en el mismo momento, la felicidad compartida, la tristeza de unos cuantos, el miedo de un grupo... solo si él la sentía a la vez o hacía escasos momentos que las había sentido.

El segundo caso era más fácil. Le daba igual si había despertado esos sentimientos queriendo o sin querer, si había querido despertar unos y había despertado otros, solo le importaba ser el foco de ellos.

¿Cómo crear un asesino?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora